Sin Ángeles ni Querubines

Sin Ángeles ni Querubines

Yolanda Rojas

18/07/2017

Durante mi niñez fueron llegando a mis manos escasos libros, de los cuales recuerdo de manera vívida, cómo aquellos que narraban viajes y aventuras se convirtieron en íconos para mis juegos, y crearon en mí la necesidad de leerlos repetidas veces.

Repasando sus páginas, cada ocasión me proponía un recorrido diferente, con personajes mutantes que se convertían en ujieres de una experiencia astral, fortalecedora de ese lugar personal, íntimo y único: mi brecha cuántica donde todo era fluido y posible, y yo era convertida en un ovillo de luz, ingrávido y feliz. Un momento sagrado, favorecido por el cambio en la condición de mi cuerpo al rendirse en el descanso, mientras la conexión del alma con la totalidad era evidente, y las barreras: peso, volumen, tiempo y espacio, poco a poco se difuminaban…

Allí surgía el mar embravecido que hiciera encallar el barco, destrozara el bote y lanzara a Crusoe a la playa solitaria; el mismo que ahora se estrellaba en el borde de mi pequeña cama de tablones, protegida con cálidos colchones de tamo y lana. Sentía el aullar del viento, la sed y el sobrecogimiento, al tiempo que la necesidad de trepar al árbol y buscar defensa del inexplorado mundo que bramaba afuera.

Acariciando el interminable tapiz de Penélope, mi alma esperaba aletargada. Un tejido luminoso hecho de partículas de polvo, que la luz tras el postigo proyectaba, se convertía en volutas misteriosas que a mares y odiseas me invitaban. Las sirenas iban llegando así a mi quilla, reclamando en orfandad a los lotófagos… el hechizo se ahondaba envuelto en melodías que la radio en la mesilla regalaba: no era Circe; no había príncipe queriendo ser consorte, más un envolvente baile me invitaba.

A través de corredores y zaguanes, recreaba los poderes y estrategias que había atesorado Gulliver en sus continuos viajes. Mi hermano era el gigante más cercano; planear la manera de ganarle en astucia, de crear el escape de las escaramuzas y luego poder cantar victoria, requería de la meticulosa ayuda de los pequeñines amigos de Lilliput. Ellos me indicaban la defensa y también cómo llegar a la playa de Blefuscu. Allí, mi avidez por el conocimiento no sería castigada y podría, más allá de esas fronteras, aprender los secretos del mundo de yahoos – humanos imperfectos – y virtuosos houyhnhnms…¿hombres o caballos?

Sin haber llegado aún a conocer el océano, al consumir la cabeza bajo las pesadas cobijas de lana, descendía sobre mis hombros la lustrosa escafandra que el Capitán Nemo me prestaba: se abría un universo de colores… de criaturas pequeñas y de monstruos, de olas y corrientes que mecían mi frágil cuerpo chico, al ritmo de cardúmenes danzantes. Me sentía única, audaz y muy liviana acompañada de ese sabio capitán – atormentado y desengañado de la raza humana – quien mezclaba su individualista audacia y su exagerado sentido de justicia para protegerme, para controlar derrotero, tiempo y circunstancias, mientras yo podía seguir flotando y contemplando medusas y ballenas.

Socavones de minas de carbón abandonadas, conocí en caminatas con las monjas de mi colegio, rumbo al santuario de la Virgen de Morcá, en las afuera de Sogamoso, Colombia. El vetusto libro entre mis manos, despedía la misma sensación de rancio oxígeno y temperatura imprecisa, mientras me conducía – como en un tobogán – a caminar pendientes y túneles, siguiendo el paso temerario de Lindenbrock.

Devorada en Islandia por la boca del volcán y expuesta al acecho de mastodontes escondidos tras exuberantes helechos y cipreses del centro de la tierra, soy navegante en una frágil balsa, sobre un mar interior embravecido, plagado de ictosaurios y plesiosaurios. Siento sus agudos chillidos al pasar sus dientes rozando mi cabeza, mientras mi reloj de campanas y de cuerda evade la polaridad invertida, de modo que pueda despertarme en la mañana para ir a estudiar.

Tenía tal sed del sortilegio de aquellas reales irrealidades, que pocas propuestas lograban calmarla. La más importante de ellas apareció en el serpenteante tren y los buses intermunicipales que me llevaron junto con el libro en mi mochila, a ver nuevos horizontes y colores.

A pesar del mareo y la tardanza, era feliz al llegar al sitio elegido por mis padres para cambiar el frío de mis montañas, por cálidos parajes sembrados de frutales y aguas de ríos cristalinos. Iba vestida del color de las mariposas, mientras cantaba cual la cigarra: feliz invitada a descubrir nueva vida bajo el radiante sol en caminatas, y nuevos sabores en pintorescos hoteles parroquiales.

Mi corazón de niña quería hacer inconcluso cada viaje. Pero las rutinas, deberes y tareas eran ineludibles y había sido entrenada para asumirlos dócilmente; así que cada regreso de vacaciones me generaba tal pérdida de anhelos y disfrute, que me sentía obligada a buscar una fórmula personal para continuar viajando.

No recuerdo con exactitud cuándo se materializó esa idea. Pero si sé que se repitió muchas veces en mi primera infancia, el ritual que requería que de forma avezada trepara al techo de tejas de barro cocido de mi casa, y me sentara acurrucada, colocando mis rodillas muy cerca de los ojos. Al reposar la vista en las montañas, en el sauce llorón de los vecinos o en las gallinas del solar contiguo, y sentir al sol y al viento hacer contacto con mi piel, era levantada por una mano invisible y… ¡podía volar!

Si había llegado arriba con tristeza, rabia o miedo, uno o varios de los avatares creados en mis ensueños volaba a mi lado y obligaba a esos sentimientos a salir por la punta de mis dedos, dibujados en espirales que el aire diluía.

Desde el solaz de la altura espiábamos espacios de otras vidas, mientras que entre risa y llanto compartíamos penas y alegrías. Comparábamos naufragios con engaños; traiciones y amenazas convertíamos en techo para la casa del árbol; liberábamos ovejas a escondidas del cíclope… y así, los enormes diminutos amigos se convirtieron en salvadores y acompañantes de un viaje etéreo interminable, crisol inagotable de pueril sabiduría.

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