—¿Sabes? Esperan el día de mi muerte, cual golondrinas a la primavera —me dice Benedicto Luminaris, mientras se rasca la arrugada barbilla, producto de los años y la desidia de los suyos—. ¿Quién lo iba a decir? Hasta el noventa y ocho, formábamos la familia perfecta. Mis hijos venían prácticamente todos los días. Los domingos, eran sagrados y la mesa navideña era una tradición envidiable. Recuerdo a mi mujer corretear detrás de los nietos, era prácticamente como la niñera, ja, ja, ja. Pero ella no se quejaba, aunque por la noche terminase agotada, no… nunca se quejaba.

Benedicto habla lento y pausado, silabeando las palabras. Es, creo, lo que le permiten sus ochenta y cuatro años. No tiene prisa alguna en terminar su historia; total, dice que a ninguna parte irá.

Le miro sentado en su mecedora de madera antigua, y me recuerda a mi padre. Él ya era bastante anciano cuando lo dejé allá en Senegal. Le prometí que volvería antes de que sus ojos se le nublaran y dejara de ver el sol. No pudo ser. Mi baba, como lo llamábamos sus hijos, el día de mi partida sonrió; solía hacerlo con frecuencia, y dejó ver el único par de dientes que le quedaban. No es que no se los hubiera cuidado, todo lo contrario. Su blanca dentadura fue muy preciada por el jefe de la guerrilla y este mandó a que se los arrancaran sin piedad para vendérselo a los traficantes. Aunque no lo creáis, los hombres somos capaces de grandes atrocidades, hacemos cosas sin pensar a quién, ni por qué, pero lastimamos.

—Cuando mi Dona cayó enferma —continúa— , nuestros hijos decidieron contratar a una persona para que cuidara de los niños. Yo aún era fuerte, así que me ocupé yo solo de ella —Beni agacha la cabeza cuando lo piensa—. Les quité el deber de apoyar a su madre. Primero venían los fines de semana, hasta que terminaron espaciando las visitas. ¡Ah, mi dulce Dona!

Suspira y trata de secarse las lágrimas con sus temblorosas manos, pero no consigue que el pañuelo llegue hasta donde corren los ríos de pena que mojan el rostro y alivian un poquito el dolor que cargamos en el alma. Yo también lloro, lloro porque sé que mi baba murió, esperando verme llegar triunfante, de vuelta de tierras lejanas.

—Déjeme ayudarle, —le digo; suelta el pañuelo al aire y este cae sobre la colorida manta de cuadros que le cubren las piernas del frío. 

Seco sus lágrimas, al igual que en mis sueños enjugo las de mi baba. Él también sufrió la ausencia del hijo que fue niño, pero que al convertirse en hombre cambió el afecto por un cuarto de libra y un traje de pana.

Siento su tonta caricia; el temblor en sus dedos me indica que ha visto mi pena, y en su amarga soledad quiere consolar mi corazón herido.

—¿Qué haces, mi viejo? —pregunto, ahogando mi llanto.

—A mí no me llames viejo, puede que tú. Yo todavía tengo cuerpo para mucho —dice, y los dos nos reímos de la suerte que nos ha unido.

—Hoy viene el niño Rigoberto, vamos a practicar las señas —le digo, y él se coloca bien en la silla y repite.

—Ceja izquierda levantado, círculos en el pecho significa…

—¿Cómo te encuentras?

—Si me rasco la cabeza y miro a lo lejos…

—No has oído —le recuerdo. Un truco que venimos practicando hace ya varios meses.

Así, cada fin de mes, cuando viene el mayor de sus hijos, intentamos que el señor Rigoberto se quede más tiempo para que Beni disfrute de su compañía. Y él, por lo menos, le dirija algunas palabras a su padre. El señor Rigoberto es un hombre culto, no es de hablar alto, tampoco le gusta repetir lo que dice. Porque al ir Beni perdiendo audición, el señor Rigoberto dejó de hablar a su padre.

Suena el timbre. Mientras el asistente, un rumano que sólo habla inglés, abre la puerta, ayudo a Beni a estar presentable.

Le peino el pelo blanco y sedoso con mis dedos de ébano y le coloco bien la corbata  azul índigo que me ha pedido que le ponga hoy.

El niño, como llama al mayor de sus hijos y el único que ronda con contada frecuencia a su padre, llega vestido de Armani. Me dedica un afectuoso saludo. Luego se dirige a su padre y le da un beso en la frente.

Me encanta ver feliz a Beni, y él está muy agradecido por eso.

—¿Sabes, papá?, he hablado con Anetta. Se viene para Italia con los niños, estarán unos días por aquí; dice que pasará a verte.

Beni sonríe un poco perdido. Al ver la cara de desconcierto del «niño Rigoberto» me acerco a Beni y le digo en voz alta:

—¿Ves, mi viejito? ¡Por fin se viene la pequeña! —trato de salvar la situación, pero el patrón me pregunta si a su padre le pasa algo, ya que le ha dado una noticia que para él se suponía que sería importante, pero ha reaccionado con prácticamente total indiferencia.

—Puede que tenga los audífonos bajos —me dice—, ajústaselos un poco más. Le he dicho a mi hermana que papá estaba mucho mejor. Anetta es una mujer muy especial, no soporta ver a nuestro padre en ese estado tan… decadente —dice, ajustándose la corbata, y a mí se me estruja el estómago. 

Por suerte, Beni me ha entendido y suelta una carcajada, diciendo:

—¡No estaba seguro de haber oído bien, pero ahora sí que lo estoy; no moriré sin volver a ver a mi niña! —me dice y me da una palmadita en el hombro con su mano temblorosa. El párkinson se le acentúa aún más cuando sufre alguna emoción.

—¡Thiama, ve, ve y trae un Frangelico! —dice Beni, y el niño Rigoberto sonríe, sonríe por primera vez en estos tres años que llevo cuidando de su padre.

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