Aquel, era un teléfono gris con un cable en espiral no muy largo y un disco en la mitad con los números del 0 al 9 distribuidos en pequeños huecos. Ya lo sé, puede parecer totalmente irrelevante la forma del aparato, y más si este no tenía nada especial, era igual o parecido a la gran mayoría de la época, nada por lo que mereciera recordarse. Sin embargo, lo recuerdo perfectamente, estuvo en mi casa muchos años, toda mi infancia, y fue él quien nos despertó aquella noche de principios de 1990, aún lo puedo oír.

-“Aló…sí…sí…¿Qué?…¿Cómo?…”—dijo mamá, luego colgó y en silencio, sentada en la cama, comenzó a llorar. No recuerdo si le dije algo, a lo mejor le pregunté, con la inocencia y tono característico de un niño mimado de 5 años: “¿Qué pasa mami?”. Supongo que si así lo hice, ella debió haber respondido, con la sinceridad de siempre, con la verdad poco adornada a la que desde pequeño me acostumbró: “Mataron a tu tío Michel”. Pero no lo recuerdo.

Lo que sí recuerdo son las maletas en el carro cuando amaneció, el viaje largo —7 horas—, el silencio durante el trayecto, la llegada al pueblo, una multitud en la casa de mi tía, un televisor grande en la sala repitiendo la cruel noticia, o exhibiéndola más bien, lágrimas, tristeza y, nuevamente el recuerdo vacío, o el no-recuerdo. Hasta ahí llega la escena y esta vez no voy a jugar a suponer diálogos, tampoco hablaré de los posibles reencuentros con primos, tíos y conocidos que hace mucho no veía, porque simplemente lo olvidé.

La siguiente escena, más corta aún, es en la iglesia. Muy seguramente allí todo estuvo dentro de lo normal: las flores, las palabras llenas de dolor y rabia, la pregunta en las gargantas y cabezas de muchos —¿por qué?—, la mirada de los curiosos y, por supuesto, el ataúd. Debo confesar que recuerdo estar allí, parado junto a los puestos de adelante, pero no recuerdo más, ni siquiera el discurso desgarrador de mi primo mayor, su hijo. Simplemente estaba allí, pero estaba atónito.

Lo último que encuentro al escarbar en mi cabeza es el ataúd saliendo de la iglesia, cargado por… digamos que 6 personas —tal como lo han dictado las películas y series que se debe cargar un cajón fúnebre— y, debido a mi baja estatura mis ojos están a la misma altura que este, por lo cual descubro una pequeña ranura, una luz que va de lado a lado del féretro. La curiosidad aparece, me hace acercarme. Ahí está él, con una sonrisa inmóvil, pero amorosa, vistiendo una camisa blanca con delgadas líneas azules y rojas. Ahí estaba él, no hay más imágenes.

No soy una voz oficial para hablar de lo ocurrido, para contar —o cantar— una a una las mentiras que altos funcionarios del gobierno colombiano dijeron para encubrir, maquillar, aquel conveniente crimen impune. Pero la verdad es que tampoco me interesa serlo, es decir, su vida es lo que quiero recordar. Lo otro, el terror y la injusticia, que se los trague mi memoria que es especialista en olvidar.

Entonces, vuelvo a adentrarme en mi cabeza, vuelvo al difícil ejercicio de traer escenas, de rescatar momentos, fragmentos fugaces junto a este hombre. Ya lo sé, es una labor compleja, fue hace mucho, son recuerdos que pertenecen a mi infancia más remota. Pero ahí está: un ringlete —una especie de molino hecho con papeles plegados de cierta forma para que el viento los haga girar—, sus manos doblando las hojas, juntándolas y luego pegándolas a un palo. Ahí estoy yo, corriendo frente a su casa, que también fue la mía mientras mamá luchaba en un pueblo cercano por encontrar el lugar adecuado para estar juntos, ahí está la calle empinada —bastante empinada— y él frente a la puerta metálica riendo; otra vez su sonrisa solo que esta vez su boca no está inmóvil.

Sigo tratando de recordar, ahora me enfrento a los trucos de la mente, y es que no sé si las imágenes que llegan a mi cabeza me pertenecen o si en algún momento me las apropie de algún primo. Igual, creo que no importa, están dentro mío y por lo tanto tomo posesión de ellas.

Unos guantes de boxeo, yo soy su oponente —¿o soy su pupilo y él mi entrenador?—, me dice que me cubra la cara, que nunca la descuide, y acto seguido, puñetazo en el estómago. Un tablero de ajedrez, estoy sentado en sus piernas, creo que las nuestras son las fichas blancas, no sé contra quién jugamos: “El caballo se mueve en L”, dice concentrado en la partida.

Trato de llamar más recuerdos, de sentirlo cerca, pero no lo logro, parece que eso es todo. Entonces, recurro a la memoria escrita por mi mamá, un diario que hizo para mi durante muchos años. Busco la fecha, busco su nombre, evito detalles trágicos, me enfoco en lo estrictamente cercano, él y yo, sólo eso, y entonces aparece lo que no recuerdo, o mejor dicho, aparece la explicación a su constante presencia en mi mente, en mi vida, con todo y los pocos momentos que logré arrebatarle al paso del tiempo: “me robaron a mi hermano, te quitaron el sincero cariño de alguien que por mucho tiempo te brindó el amor de tu padre ausente”. Me quedo paralizado.

Siempre busqué en aquel diario otro nombre, también ligado este a una especie de tragedia, no sangrienta, pero sí emocional. Siempre busqué en libros, periódicos e internet su nombre para admirar lo que hizo, mas no para explicar por qué lo siento tan cerca. Parece que ahora me debo conformar con esta especie de álbum de objetos, que es lo único que me queda. 

¿Por qué recuerdo más los objetos que a él mismo?

¿Cómo puede ser posible que me haya convertido en cómplice del olvido?

¿Ahora qué busco y en dónde?

Fin

Michel

Miguel Ángel Barajas, «Michel».

Yo

Yo. Foto tomada por Miguel Ángel Barjas, «Michel».

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