Desde el balconcillo miraba llegar los camiones cargados de hombres a medianoche. Eran tipos desgonzados que caminaban como patizambos al bajar del vehículo, y que se perdían subrepticiamente al adentrarse a la Audiencia por una puerta lateral. Empinada de puntillas, ella los veía más tarde salir a un patio bañado con una luz oceánica de luna, desnudos de cintura para arriba, con una toalla desmayada en sus hombros, acercándose hasta la pila para que el agua fría los despertara; se daban guantazos en la cara con fruición y había quien se amarraba al mármol del lavadero y se iba lentamente arrodillando como un Cristo azotado, y empezaba a llorar sin contenerse, emitiendo aullidos espeluznantes, y entonces llegaban apresurados los guardias y agarraban a estos hombres endebles de los brazos espigados, hasta que las lamentaciones iban apagándose y volvía a imperar de nuevo el silencio.
Su madre le renegaba sigilosamente: «No te asomes más; no se vaya a pensar la señorita que estás espiando». Pero la muchacha aguardaba cada noche a vislumbrar a su padre de entre todos aquellos hombres esposados que bajaban desorientados del camión. Volvió a la cama y trató de dormir, pero el tremolante sonido del motor que arrancaba de nuevo, en una madrugada de principios de la primavera del año mil novecientos treinta y nueve, le hizo rebullir en el colchón y apresurarse al balconcillo. Guipó las enjutas figuras que iban tambaleándose; algunos hombres caían al suelo definitivamente y se quedaban allí a esperas de que semanas después alguien retirase los cuerpos casi cadavéricos. Ella enfocaba los ojos a ver si de entre todos los presos uno era su padre. De todos modos, que su padre estuviera subiendo a ese camión no le garantizaba volver a verle, porque a aquellos desharrapados se los llevaban a lo alto de la ciudad, los colocaban pegados a un muro y les terminaban de quebrar los huesos con los balazos.
Ella regresó al camastro y su madre la volvió a increpar: «¡Te tengo dicho que no te empines más, que a ver si a los señoritos les va a dar por pensar que tienen una husmeadora en casa». En ese momento llamaron a la puerta tan quedamente que parecía que los nudillos que habían golpeado la madera eran de un esqueleto. Entre las sombras del rellano se erigía una figura estilizada. A su padre consiguieron darle un aval para que fuera a la ciudad a recoger a su hija y a su mujer a la casa donde servían para marcharse cuanto antes de allí y regresar al pueblo. Los tres se abrazaron y se escucharon los latidos. Él pegó sus palmas sobre las carnes pajizas de su hija para transmitirles el calor de los bolsillos. Seguían sin decirse palabra. Su padre se sentó en un taburete, algo cansado; se quitó la gorra y sacó algo de la caja de los mistos. «Veo que el pito no te lo dejas», susurró su mujer mientras se borraba las lágrimas con sus yemas. Pero él no sacó cerillas; en la cajetilla brillaron dos pajaritas de plata. «Te las traje de la guerra, María», le dijo a su hija. La muchacha puso la boca en forma de o y su madre se las colocó grácilmente en el cuello del pijama. «Nos despertaron los disparos en medio de un secarral de madrugada, y antes de coger la carabina vi brillar estas dos perlas en el bancal ante tanta oscuridad. Las cogí y me las guardé para ti. Yo creo que son bonitas».
***
Son las mismas pajaritas que veo ahora en el retrato de mi abuela el día de su boda colgado en la pared. «Cuando tiramos la vieja casa las perdí, y anda que no me dio sentimiento. Mi padre las llevó ahí encasquetadas con los mistos los tres años que estuvo en la guerra». Ella, mi abuela, me habla mientras se confunden sus orondas ropas con las enaguas de la mesa camilla. Ya no es aquella niña fláccida que se asomaba al balconcillo en la madrugada buscando a su padre entre todos aquellos hombres que se acercaban a la pila del patio lúgubremente, unos más adelantados, otros más atrasados, cayéndose, arrastrándose, con las toallas en derredor del cuello como culebras. «Me acuerdo de que a uno lo mataron en el patio. Lo pidió él mismo. ¡Arrancadme de la vida, por mi Cristo, por mi Cristo bendito, arrancadme de la vida ya!, gritaba el pobre. Se pusieron por lo menos diez escopeteros a unos pocos pasos de él y le reventaron con la metralla. Entonces comíamos poco o nada, pero yo estuve lo menos tres días sin catar bocado».
Como si mi abuela no fuera consciente de que todas estas cosas se las está contando a alguien que nunca ha visto a nadie morir frente a él, así, de esa manera tan sangrienta y todopoderosa, ella narra su infancia tranquilamente después de ochenta y tantos años, recostada en la poltrona donde solía sentarse su padre cuando ella ya estaba casada y venía a visitarla, y se sacaba la caja de mistos y se encendía un liado. «A mí me daba el olor de su cigarro sin yo verle, y me decía para mí: Ya viene por ahí mi padre. Él no fumaba. Besaba el pitillo pero no se tragaba el humo». Está mirando de nuevo su retrato de boda. «¿Dónde habré puesto yo aquellas pajaritas de mi padre?». Ella sigue anclada en su memoria. La foto sufre el desvaído del tiempo, se ensombrece ahora por el perentorio anochecer de diciembre, pero ahí están las dos perlas colgadas en sus solapas, iluminando todavía de plata el sepia borroso. La sombra de algún vecino ha pasado cerca de la ventana. Mi abuela eleva un poco su cabeza y la gira, como las jirafas, con un cierto carácter husmeador y pueblerino. Al acecho.
Imagen: Robert Capa, 1936
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