Nací en la calle Mecánica, letra “Y”, Viviendas de la SEAT, un barrio que era propiedad de la empresa que le dio nombre, donde obreros y jefes de la fábrica convivíamos en régimen de alquiler.

Mi calle fue una de las primeras que se urbanizó y era bastante céntrica. Si la recorrías de principio a fin, desembocabas en la calle Fundición, la más comercial, donde, además, estaba la Comisaría; en el cruce entre Mecánica y Fundición, una anciana vendía papelinas de palomitas que transportaba en bolsas gigantes, y allí acudía también el vendedor de “coquis”, unos cucuruchos rellenos de merengue multicolor que comíamos con cucharitas de plástico y que nos hacían soñar.

Lo que daba pedigrí a nuestra calle era el Casino, situado entre los bloques “Y” y “Z”, ubicado en un edificio de planta baja y sótanos, y regentado también por la omnipotente SEAT. Tenía bar, local social, salas de dominó, futbolines, billares, escuela de ajedrez y una pequeña biblioteca. A pesar de vivir al lado, nuestra familia no lo frecuentaba porque simbolizaba la ideología franquista y lo consideraba de alto riesgo. Solo lo pisábamos si la rondalla ofrecía algún concierto y si asistíamos a alguna boda, bautizo o comunión. De puertas a fuera, sin embargo, los niños lo disfrutamos mucho, sobre todo en verano, cuando regaban la acera, colocaban macetones con misterioso aroma de café y sacaban las mesas a la calle. Éstas tenían las patas metálicas y un mosaico de baldosas multicolores por encimera, y tanto nos gustaban que inspiraron la creación de un juego infantil autóctono: “Frío, frio”. Consistía en que uno de nosotros elegía mentalmente una pieza del mosaico y los demás la teníamos que adivinar. Si nuestro dedo se acercaba a la elegida, el anfitrión decía: “Caliente, caliente”. En caso de ir mal encaminado, gritaba: “¡Frío, frío!”; el que acertaba sustituía al anfitrión en la siguiente partida. Las mesas aseguraban nuestra diversión hasta que los adultos nos desplazaban con sus copas de vino, sus refrescantes jarras de cerveza espumosa y sus cafés.

Pasado el bloque “Z”, empezaba el muro, una baranda de obra que daba al patio del colegio, donde nos fotografiaban todos los Domingos de Ramos. Allí se concentraban los adolescentes más modernos, era un pequeño foco de rebeldía, nuestro Mayo del 68 entre el Casino y la Comisaría. Pero lo que empezó bien acabó mal, algunos de aquellos jóvenes fueron arrastrados al otro mundo por las drogas y el punto de encuentro perdió su atracción hasta extinguirse por completo.

Hoy, mirado con la perspectiva que da la edad,  veo que crecer en el barrio fue como vivir en otro planeta. Nacer en una calle llamada Mecánica, en la penúltima letra del abecedario y en el último barrio de la ciudad imprime carácter; no es igual que llegar a este mundo en el Paseo de Gracia o en la calle Muntaner.

Hace poco, alguien reivindicó cambiar el nombre de nuestra calle, pero los niños de entonces gritamos: “¡Frío, frío!”.

 CALLE MECÁNICA, BARCELONA (ESPAÑA)

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