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Creía que me habías abandonado.

Era muy de mañana cuando me despertó un trajín de idas y venidas, de susurros, de movimiento de muebles.

No me atrevía a salir del montón de mantas que cubrían mi cama.

Era mucha mi curiosidad por ver qué pasaba pero el frío y el miedo me dejaban tan quieta como una estatua.

Quizás todo fuese un sueño. Con quietud controlaría la angustia. Solo era cuestión de esperar. Esperar a despertar del sueño. A despertar.

La puerta se abrió y la mano de mi madre, sin contemplaciones, me hizo saber que “aquello” era real.

Me dio mis ropas y me hizo vestirme. Su mirada de piedra evitó mis protestas y las lágrimas, que se quedaron congeladas, a punto de nacer.

No entendía por qué tenía que ponerme esa ropa de domingo y los zapatos acharolados que me hacían daño y me dejaban los pies helados.

Hice un ademán para preguntar pero la mano de mi madre agarró bruscamente mi brazo y lo metió a empellones en la manga del abrigo.

De mi boca solo salió un ¡ay! que no fue escuchado a pesar de que me trepó del fondo de mis tripas.

¿Por qué mi madre no me quería?

¿Quizás porque estropeé su bonita figura?, como le oí decir varias veces.

¿Es ese motivo suficiente para no querer a una hija? A mi me parecía que no. Que tenía que haber algo más. Imaginaba mil historias cada una más trágica que la anterior.

Quizás yo no fuera realmente su hija y tuvo que hacerme pasar por suya para tapar algún desliz de mi padre que era muy mujeriego que quiere decir que le gustaban mucho las mujeres según interpretación de mi abuela Iris.

O tuvo un parto tan difícil que estuvo a punto de morir por mi culpa.

Pertenecía a un circo ambulante que me dejó en la puerta de casa cuando pasaba por allí.

Le había provocado alguna terrible enfermedad de la cual yo solo podía ver los movimientos repetitivos e incontrolados de sus manos.

Nací de una planta que le regaló papá y no tuvo más remedio que regarme. Mi verdadera madre era una bella pasiflora caerulea que tenía en el jardín.

Y así seguía de manera interminable. Llegó a convertirse en una prueba:

Cada día,

cada día,

cada día

inventaba una historia distinta. Las solía representar con dibujos.

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Hasta que apareció mi padre, al que solo conocía por foto,  papa_modificado.jpg y me llevó a vivir con él. A ella no volví a verla.

Mi padre me contó que estaba perseguida por la policía de Franco, que si me dejó en la plaza de San Gregorio fue para que pudiera salir de España, que finalmente la detuvieron y la fusilaron en la tapia del cementerio de La Almudena.

Lloré ríos por mi madre, por toda la tristeza y la rabia que siempre tuvo en su corazón, por no haber dejado nunca que la abrazara. Doy gracias  a mi padre porque, por fin, puedo amarla.

Es escritor y cuenta unas historias largas y dulces donde todo el mundo es feliz y se ama. No como las mías.

También es fotógrafo y me hizo esa foto el día que me recogió en la Plaza de San Gregorio.

Yo amo mucho a mi padre.

Y él, tan bien, me ama.

FIN

 

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