─Después de aquel día, nunca volví a mirar mi calle de la misma forma, sencillamente porque yo ya no era el mismo tampoco.

Así terminó su relato mi abuelo, el día en el que le pregunté dónde vivía de niño. Yo tenía once años y me contó la historia de otro niño de once años, la suya.

Había nacido en ese pueblecito de la orilla del Sena, a poca distancia de París. Ubiqué enseguida la vía que me nombró, la rue Galande, una calle tan empinada que dejaba a cualquiera sin aliento y en cuyos adoquines había tropezado desde muy pequeña. ¡Qué calle! ¡Qué misterio! ¡Qué arte la envolvía! ¡Y… qué caras se les ponían a los turistas! Primero se les encendía una luz en la mirada al descubrir la iglesia, híbrido de los siglos XIII y XVI. Luego, se les arqueaban las cejas en un gesto de sorpresa al constatar que el coro parecía flotar encima de la calle Galande, tanto era así que formaba un pequeño túnel donde se adivinaba una puerta ancestral que me tenía a la vez fascinada y asustada, cual entrada a un mundo lleno de maleficios y de magia. Nunca la había visto abierta. Mi abuelo se echó a reír cuando le pregunté si él sabía cómo era por dentro la cripta.

─Yo estuve ahí encerrado dos días. Tenía tu edad, mi choupinette, ─dijo con un guiño cariñoso y ronca voz.

Entonces no tuve que preguntar nada más. Se le quedó la vista perdida en el horizonte de la pared blanca de su residencia de ancianos y empezó a narrar. Al final de la Segunda Guerra Mundial, después del desembarco de Normandía, las fuerzas aliadas avanzaron palmo a palmo, reconquistando el terreno. A finales de agosto, llegaron al pueblo y, desde la otra ribera, empezaron a bombardearlo sin tregua para echar al ejército enemigo. Los civiles fueron a refugiarse a las canteras de la colina cercana, pero mi abuelo estaba solo en casa en aquel momento, así que corrió a un refugio de su calle, a la cripta, cuya puerta dejaban abierta en aquellos tiempos agitados. Setenta años más tarde, recordaba el frescor cuando entró y su contraste con la canícula de aquel 27 de agosto de 1944. Y también ese olor tan peculiar, mezcla de agua bendita, de bancos de madera, de granito milenario y de cirios recién quemados. Ni una vidriera había, la oscuridad más absoluta reinaba en la cripta. A tientas, se fue temblando a sentar y, entre el estruendo de las bombas que caían del cielo y de los proyectiles de los cañones, oyó una respiración entrecortada, como contenida, pero difícil de disimular del todo. Alguien estaba llorando. Preguntó tímidamente quién era y entonces empezó la conversación más larga de su vida, que solo terminaría con la muerte de la entonces aterrorizada chiquilla. Hablaron a oscuras los dos días que duró el bombardeo. La guerra había desatado la magia. Acababa de conocer a mi abuela.

(RUE GALANDE, TRIEL-SUR-SEINE, FRANCIA)

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