Anochecía, siempre eran rápidos los pasos de mamá, o pequeños los de Clara… La niña intentaba seguir a su madre pero aún le quedaba lejos,

¿La edad? Apenas 20 años le diferenciaban…

¿La altura? Sólo 1 metro más…

¿El corazón? Mismo tamaño y genética…

Cada día pisaban las calles de aquella ciudad encantada para muchos, todas guardaban la misma similitud aunque Clara fantaseaba con cada rincón imaginando las escenas que su papá le contaba cada tarde…

«…La reina Isabel aquel 2 de enero tomó con osada valentía las calles por las que andamos hoy en día…»

Había una sola calle que a Clara le sobrecogía el corazón, los sentimientos no entienden de edad y a pesar de desconocerlos brotaban uno a uno en la joven…

Ese lugar encerraba algo especial, la música lo envolvía y con delicada sutileza al sonido de un dulce violín, unas manos leían lo que unos ojos no podían. A los pies, la funda de aquel instrumento sólo rogaba unos céntimos de comprensión «Mis ojos necesitan una operación, soy ciego. Gracias».

El día que los ojos de Clara se adelantaron a su corazón y consiguieron comprender el dolor que aquel menudo cartel recogía y que tantas veces había mirado sin percatarse, un sentimiento desconocido la llevó a alimentar con ilusión  cada tarde aquella vieja funda con unas escasas monedas que sabían a gloria a aquel incansable corazón. A aquel señor se le antojaba difícil sentir que tenía más satisfacción sí el sonido de la moneda al caer o la dulce y tierna voz de Clara dedicándole un «Que tenga un bonito día señor». Él en lo más profundo de su ser agradecía que el sonido de aquellas palabras le ayudasen a imaginar el rostro de la pequeña…

Tan ansiado era el deseo de aquel solitario ciego de que sus oídos alcanzasen contemplar el rostro de Clara, que sin apenas percatarse del tiempo, la voz de Clara había adquirido una tenue calidez. Ya era toda una mujercita que en ningún momento desistió de cumplir su sueño, que los ojos de aquel hombre lograsen sustituir aquella vieja pizarra por un «Gracias por ayudarme a ver mi felicidad».

Justo al lado de la calle donde tocaba incesablemente cada día el violín, en la Plaza de las Pasiegas replicaban las campanas de la catedral de Granada para anunciar con alegría que llegó el momento en que Clara confesaba ante el altar su amor eterno. Guiado por su corazón, el músico se acercó a la puerta esperando con ansias la salida de la joven, a la que dedicó una hermosa melodía… «La viè en rose», Clara inundada de emoción al verle y oírle sólo pudo acercarse a él y darle las gracias con un abrazo.

«Gracias a ti por pintar de colores cada día mi interior y hacerme ver a través de mis oídos al escuchar tu voz. Hoy el bonito día es para ti, espero oírte por siempre feliz».

FIN

Calle de la cárcel baja, Granada. 

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