Miradas en sepia

Nunca fuí brillante en el cole, ni mi inteligencia ha sido de nota. La mirada me delataba desde chico, avalando mi teoría – bueno, no sé si es mía- de que la cuna determina ciertos sesgos de las personas, con las excepciones propias de toda regla, claro. Por eso tuve que compensar la falta con otras cualidades que, por misericordia, me donó la Providencia: tenacidad y astucia. Sin las cuales, tengo serias dudas de haber salido adelante. Estos atributos, en principio, podrían haber sido más que suficientes para convertirme en un hombre de provecho: representante de seguros o corredor de bolsa, por ejemplo. Lo que pasa, es que no tuve buenas compañías y aunque los ingredientes eran buenos no fueron debidamente utilizados. Mi madre se pasó toda su miserable vida –larga, por cierto- jurando que iba a matarme en defensa propia, eso decía, porque, de lo contrario, yo la mataría a ella a disgustos, y mi padre en un ir y venir a la Comisaría de Usera para seguir el rastro de su hijo golfo. Era un buen hombre.

Sin embargo, en mi ficha policial solo constan dos delitos y ambos fueron confesados, supongo que por la ingenuidad de mis pocos años. El primero por desbaratar la cara a un menda, el segundo por una apuesta: tuve los huevos de entrar en aquel comercio, ponerle la chirla en el cuello a un tío cincuentón, pequeño lo admito, y salir pitando con los ochocientos pavos de la caja. Fue el Candi quien me lió jurándome una prometedora carrera, pero mi debú en Carabanchel ocurrió dos meses después con la carrera terminada. La Manuela, mi hermana, encomendó mi custodia en el trullo al Zurito, amigo del Isra, aquel novio yonqui que la preñó siendo adolescente. Camaradería y buen rollito marcaron esa etapa; porros y cubatas explosivos fueron rutina. Después, el primer pico…, sexo en las duchas, sado en el gimnasio, cucharas afiladas, sangre en el patio,… pitos, sirenas, urgencias, metadona en vena… Y un día el tercer grado, a través de un abogado de oficio al cual no conocí.

Lo demás son hipótesis de la chusma. Como digo, nunca fui brillante en el cole, pero me supe defender en la calle con buena nota. Primero, me dí a conocer en el lumpen, estudié el resbaladizo terreno donde debería moverme y después, pacientemente, me granjeé el aprecio de los líderes que más me convinieron, para lo cual solo tuve que demostrarles mi absoluta falta de escrúpulos en momentos decisivos y la contundencia en mis respuestas en caso necesario. Conseguí que la peña me respetase y en poco tiempo fui reconocido como jefe indiscutible de aquella legión de jóvenes descarriados, obligados a la delincuencia y la marginalidad social por un sistema que no tenía nada que ofrecerles. Supuse que la popularidad entre la casta magra no me brindaría un envidiable futuro, pero sí oportunidades para la supervivencia en aquel albañal. Y no me equivoqué, porque enseguida llegué a controlar el menudeo de droga en el barrio y cuantos asuntos de tibia moralidad se cocían al otro lado de la raya. ¡Todo organizado!, sin prejuicios ni pudor, pero también sin errores. Era fácil, solo había que mantener despejadas las vías de suministro y bien vigilada la distribución con perros de absoluta confianza. El problema se produjo cuando alguien decidió por su cuenta cambiar el método de trabajo y la mercancía no llegó al sitio correcto.  Alguien se sintió estafado y tomó venganza en la carótida del Toño. Lo encontraron una noche los colegas, tras forzar la puerta de su casa, boca arriba sobre el sofá en medio de una gran mancha de sangre, con dos vueltas de cinta americana alrededor de la boca y un rótulo en ella: “lambón”. El Argentino no solo era un cobarde hijo de puta, sino además un estúpido; se delató a sí mismo, porque ¿quién cojones usa esa palabra no solo en Usera, sino en toda la periferia de Madrid?. A mí tuvieron que explicármela, claro!… Y no es porque el Toño fuera mi primo, que la sangre es la sangre, sino porque era el que me tenía al tanto de todos los rumores y comidillas de la parva; por eso su muerte me supuso pérdida de información y buena parte de mi propia seguridad. El deber era tomarse la revancha.

Las cosas, sin embargo, no salieron bien. El Argentino debió disponer otro lambón infiltrado en nuestras filas, que debió darle el soplo, con lo que el plan previsto saltó por los aires. En aquel paso de cebra, a solo tres manzanas de su casa, un coche se atravesó delante del nuestro, dos motos nos flanquearon por ambos lados y sendas ráfagas de tiros acabaron con la vida de mis acompañantes, encadenando la mía a esta silla de ruedas. Desde entonces el dolor me acompaña cada día, de la mañana a la noche, que mitigo con parches de morfina e imaginando un futuro feliz para cada uno de los componentes de la foto que, sin embargo, yo no he encontrado en este otro lado, donde ahora me hayo inmóvil.  

Es que las miradas de esos niños transmiten al observador un vago malestar, localizado en algún sitio extraño entre el paladar y el hígado, pero así son las miradas de los niños tristes, despojados de futuro. También llama mi atención la profundidad de sus pupilas ocluidas, vigilantes de ese otro observador misterioso colocado sobre un trípode de madera, como recelosas de su indiferencia. Unas miradas, en fin, que inquieren al fotógrafo respuestas a todas las incógnitas del mundo, guardadas en su caja. Sin embargo, mis padres lo hacen con seguridad, conocedores de la alquimia procesada en su interior, de la que saldrá la imagen, denotando más preocupación por la pose que por el incierto destino de su extensa prole.

Pero, fíjate bien, hay un punto chiquito de esperanza en todos los ojos. ¿O es acaso un efecto de luz entre la gama de sepias donde quedaron inmortalizados?.

FIN

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