Una vez encontré una caja de termómetros de mi madre, tomé uno de ellos para medir mi temperatura y ver cuántos milímetros recorría el mercurio en el medidor. Como no hubo gran desplazamiento del metal, decidí que sería bueno ponerle temperatura… ¡con una vela! Finalmente el mercurio se movió, ¡explotó! Lo que para mí era un líquido de hermoso tono platinado, era el venenoso mercurio esparcido por todas partes. Cuando detecté las bolitas plateadas en el piso decidí juntarlas y una vez en contacto se unían. ¡Para mí eso era magia! Logré recoger una buena cantidad del mercurio regado en el piso, al moverlo causaba cosquillas en la mano, me gustaba investigar cómo iba tomando la forma del recipiente que lo albergara. Entonces decidí romper más termómetros, en poco tiempo tuve una bolita de mercurio con la que jugaba todas las tardes; hasta hoy me resulta milagroso que no se me ocurriera saborearlo, o de lo contrario hoy no les estaría contando esto.

  Mis andanzas siempre implicaban objetos rotos, lápices, tijeras, marcadores de colores, telas, cualquier cosa que pudiera dar vida a lo que vivía en mi mente. En la escuela se me daban muy bien las artes plásticas, pero por supuesto seguía ensayando experimentos de dudosa seguridad en mis ratos libres o estudiaba a mis vecinos subiéndome a los arboles y a techos de los cuales me caía estrepitosamente. Es inexplicable cómo sobreviví a caídas de más de dos metros de altitud. Recuerdo un episodio que creo fue el –casi– más “mortífero” de mi existencia, iba a treparme al techo escalando una ventana, coloqué mis manos en el tejado, las piernas en la ventana, la techumbre cedió y yo caí. Lo que creí que era una teja era en realidad un vidrio enorme que cayó partiéndose en mil pedazos que no lograron hacerme un sólo corte.

 Ese episodio me alejó de las alturas por algún tiempo, entonces decidí que debía investigar al ras de la tierra, pillé arañas que pululaban en paredes y huecos del patio. Metí a seis arañas en un frasco y a otras cinco en otro frasco. Se inició LA GUERRA, en cada frasco las arañas comenzaron a cazarse entre sí. Grandes a pequeñas, formándose dos feudos en un frasco y un único feudo en el otro. Así aprendí la ley del más fuerte. En el frasco con dos reinos en pocos días se sucedió la segunda batalla, ambas arañas ya se habían digerido a sus anteriores comidas y estaban asechando para encontrar la siguiente. Me pasé horas mirando cómo una de ellas, la más inteligente, armaba una trampa para la otra. En menos de dos horas tenía a la única vencedora del primer frasco, no era ni siquiera la más grande de ellas. Así aprendí la segunda ley: la del más inteligente. Cuando me quedé con dos finalistas tenía que ver cuál de las sobrevivientes ganaría mi mini “reality” casero. Intenté mudar a una al otro frasco y no lo lograba, en un error de cálculo moví mis improvisadas cárceles cayéndose una de ellas, intentando zafar trastabillé pisando un afilado hueso que me abrió la planta del pie, redonda caí al piso con trozos de frascos y bichos con sed de venganza o quizás estaban más aterrados que yo intentando escaparse de mi sadismo. De nuevo me salvé, no morí de picaduras venenosas, ni de tétanos, ni de cortes profundos, estaba empezando a creer que era invencible.

 Con el tiempo fui centrándome más en expresar mi interior a través de pinturas o cualquier soporte que me permitiera plasmar mis visiones. Era hábil en el uso de la trincheta, la regla y pegamentos. Decidí que sería interesante seguir una carrera que me permitiera expresarme manualmente. Finalmente me decanté por estudiar diseño gráfico, en una de las cátedras nos enseñaron una técnica denominada ‘Falso vitraux’. La consigna era dibujar líneas circulares siguiendo el ritmo particular de la mano. Así fui dando trazos con el lápiz sin mucha consciencia, alumnos nos detuvimos luego de dos minutos y la instructora pidió que encontrásemos en esas mismas líneas un dibujo que se haya formado inconscientemente: un diseño que nos llamara la atención. En el centro encontré líneas que intuían una figura muy particular, marqué con un trazo más oscuro el contorno de esas líneas, fue así que conseguí la plantilla para lo que sería mi falso vitral, calqué ese dibujo en una plancha de vidrio y con una pasta negra le di relieve, para luego pincelar con pintura especial sobre el cristal dando un aspecto de color y transparencias a la vez. Finalmente tuve un cuadro de 50cm. por 30cm. de una figura que recordaba a niño en un vientre materno, el bebé tenía colores azul y naranja, rodeado de lo que podría ser una placenta en color rojo brillante.

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El resultado fue muy llamativo para mi profesora que me pidió comprar la pieza por buen dinero. Por alguna razón le dije que no estaba interesada en vender mi primer cuadro.

 Era un 5 de diciembre cualquiera en mi vida, fui a mi casa, busqué a mi madre para entregarle mi trabajo de clase, ella se quedó pasmada. Rodaron lágrimas por su rostro, tomó aire para contarme que un día, 5 de diciembre, pero de muchos años atrás ella había tenido un mortinato. Ella nunca me había contado de un hermano fallecido, pero él sí se había manifestado en muchas ocasiones, sólo que no podía percatarme de que siempre estuvo para mí, jugando conmigo en lo que yo creí era mi soledad o protegiéndome de termómetros estallando en miles de pedazos, caídas peligrosas, arañas vengativas o cristales rotos volando de techos. Esta vez mi hermano no volvió para protegerme de peligros, volvió para acunarnos a mi mamá y a mí en el preciso momento en que yo me enteraba de que la vida no se pierde, se transforma como arte y por sobre todo que la memoria genética no olvida

(Historia real)

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