Me gusta pasear los domingos por la mañana. Muy temprano. A mi cuerpo también, los domingos me despierta a horas inesperadas. El resto de los días suelo levantarme dolorido, con la sensación de no haber dormido lo suficiente. Sin embargo la mayoría de los domingos lo hago como un adolescente que ha dormido, por primera vez en meses, sus horas. Entonces desayuno, me pego una ducha, y salgo a la calle. A veces ni ha amanecido. A veces he tenido que salir corriendo por algún borracho que quería descargar la frustración de una noche de sábado desaprovechada sobre mi. Otras he visto como los pares sueltos se juntaban en los portales, devorándose con la urgencia de quien está recuperando la razón y sabe que después se va a arrepentir. Otras veces me encuentro con los que son como yo, que usan esas horas del día para pasear, fijarse en las personas y vivir o imaginar unas vidas que no les corresponden. Nuestra casta nos miramos, nos reconocemos en la media luz y tratamos de evitarnos desviando nuestras rutas en la siguiente esquina, rezando al dios que corresponda para que nuestros razonamientos sean tan distintos que no nos volvamos a encontrar. 

Habitualmente nunca pasa nada. Vuelvo a mi casa sin haber encontrado la revelación que buscaba. Sin haber reconocido al personaje, al paradigma. Las menos de las veces, vuelvo a casa con motivos suficientes para querer salir de nuevo al domingo siguiente. 

Recuerdo un concierto en la placeta del Pi, en Barcelona. Un grupo de tres italianos, dos chicos y una chica, cantaban canciones republicanas. Nadie estaba escuchando. Me senté en un bordillo y estuve escuchando durante al menos media hora, hasta que comenzó a amanecer. Me marché cuando entonaban “Grandola Vila Morena”. Sentí que ya no era bienvenido. 

Unos metros más allá, me abordó un borracho. Ya le había visto un par de veces antes de pararme a escuchar a los italianos, por la rambla. Llevaba un abrigo ligero, de color marrón, que le hacía destacar entre los grupitos de turistas. Miraba, pero no con la premura del contacto casual, ni con el celo de quien busca una historia. 

–Tú que sabes ¿me dices un sitio de guerra o de pasta para que un paleto de pueblo como yo, que no lo soy, pueda dormir? 

–¿De guerra? – pregunté, en mi cabeza todavía resonaba “terra de fraternidade”

–O de pasta. Por más que busco no encuentro. 

–Me temo que no te puedo ayudar. No soy de aquí y no te puedo recomendar ningún sitio. 

–Vaya, no esperaba esa respuesta. 

Giró sobre sus pasos y desapareció por una callejuela. No me atreví a seguirle. Años después, todavía me sigo preguntando qué respuesta era la que esperaba. He imaginado infinitas. 

PLACETA DEL PI, BARCELONAP1110843-iloveimg-compressed.jpg

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