El penúltimo chascarrillo con los Txuminos Imberbes (grupo jerezano, icono del “Punk Cuchufleta”) fue en un escenario tan poco rocanrolero como es la sala de duelos de un tanatorio. Juan, compañero sentimental de mi madre durante 25 años, había fallecido. Yo me encontraba en ese estado en el que simplemente estaba por estar, después de pasar bastantes horas haciendo flashbacks mentales de las historias vividas con el compañero que se había ido cuando de repente, como si una portada de Los Ramones cobrase vida, aparecieron los cinco ‘txuminos’.
Habían venido para consolar a la Nani, mi madre, y entonces mis lágrimas cambiaron el sabor de la amargura tornándose dulces de emoción; lágrimas entrañables que definen, de alguna forma, el orgullo de tener una relación que trasciende a lo amistoso, incluso a lo familiar.
No en vano, Pitonio, el cantante, mantiene una relación epistolar con mi madre. Cuando ella recibió la última carta, a pocas semanas de la muerte de Juan, me llamó emocionada. Entre lágrimas y carcajadas intentó leerme un par de folios que contenía perlas como esta:
«…Recuerdo una de las primeras veces que estuve en tu palacete de Pablo Neruda. Me estaba duchando, y en ésas que apareció Roberto y alivió su vientre mientras yo estaba bajo el agua. En ese momento descubrí la confianza que dabais a los invitados. Cuando dos personas comparten el acto de cagar y ducharte en pocos metros cuadrados es que perteneces a su círculo íntimo….»
Cuando conocí a Pito (en Cuevas del Valle, bonito pueblo de la sierra de Gredos), éste me resultó entrañable a primera vista: bajito, ojos grandes y redondos, unas cejas que acompañan el ritmo de su conversación, una porra contundente, un tanto “milikiana», y una sonrisa infinita, eterna. Lo que no logro entender es cómo un corazón tan grande puede entrar en ese cuerpecito de arroba y media. El nabo no llegué a testearlo, pero a los pocos años supe de la eficacia de sus lefadas, ya que rápidamente dejó cambril a su primera novia, y a cuyo hijo le puso mi nombre.
Ese año conocí a los hermanos, “El Muelle” y “El Rubio”, también en Cuevas. Eran como Zipi y Zape, pero punkis. Juanma, «El Rubio», me llamó más la atención. Tenía pintas de psicobilly y una sonrisa continua, siempre presente. Unos ojos azules claros por el centro y de color rosado el resto, debido a que fumaba canutos como si no hubiera un mañana, y no hablaba. Solía contestar con monosílabos: «jim» (afirmación), «ein?» (duda). Recuerdo que, a los dos años de este primer encuentro (sus excursiones a Cuevas y Vallekas se convirtieron en una sana costumbre en los años siguientes) una baza El Rubio dijo algo así como «Quiero un quinto, pisha» y hubo bastante guasa con eso: «¡Hostias! ¡Qué el Rubio ha dicho cuatro palabras seguidas!».
El Muelle, en cambio, era de diálogo vivo. Siempre tenía un chascarrillo que contar, y una especie de magnetismo que te daban ganas de abrazarle. Físicamente no se parece nada a su plas. Si aquel tenía los ojos coloraos del fumeque, al Muelle, con la moca, se le solían caer los párpados a mitad de la noche y así aguantaba hasta la tarde del día siguiente. Incontables han sido los mocarrales de calidad que me he pillado con él. Muelle es todo amor. El punki más entrañable más allá de Jerez de la Frontera, y de cualquier frontera.
Al año siguiente de conocerles, y con los Txuminos Imberbes funcionando como grupo apenas unos meses, decidí organizarles un concierto en Vallekas en un tugurio cuya clientela estaba formada por supervivientes de la heroína, rockeros bohemios y perdedores en general, y regentado por un personaje que se autodenominaba «el indio».
Clavado al indio norteamericano conocido como “Jerónimo”, tenía el pelo grasiento como untado con manteca, halitosis de tabaco negro, dentadura completa pero amarillenta tirando a color mostaza y voz rota. Los 30 privilegiados que presenciaron ese concierto nunca podrán olvidarlo. Al principio tocamos el grupo que significó mi desvirgue en el mundo del rock: Los impresentables. Éramos malos de cojones, pero la gente no se fue y quedamos muy contentos ya que conseguir terminar las canciones era toda una hazaña.
Cuando salieron los Txuminos a escena, no daba crédito. El Rubio aporreaba sin compasión el timbal aéreo y lo que él llamaba «el goliá», que no es otra cosa que el timbal grande que se coloca al lado del bombo. De vez en cuando tocaba la caja, pero el caso es que de ahí salía un «tum-pa-tumpa-tumpa» en bucle que era letal; entre tanto el Muelle destrozaba su guitarra de saldo sin compasión y el Pito berreaba con gracia, intentando seguir a Mamé, el bajista, que era el único que sabía tocar.
En una de sus habituales visitas, años después, quedamos a comer con mi padre en casa de mi hermano Franchu, que tenía una guitarra jackson-de-heavy-con-venas-super-metal que ocasionalmente conectaba para hacer el cafre, lo que hacía que alguno de sus vecinos se plantease seriamente cambiar de ciudad, o incluso de país. Tras una demostración de riffs indescriptibles por parte de mi plas, El Muelle pilló la guitarra y se cantó Canción de amor a una militante de la Falange entre otras joyas. Mi padre flipaba.
Por lo general, si un roquerillo se pone a tocar la guitarra y hay otro roquerillo que es el batería del grupo del primer roquerillo, éste se busca la vida para hacer algo de percusión y acompañarle. El Rubio sin embargo, se dedicó a pasarle los porros a mi padre. Fue de las últimas veces que le vi reírse tanto, ya que al año siguiente falleció.
El caso es que cuando cayó enfermo también estaban los Hermanos Txuminos conmigo, como si los 620 kilómetros que separan Jerez de Vallekas se pudieran hacer tomando el metro y recorriendo sólo un par de paradas; una especie de magia que les hace aparecer cuando les necesitas, que te engancha, te abraza y te cuida para siempre.
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