Con paso decidido, un hombre cruzó la plaza principal de la ciudad y se detuvo junto a un local cerrado, adornado con una placa donde podía leerse: «Estudio fotográfico». Tras abrir con esfuerzo la puerta destartalada y sombría, encendió el interruptor y miró a su alrededor: objetos desportillados, papeles amarillentos y sucios acumulados en desorden, esquirlas de madera vieja, caídas de los muebles, como si fueran los restos de una batalla perdida contra el paso del tiempo. Al entrar hubiera querido escuchar el bullicio de la clientela y los ecos de la voz de su padre, que regentó ese negocio tantos años, pero no había nada; solo una bruma silente que parecía revestir todos sus rincones y que le ensordecía. Sus ojos se nublaron. Esa quietud le había revuelto las entrañas.

Al final del pasillo había un aparador con los cajones abiertos, algunos caídos en el suelo, donde mostraban su contenido, una masa informe grisácea y espesa. Se acercó y distinguió varias fotografías de clientes, que nunca fueron a recogerlas, pese a que se pagaban por adelantado. Se agachó y cogió una. «¿Cómo se llamaba esta señora?», se preguntó; vio que en su reverso figuraba su nombre, Lucía, y unas cuantas líneas de la caligrafía de su padre, casi ininteligibles, junto a una fecha del año 1947. En el libro garabateado de su memoria tenía un esbozo de su historia: una joven viuda, con una niña pequeña a su cargo, que, según supo después, había decidido casarse, a su pesar, con un terrateniente de la zona y se marchó a vivir a Madrid.

El sonido del teléfono le apartó de sus cavilaciones. Era el tipo de la inmobiliaria avisándole de que no podía ir hasta las doce. Todavía tenía tiempo para ver qué llevarse del estudio recientemente heredado, antes de ponerlo en venta. Continuó con otra habitación y sus ojos se detuvieron en un taburete desgastado por los incontables usos, por las innumerables esperanzas reflejadas en rostros forzados y amables, por los infinitos sueños en medias sonrisas y leves parpadeos… Entonces, sus pensamientos, como una melodía de imágenes y diálogos nítidos, le transportaron a esa tarde del ayer en la que, como aprendiz del oficio de fotógrafo, pasaba los veranos en el estudio de su padre:

―Por favor, Lucía, siéntese aquí.

Mientras su padre se retiró un instante, el niño la miró, a través de una elegante cámara de fuelle confeccionada de baquelita negra: parecía una artista del celuloide, con su peinado ondulado como Verónica Lake, ceñida en su traje negro de terciopelo y sus zapatos de charol, destellando vida a pesar de estar rodeada de esa atmósfera asfixiante y provinciana. Su padre le había dado un resguardo con la fecha en la que podía recoger la fotografía. Lucía se acercó y alejó el papel varias veces hasta que sacó de su bolso jaspeado unas gafas de voluminosos cristales con las que pudo, por fin, leerlo. Seguidamente, siempre a través del objetivo de la cámara, apreció como, con cierto rubor, se quitó las gafas con un rápido movimiento y después miró, sin ver, hacia un punto determinado que le había dicho su padre. Luego, al día siguiente, casualmente volvió a verla en una de las calles más transitadas de la ciudad, donde pese a que casi se chocaron, Lucía no le saludó porque, sencillamente, no le vio. Era como si fuera por la vida mirando sin ver; como si fuera mejor soñar y quitarse sus lentes que ver con nitidez toda esa realidad a la que tenía que enfrentarse.

―¡Niño, quítate de aquí! ―le apremió el padre, dándole un pescozón, para que soltase la cámara―. Uno, dos , tres, …ya está, Lucía, ha quedado perfecta ―dijo después.

 

Miró el reloj. Pese a ser casi las once y media, solo la tenue luz de la bombilla iluminaba, temblorosa, el desvencijado despacho. Decidió entonces correr las cortinas y abrir el ventanal para que entrase el viento y removiera todo ese aire cargado de nostalgia. Volvió a contemplar a plena luz del día la foto de Lucía y a examinar, de nuevo, en el reverso, esas líneas borrosas, escritas por su padre. Descubrió que era una dirección y un número de teléfono de Madrid. Impulsivamente, decidió llamar y preguntar por Lucía. Tras unos instantes en silencio, sonó un suspiro adherido a una respuesta: «Soy su hija. Ella falleció hace muchos años. ¿Quién pregunta por ella?».

Días después, como una brisa de primavera que remueve el polvo ,lo expande y revive, el correo depositó la fotografía en el buzón de la hija. Es el único retrato que conserva de su madre joven, que no se perdió, como el resto, en la mudanza a Madrid. A su hija le gusta pensar que permaneció escondida, todos esos años, mirando, sin ver, esos objetos desportillados, papeles amarillentos y sucios y esquirlas de madera, hasta que resucitó de las profundidades de un viejo y astillado cajón de artista.

***

Lucía se despertó intranquila. Todavía la oscuridad, como un manto azulado y vaporoso, cubría su humilde habitación. Había tenido un extraño sueño en relación a la fotografía que tenía que recoger precisamente ese día, antes de irse a Madrid. Se levantó despacio del lecho, se puso sus gafas y abrió la balconada con la secreta intención de despedirse de los campos cubiertos por los álamos dormidos. Apoyó sus manos en la balaustrada y contempló cómo el horizonte comenzaba a cubrirse de tonos anaranjados; cerró los ojos y respiró hondo, rodeada de esa belleza que le aturdía, de ese peso de la vida que apenas era capaz de desentrañar. Sabía que toda existencia está formada de elecciones y renuncias, pero nadie impediría que en sus sueños permaneciera ese paisaje, esa época que dejaba atrás, y en ellos siempre sería libre.

«¿Y si fuera verdad? ¿Y si no recogiera la fotografía?», pensó. Y en esa mañana, después de mucho tiempo, Lucía volvió a sonreír.

FIN

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