LA NOVIA

Ni en mis sueños ni despierto puedo alejar su imagen de mí. Aquella extremeña de ojos negros como la pena era la moza más guapa del pueblo. Todos en El Torno envidiaban mi suerte.

Yo no deseaba otra cosa que acabar cada día las faenas del campo para correr hasta la reja de mi novia donde pasaba las noches, bebiéndomela a besos. Así, hasta las madrugadas, íbamos tejiendo la historia de nuestros amores.

Pero Antonia sólo era un cuerpo y un rostro hermoso. Con el tiempo me aprendíde memoria su repertorio de conversaciones repetidas, monótonas. Invariablemente versaban sobre el pueblo, sus labores, las radionovelas que escuchaba, el campo, y, por supuesto, nuestro amor. Aquella reja se transformó para mí en un símbolo: no podía mirarla sin sentir que representaba el abismo de incomprensión que se interponía entre nosotros.

Una noche le confesé que lo nuestro se acabó. Y no volví a rondarla.

Me dijeron que había caído enferma de melancolía. Aunque no lo creí.

Hasta que una noche, quizá por nostalgia, mis pasos se encaminaron hacia su reja. La figura de un hombre se recortaba en la sombra, y muy cerca, pegada a la reja, ella hablaba y reía con esa risa que antes había sido sólopara mí.

Aquella noche la pasé en vela dolido en mi amor propio pues me pareció que la bella Antonia me había sustituido demasiado pronto.

Los días siguientes fueron de confusión y rabia. Por fin, tomé una resolución.

¡Antonia me había jurado amor y nadie sino yo podía rondarla!.

Esperé a que anocheciera. Me encaminé hacia su casa y silbé. Era nuestra contraseña. Las macetas de su ventana esparcían en el aire el perfume de las flores frescas de mayo.  

−¡Tú! ¿Cómo te atreves a venir ahora?

−Te amo, Y no he dejado de amarte. Eres muy ingrata por andar pelando la pava con… ese  otro.

−Ese otro me ama y está a punto de llegar. ¡Vete! ¡Vete por Dios!

Me acerqué cuanto pude a la reja y la abracé tan fuerte como pude. Lloré en su pecho, le juré que sería mía y no de otro, que nadie me robaría su cariño. Le hice mil promesas, le susurré mil requiebros a su belleza.

Al cabo de unas horas, la convencí.

 De nuevo reinaba en el corazón de la muchacha más bella del pueblo.

A las primeras noches de felicidad, siguieron las frases de siempre, declamación de las radionovelas, el mismo: “te quiero”, “¿me quieres?” Y, aprisionado entre aquellos amores poéticos, tristes y pálidos, llegó el hastío.  

Sin despedirme me fui a la capital. Deseaba cambiar de vida y en el pueblo no encontraba respuesta a mis inquietudes. Los años pasados en el seminario me valían ahora para preparar unas oposiciones.

Y, libre como el aire, apagué mis culpas en fiestas y excesos para olvidar el cascabeleo de mis remordimientos.

Con el trasiego de otras mujeres que pasaban por mi vida olvidé sus facciones y la reja. Intenté hasta olvidar su nombre, lo escondí en lo más recóndito de mis pensamientos, bajo la montaña de nombres de mujeres que barajadas, se iban aglomerando en mis recuerdos.

 Me enteré que había estado muy enferma. Luego, que ya se había consolado. Y, más tarde, que su antiguo pretendiente volvía a rondarla.

Al principio hasta me hizo gracia. Yo ya me había zafado de aquel yugo,  ahora tenía una vida más llena.

Hasta que un día escuché de boca de un amigo:

−Antonia se casa.

Me corroyó el estupor, los celos y la ira, y el deseo irrefrenable de comprobar que era mía, que sólo a mí debía amar porque me hizo mil juramentos. Toda la sangre se agolpó en mi cabeza.

La imaginé vestida de novia, mirar al otro con sus ojos negros, sonreírle,  amarle. Y no podía consentirlo.

−¿Cuándo es la boda? –pregunté aparentando indiferencia.

−Mañana, a las cinco de la tarde.

Eché una carcajada y, rojo por la ira, me despedí.

El tormento de su recuerdo me corroía. Deambulé por las calles, cerré el último bar, esperé en vano el nacimiento del nuevo día. ¿Sería posible que la amara tanto?  

−Juro que serás mía o de nadie –dije al llegar a casa.

Tomé el primer tren y me planté en el pueblo. Fui hacia la iglesia en el momento en que se acercaba Antonia del brazo de su padre, bella, pálida como un cirio. Sus hermanos le sostenía la cola del vestido blanco y Los niños de El Torno amenizaba el cortejo.

Seguí la ceremonia entre las sombras. Ella, de hinojos ante el sacerdote, dijo: ”Sí, quiero”. Miró hacia donde yo estaba y no sé si llegó a verme, lo cierto fue que, en ese momento, se desmayó.

Salí de allí frenético, loco, pensando si aquello no sería una pesadilla a causa del insomnio.

No sé cómo me vi merodeando su casa con una pistola en la mano, paseando arriba y abajo. Dentro se veía luz. Trepé por el balcón, bajé las escaleras en dirección al resplandor. Pensé que allí estaría ella, hermosa, sonriente, despojándose de su flamante traje de novia para entregarse a mi rival.

Creía escuchar el latido de mis sienes, y una palabra me martilleaba sin reposo: «Mátala». «Mátala».

En la casa se respiraba un silencio total, tanto, que me asusté del ruido y la cadencia de mis pasos que avanzaban entre las sombras. Aquella luz me atraía como si yo fuera una polilla. Caminaba sigiloso pero firme, acercándome a ella más y más…

 De repente observé que un brillo se colaba por la rendija de la puerta entreabierta. La abrí de golpe, pistola en mano y me precipité en la alcoba.

Me di de bruces con ella, No podía creerlo. La observé paralizado, tendida en la cama con su traje blanco de novia, las manos sobre el pecho, sola, rígida, Y rodeada de cuatro grandes cirios que chisporroteaban y chorreaban cera muy lento, muy lento, muy lento…

    FIN

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