Pues nada, que mi queridísima tía Consuelo, deambula de la cocina de esa casa a la que antaño fuera su recámara y hoy funciona como oficina de mi hermana a la cocina, sus pequeños y no por ello menos ágiles pasos se escuchan debido a la andadera de cuatro patas que solía utilizar para sus cortos traslados. A mi hermana Ludmila Leodegarda le molesta mucho que yo les cuente a mis sobrinos sobre la presencia de la Tía Consuelo porque además sus maestras no paran de decir que han visto o escuchado situaciones extrañas ahí. ¡En fin! El caso es que sentado a la mesa de la que otrora fuera mi cocina, de buenas a primeras la tuve frente a mi con su taza de café, latita de leche Nestlé condensada y un panquecito bañado con miel y chochitos de dulce blancos (Garibaldi), sucede que le dio por contarme sobre su familia, sus, todos difuntos, abuelos, padres y trece hermanos, una de las cuales fue mi abuelita, María Magdalena, a quien no tuve el gusto de conocer pues falleció cuando mi madre recién había cumplido los once años de edad y escasamente tres meses después de que, ella y mi abuelito Dominique, medio terminaron de construir y habitar su casa . Comenzó por platicarme que excepción hecha de ella y mi abuelita, que nacieron en el Estado de Puebla, todos sus hermanos tuvieron a bien hacerlo en diferentes estados de la República Mexicana con escasos uno o dos años de diferencia ¿Se imaginan ustedes lo que serían aquellos traslados con semejante prole, menaje de casa y con la esposa embarazada a finales del siglo XIX y principios del XX cuando en muchas partes ni siquiera carreteras había y eran caminos de terracería? ¡Ufff! Vaya espíritu y temple el de aquellas personas. Pero… ¿A qué se debió semejante situación? ¡Bien! Sucede que mi bisabuelo, quien pidió a mi bisabuelita desde la cuna y se casó con ella teniendo él 33 años de edad y ella escasamente 15 ó 16, era un conocido forajido más perseguido que el tristemente célebre “Chapo Guzmán” ¡No! No es cierto, esto fue un pequeño chascarrillo frente al cuál no me pude resistir, la verdad es que era un funcionario de correos que tenía como misión instalar y supervisar oficinas de correos por todo el país y por tanto debía cambiar de plaza constantemente. Luego salió a colación una vieja historia que no he podido encontrar en libros pero que me habían enseñado en la primaria referente al día en que “El Pípila”, cubierto por una pesada loza amarrada a su espalda incendió el gran portón de la Alhóndiga de Granaditas, aquél centro de acaparamiento de alimentos y poder en Guanajuato, Guanajuato consiguiendo abrirla para toda la bola de rebeldes y un español, que era mi chozno, quedó colgado en el portón, atorado contra la pared, mientras el infierno al interior se desarrollaba y que a causa de ello, cuando por fin pudo él bajar de su escondite, tuvieron que cortare todos los dedos de ambas manos a causa de la gangrena. También me platicó de las diabluras que junto con mi abuelita organizaba en la enorme habitación en donde dormían todas las niñas y mi tía Lupe, quien años antes que ella también Falleció en mi antigua casa, le gritaba a mi bisabuelo pidiendo orden, quien desde su cuarto les contestaba en voz alta: “Estense quietas, ahí voy, ahí voy”, pero nunca llegaba y el día que por fin lo hizo, en tono muy severo, les dijo sacando su enorme pañuelo y agitándolo con aspavientos mientras ellas continuaban con su guerra de almohadazos y su circo aéreo por encima de todas las camas: “Ahora si les voy a dar una como la que nunca les he dado”. Se me parte el alma ante semejante ternura. Igualmente me habló de cuando tuvieron que vender una casa y se enteraron de que los nuevos propietarios se hicieron ricos merced a que encontraron escondidos entre sus vigas, los ahorros de toda la vida de mi bisabuelo, en centenarios de oro. Lo que nunca me dijo, y supe después por diversas fuentes, fue que debido a su mal carácter, la rechazaron de un convento de monjas del Sagrado Corazón de Jesús en los Ángeles, California, tampoco que a mi pobre abuelita la corrieron de un colegio de esas mismas monjas por haber tenido la osadía de llevar una muñeca desnuda al mismo. Sí me platicó, en cambio, de la vez que mi mamá, a la edad de cinco o seis años, andaba caminando por encima de la barda que separaba al Colegio Francés, entonces ubicado en las calles de Pino, en Santa María la Ribera, del Museo del Chopo y que para que la madre superiora, que por ahí merodeaba en ese momento, no la cachara, se le ocurrió brincar a los jardines de dicho museo y que el portero del colegio se quedó muy sorprendido cuando un policía la fue a entregar a su escuela toda raspada, sucia y con el uniforme de algodón muy maltrecho. ¡Imagínense! Aquellos uniformes eran la quinta esencia de la distinción y categoría, no por nada esas niñas popis eran conocidas como “Las Yeguas Finas del Francés” en alusión burlona, algo envidiosa, al nombre de su colegio: École Francaise pour Jeunes Filles. Esa pequeña diablura le costó mi pobre madre que el día de reyes descubriera como único regalo un trozo de carbón, castigo que incluso a mi tía, que fue conocida en esa escuela como la Señorita “Malabad”, porque se atrevió a reprobar todo un ciclo escolar a Beatriz Alemán, hija del entonces presidente Miguel Alemán Valdés pese a las prepotentes amenazas de su altiva señora esposa en el sentido de hacer clausurar la escuela por impartir en ella la religión católica, le pareció excesivo. Llena de historia, e historias, se desvaneció de buenas a primeras, tal vez por falta de un poco de espacio para ella, espero volver a verla pronto. Fin
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