Estaba entonando el miedo con un café caliente, cuando Rosita a punto estuvo de echar la puerta abajo. “¡Por lo que más quiera, Juana, abra, soy la modista!”. Recibí a mi vecina, a falta de esposo, dispuesta a compartir aquella tarde de la historia de nuestro país. “He tenido un percance”, me confesó Rosita. “¿No tendrá nada que ver con el Congreso de los Diputados?”, “déjese de congresos”, contestó agria Rosita mientas me conducía hacia su cuarto de baño. El percance yacía descoyuntado sobre las baldosas azules. “Ay, Rosita, pero este señor quién es”. “¿No lo ve usted?, el cobrador de la luz”, “¿y cómo lo tengo que ver?”, “por el uniforme, mujer”, “¿qué uniforme, Rosita?, si está como Dios lo trajo al mundo”, “ah, se lo habrá dejado en la habitación”, “qué haría allí este señor…?”, “poco importa ya, Juana, ayúdeme a sacarlo al rellano”, “¿no habría que llamar a la policía?”, “deje, cójale usted de los pies, que yo lo agarro por los brazos”, “dios mío, si yo no he conocido a más hombre que mi difunto marido”.
Rosita solucionó mi impedimento colocando una toalla floreada sobre las partes pudendas del empleado de Hidroeléctrica. “Si parece hasta una buena persona”, musitaba servidora entre esfuerzo y esfuerzo. “¿Y por qué no habría de serlo?”, “por nada mujer; ya sabe que yo soy ver, oír y callar”. Cuando acabamos, Rosita arrojó el uniforme sobre el muerto. Con sigilo, ambas cerramos las puertas de nuestras respectivas casas. Estaba a punto de tomarme el consomé con las noticias sobre el golpe de estado de fondo, cuando llamaron al timbre.
Aquel hombre, con su raya al lado, más que un policía parecía un ministro. “Señora, ¿ha oído algo raro esta tarde?”, “no sabría decirle, estaba cosiendo”, “un individuo ha tenido un infarto en el descansillo, ¿no sabrá usted nada?”, “¿qué tendría yo que saber?”, “el fallecido estaba desnudo y tenía sobre sus partes viriles una toalla a florecitas azules”, “vaya cosa más extraña, inspector”, “¿podría echar un vistazo a su vivienda?”. Tras una breve ojeada el inspector se disculpó por las molestias. “A servir”, apenas cerré la puerta me abalancé hacia la ventana del deslunado. “¡Rosita, por el amor de Dios, asómese!”, “espere, Doña Juana, que llaman al timbre”, “déjese de timbres y tire todas las toallas de flores por la ventana, que es la policía”. Del octavo piso fueron cayendo en lenta danza las piezas estampadas del juego de baño.
“Juana, abra”, era ya noche cerrada cuando la modista volvió a tocar a mi puerta. “Una cosa le digo, Rosita, no vuelva usted a llamarme para una cosa así”, “mujer, ¿y qué podía hacer?”, “tanto me da, un puñadito de arroz o una tacita de aceite cuando le haga falta, pero para cosas de muertos conmigo no cuente”, “descuide, venía a invitarle a un coñac”, “un muerto en el rellano y la calle llena de tanques, ¡qué día más raro!”, “cosas peores hemos visto, Doña Juana”.
FIN
CALLE BARCAS, VALENCIA
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