Quizás la noche no estaba más oscura que de costumbre, tal vez la luna en su fase menguante censuraba más de lo que ella misma reflejaba, pero si me preguntaran hoy que era lo que más llamaba la atención en esa taciturna velada, era la profunda oscuridad de ese bosque que nos rodeaba y abrazaba en una dimensión cuasi paralela de sombríos ecos y silvestres sonidos que de cuando en cuando lograban escalofriar el aire que por allí pasaba, y que yo sin darme cuenta aun hoy medito, y pienso “¿Por qué no vi esas señales?”, quizás las drogas durante aquel momento no hacían más que atrofiar mi percepción y confundirme entre las estrellas.

Candela, Bruno y yo (mí no nombre no importaba antes de los sucesos que estoy por narrar por ende me mantengo en esa línea difusa entre lo “real” y lo “ideal” de mis palabras); decidimos pasar unas noches en alguna parte del bosque que nos brindara confort nocturno y cercanía al lago para pasar las tardes. Era un campamento normal, algunas provisiones, agua, ropa extra y algún licor que nos regale esa tibia sensación frente al fogón y las estrellas de esas noches de verano. Después de dos días con bastantes caminatas y siestas en el lago Jade, además de largas horas nadando y disfrutando hacer la plancha en el mismo (o por lo menos en lo personal, era algo rutinario y relajante en mis habituales visitas a estas verdosas y cristalinas aguas); decidimos consumir LSD que Bruno había llevado. Esa noche en presencia del dinamismo astrológico que nos regalaba el cielo, y el foro abierto e insaciable de filosofía a temporal en que habían mutado nuestras charlas; no hacían otra cosa más que sumergimos en risas, dudas y silencios tan penetrantes como una brisa marina en pleno invierno, como bien supe sufrir o “curtirme” como le decían mis camaradas de aquellas laboriosas mañanas en la mar del sur no hacía muchos meses atrás.

Debían de ser las 3 de la mañana, sin demasiadas ganas de seguir conversando, pero, imposibilitados a dormir, nos perdimos en la vía láctea, en cada destello y energía que pasaba danzante por ese azul oscuro del cielo; tantas o más estrellas fugaces que todas las que había visto hasta ese momento se dejaron disfrutar en ese encuentro, nuestro con el universo.

“Tendríamos que ver si se apagó el fuego” menciono Cande en un momento, y por mi necesidad de buscar el encendedor para fumar decidí ir a ver en qué estado se encontraban los restos del fogón. No me pregunten porque, pero antes de entrar al bosque, casi como un reflejo, tome una caña con la que habíamos ido a caminar y que tal vez sentí, me daría alguna ayuda en el retorno al campamento; entre más me acercaba a este, sentía un frió muy particular y una tensión que no hizo otra cosa que ponerme en estado de alerta y hacer tiritar mis dientes. Debía estar a cuatro o cinco metros de donde habíamos hecho el fuego y un crepitar de ramas muy particular me paralizo en el acto, ese frió ahora nacía desde la parte baja de mi espalda como un perpetuo escalofrió, que elevaba mi percepción y petrificaba mis músculos; ya mi tiritar de dientes había muerto en una tensa mordida cual bruxismo terminal. Sentía el eco de mis latidos, como si estos estuvieran saliendo desde todas las partes del bosque y me abrazaran hasta estrangularme (tal vez la droga era un poco responsable de esto y mi mente que ama maximizar “todo” no colaboraban demasiado), pero juraría que estos se detuvieron durante segundos infinitos de una eternidad de terror indescriptible, al ver en dirección al fogón y entre las brasas con escasísima luz, la forma de perros blancos o plateados que carroñaban la parrilla y los restos de carne que habíamos dejado. Una bocanada de anestesia escapo desde lo más profundo de mi ser y no hizo más que hacer que estos perros miren en mi dirección y pararan sus orejas; ahí lo vi y entendí bien; estos eran lobos, “Lobos color plata”, con miradas de sicario y muecas que se transformaban rozando lo demoníaco, mientras se arqueaban y erizaban sus pelos en posición de ataque.

Juraría (aunque vuelvo a responsabilizar las drogas) que supere ampliamente el récord mundial de Usain Bolt corriendo, porque escape de ese bosque como si la auténtica “Parca” me persiguiera con su mítica guadaña; entre agitación, miedo, adrenalina y millones de sensaciones nuevas e invasivas que corroían todo mi ser llegue hasta donde estaban Bruno y Cande, sin jamás voltear una sola vez hacia mis espectrales perseguidores (o así lo idealizaba en mi auto retrato), y ahí me di cuenta que estaba gritando con todas mis fuerzas (no sé cuándo empecé a hacerlo) pero sentía como si mis cuerdas vocales estuvieran por desgarrarse y enmudecerme para siempre. Empecé a empujar a mis amigos, pero estos no respondían, estaban perdidamente dormidos; ni mis afónicos gritos perpetuaban su viaje de ensueño. Entre lágrimas y quejidos no hice más que terminar tirado entre ellos, sollozando y temblando del miedo; y en ese momento otro sonido tétrico se posó en mis oídos, era una respiración tan sanguinaria como salvaje y al elevar mi cabeza entre los hombros de mis amigos, me encontré rodeado de estos lobos, la noche se había nublado de repente y todo estaba más oscuro que el ala de un cuervo durante un vuelo nocturno de luna nueva; lo único que pude ver eran esos celestes y fantasmales ojos que poco a poco empezaban a dibujar unos dientes tan grandes, filosos y brillantes como los que seguramente vio “caperucita”, pero esta no era “una abuelita”¸ era todo el acilo…

Mis últimas imágenes son la de esos carroñeros perros mascando y desgarrando la carne de mis amigos, que a pesar de esos punzantes dolores no daban respuesta alguna; y si se preguntan por mí, pues no importaba antes y no importa ahora, pero cada mordida ponzoñosa apuñala y llena de calambres mi alma; y ni todas las rencarnaciones previas a la iluminación (según el budismo) podrán borrar mis recuerdos sonámbulos de aquellos lobos de plata.

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