Tengo la suerte de venir de una estirpe de mujeres tierra nacidas en Villena, un pueblo del interior de Alicante, donde la escarcha tiñe los olivos en invierno y donde los veranos agrietan los campos de alfalfa y trigo. Las mujeres tierra hacen nacer vida allí donde estén ellas, son aquellas que a pesar de las inclemencias del tiempo son fuertes y saben darse para los suyos.
De la primera mujer que tengo constancia en mi historia familiar es de mi bisabuela, conocida como Teresa “La Coja”. A pesar de su cojera, o quizá gracias a ella, Teresa no tuvo problema en encontrar marido, uno forastero. Venía de Denia, la conoció y dejó su clima suave y su mar salada para quedarse junto a ella. Dicen quienes lo recuerdan que aquel hombre tenía un don especial y que podía sanar a quien tocaba. Los hombres de mi familia han sido hombres labriegos, aquellos que saben de cosechas, surcos, lluvias y siembras.
Paco se llamó aquel hombre labriego, le dio un hijo y dos hijas. Poco más pudo hacer porque murió joven, no sé la causa. Tampoco se sabe, al menos nadie me ha contado, cuánto sufrió aquella mujer que tenía que salir adelante, el sufrimiento queda para dentro de una, lo único que enseñaba era el luto en las ropas pero el dolor de la ausencia pesa hasta la muerte. Intuyo que algo de los orígenes de la misma tierra la hizo seguir adelante y conoció a otro hombre, Juan, para volverse a casar y seguir dando vida.
Tuvo una hija con él, yo la conocí como “La chacha del campo”. Es curioso cómo los nombres quedan tapados y olvidados bajo esos sobrenombres infantiles. Mi imaginación me lleva a pensar el nombre con el que me conocerán los nietos de mis sobrinos, si la neblina del olvido no me borra.
Cuando Teresa estaba ya tranquila pensando en hacerse vieja con Juan tuvo la desgracia de volver a enviudar. Los que conocemos del dolor sabemos que cuando tenemos la oportunidad de compartirlo y lo reconocemos en el otro se establecen unos vínculos fuertes y profundos, sobre todo cuando el dolor viene, como en este caso, de la otra cara del amor que supone la pérdida del ser amado. Se refugió entonces Teresa en su cuñado Joaquín, que también era viudo.
Edades similares, circunstancias similares, él también tenía hijos adultos, como ella. Y sí, Teresa se enamoró por tercera vez. A esas alturas de la vida cuando uno alcanza algo parecido a la verdad, donde no hay expectativas sino realidades, el uno abrazó la vida del otro para hacerse las cargas algo más livianas. Es así como ese hombre labriego, conocedor de la tierra y de injertos, acarició a esa mujer y a su dolor en tiempos de guerra.
Ese dolor que se incrementó con la pérdida de su hijo Paco y la situación nada halagüeña en la que quedó su nuera Iluminada, ahora viuda y con tres hijos.
Joaquín actuó también de abuelo, para esos nietos que no eran los suyos. Reconoció a otra mujer tierra en Ilumidada, que también abrazó su dolor para ella, como abrazamos el dolor las mujeres de mi familia y, apenas sí lo mostró en sus ropas oscuras que la acompañaron hasta que su cabello se tiñó de gris. Iluminada aprendió a engañar el hambre con sopas acuosas listas para que el pan duro se bañase en ellas. La ayuda de Joaquín que hacía de abuelo fue muy importante. Tengo la sospecha que ese hombre que conocía bien la ciencia del injerto, adivinó que Iluminada podía necesitar las manos expertas de otro hombre labriego, su hijo Joaquín, que también había perdido a Milagros, su esposa, y que tenía un par de hijos. Eran dos ramas que podían agarrar bien y medió de alguna manera para que se produjera un acercamiento entre ambos.
Sé bien que la de Iluminada y Joaquín hijo no parece una historia de amor, sino más bien algo que surgió fruto de la necesidad, pero lo cierto es que esta pareja que rondaba los cuarenta años se volvió a casar. Las dos familias comenzaron a vivir como una sola, pero ¿cómo hicieron para que la nueva rama agarrase? No debió de ser sencillo, pero Iluminada sabía que la sangre hace sangre, y no le importó poner en juego su salud (es lo que tienen las mujeres tierra), y después de varios abortos, cuando contaba con 46 años, dio a luz a un niño que hizo de todas esas sangres una sola. Una sola sangre, una sola savia. El hermano de todos los hermanos.
No sé, no estuve allí, pero a pesar de que aquella unión pudiese parecer una unión de conveniencia, se me ha transmitido como una historia de amor. No sé si del amor de Joaquín padre a Teresa, o del de Iluminada a Joaquín hijo, o del amor a los hijos, o simplemente a la misma vida que a veces nos lo pone tan difícil. Porque las mujeres de mi familia fueron mujeres tierra y los hombres, agricultores, conocedores del arado y de los surcos, de los riegos y de la siembra y sobre todo de injertos. Puede que ésta sea la clave que ha hecho que lo que un día fueron ramas ahora sean las raíces de este nuevo árbol, fuerte y unido. Un árbol que encarna mucho sufrimiento pero sobre todo mucho amor vivido. En sus ramas, nuevos frutos y muchos nombres repetidos: Iluminadas, Pacos, Teresas, Joaquines y Milagros.
El legado sigue vivo.
FIN
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