Calles dormidas de un pueblo pequeño, de mucha tierra y poca piedra. La más ancha lo cruzaba y se perdía entre trigales inspirándonos a todos la huida; menos a los viejos, ellos estaban enraizados, tan enredados en su pasado que no podían ver otro futuro que la constante repetición de sus días. Ni aceras ni alcantarillas, ni bares ni taxis. Viviendas mal caídas que habitaban las calles retorciéndolas, y huecos de maleza y gatos moteando las veredas. Rencores agriados por generaciones y relaciones limitadas por recuerdos y familias: los galanes, los indianos, los bizcos, los tunantes…motes que nos definían por el pasado de nuestros abuelos.
Las viejas de casa en casa, arropadas por la mesa camilla, para jugar la partida de guiñote. Años de pesetas y garbanzos, de revanchas y rencillas. Mi abuela jugaba con la Tere, la Candela y la Juana. La Juana y ella no se hablaban desde hacía seis años y nadie recordaba por qué, ni ellas, pero aunque el río del odio hubiera perdido el nacimiento, los afluentes habían formado un torrente que todos sabíamos que acabaría desbordando. Los hombres al casino, a beber, a pasar. Algún chamelo, muchos cigarros, pocas palabras. Los jóvenes ideando maldades para evadirnos, disparando perdigones a bichos. Yo necesitaba escapar de allí, salir de esa isla vieja pero con demasiada memoria. Un día sucedió:
Eduardo, el hijo de la Juana, era como un astronauta en un cuadro de Goya. Iba siempre de negro, con cadenas en el cuello y piercings en todas partes. Tatuajes y botas Dr. Martens entre tractores y vacas. Mi abuela decía «ya nació de negro por solidaridad, porque cuando su madre parió ese murciélago toda la familia debería haberse puesto de luto».
Pasaron horas interrogando a mi abuela. Ella disfrutaba y sonreía. Les contó su odio a esa familia, pero el inspector nunca creyó que fuera ella.
Estábamos Luis y yo en su calle, y apareció. Tras tantos silencios habíamos aprendido a leernos los ojos. A Luis ese día le sonreían. A saber dónde va ese cuervo por la calle a estas horas, decían. Pensamos que a esa distancia no le daríamos más que un susto. No sé quién fue el primero, ni por qué disparamos treinta y dos perdigones entre los dos, pero aún sonrío al pensarlo: por mi abuela, por divertirnos, por no parar el primero…
Yo había hecho el macuto, sabiendo que ya tenía el visado para ver mundo. Salí del pueblo sin mirar atrás, y me llevé las palabras de mi abuela en la cabeza y a mi amigo Luis conmigo al reformatorio.
– Buena pieza has cazado para un rifle tan pequeño, sinvergüenza. Yo ahora me voy a casa de la Juana a velar, que es lo que tengo que hacer, y a ver si esa zorra vieja se atreve a tirarme, pero mañana iré a verte.
Pensé que de gatos, gatitos, y sonreí sabiendo que mi futuro estaba marcado, y además lejos de aquella madriguera. FIN
Calle La Libertad. Pueblo Negro
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