A veces se dice de los cuadros, que lo pintado en ellos, lo estático, adquiere una suerte de movimiento a los ojos del que observa. Y a veces ocurre que la realidad, en continuo movimiento, pareciera estática al observador que la mira con perspectiva, como desde otra dimensión.

La escena que contemplo, al cobijo del tiempo transcurrido, me muestra a una niña y a su madre. Están sentadas frente a frente, pero a diferentes niveles. A un lado, la niña y su pequeño taburete, cuyas patas nacen prácticamente a ras del suelo. Al otro, la madre y su silla: un viejo ejemplar de madera y mimbre que a buen seguro conoció tiempos mejores.

La leve inclinación de sus cabezas hacia abajo, cada una ocupada en sus pequeños o grandes juegos o quehaceres, las inhibe de malgastar el tiempo en conversaciones y miradas.

Están en un rincón del portal, la enorme sala de acceso a la casa. A un lado de la puerta principal. Esta está abierta, pero no del todo. Es verano en Castilla. El sol de media tarde ha irrumpido con tal fuerza, que un relámpago solar parece haber sido el único causante de la apertura de la puerta. Ese haz de luz deslumbrante, convertido en caprichosa figura geométrica, mágicamente proyectada en el área de suelo y pared sobre los que directamente incide, marca el límite, la frontera entre el cuadro que observo, y la perspectiva, la otra dimensión en la que me encuentro. No hay constancia de la existencia de corrientes de aire, siquiera mínimas, que alivien la más que probable aparición de incómodos sofocos o rubores.

Sobre los muslos de la madre, a la sazón, una mujer robusta y morena y para siempre de ojos verdes, descansa una considerable cantidad de tela blanca, tras la que se esconde la mitad de su silueta: el ángulo recto que dibujan sus piernas en común acuerdo con la forma de la silla. Es una mujer guapa, de una belleza terrestre, ajada tempranamente por el rigor de las labores del campo.

Sobre los muslos de la niña, una leve porción de la cascada de tela que cae desde los muslos de la madre.

Me atrevo a cruzar el límite, la frontera, y acerco el zoom a la tela y a las manos de la madre. Y me encuentro unos dedos afanosos, incansables. Varitas mágicas que provistas de aguja e hilo en vez de estrellas, van rellenando primorosamente el diminuto interior de los mil motivos florales estampados.

Puntada a puntada, lentamente y al compás del ritmo perezoso que marca el calor de la tarde.

Acerco un poco más el zoom a los ojos de la madre. Y de pronto, una punzada de dolor. Vislumbro en ellos una incipiente tristeza.

Herida, dirijo ahora el zoom hacia la niña. ¡Qué alegría! Está envuelta en color. Amarillo trigo, rojo amapola, verde enredadera, blanco algodón… Sus manitas traviesas  juegan con la tela. Aquellas filigranas y cenefas, negro sobre blanco, la tienen hipnotizada. Se pasaría la tarde entera recorriéndolas con la punta de sus dedos. De vez en cuando dedica una mirada furtiva a la madre. No quiere molestarla con una mirada directa, ni siquiera una de admiración ante aquel trabajo minucioso cuyo resultado le parece sublime. Aunque en ese momento no pueda siquiera intuir la silueta y significado de aquellas bonitas palabras: admiración, minucioso, sublime…

Fija de nuevo su mirada en la tela y de repente, un deseo irrefrenable. Mira de soslayo las tijeras. Las ve moverse y llamarla a gritos desde el costurero de la madre. Intuye ya el mismo movimiento entre sus dedos e incapaz de reprimir la urgencia por descubrir de sus cinco o seis años, las coge y con torpeza pero con decisión férrea, diríase taurina, comienza a recorrer aquel magnético entramado de líneas insistentemente sinuosas y por momentos frenéticas y abismales, dejando tras de sí, sin saberlo, un panorama desolador de campos de flores ultrajadas y caminos burdamente deshilachados.

Y este es el último fotograma nítido de la escena. Alertada de la gravedad de los hechos por unos violentos latidos en las sienes, salgo atropelladamente del modo zoom para intentar instalarme con urgencia en la otra dimensión, la de la perspectiva y el tiempo. Necesito que la escena vuelva a aparecer estática. Pero no lo consigo y a duras penas logro llegar  al modo “a vista de pájaro”. Allí me tomo un extraño brebaje de culpabilidad y arrepentimiento y me imagino, apenada, la regañina y azotaina que, casi con seguridad, vinieron después. Pero mi desmemoria respecto a lo que ocurrió realmente, me deja desarmada.

Pese a todo, el paso de los años no ha hecho más que contribuir a fomentar  esa querencia mía a la sanadora tarea de recortar con las tijeras. Aunque, todo hay que decirlo, obligatoriamente la he limitado a un único material: el papel.

Y de vez en cuando, al final de las líneas que recorro, alzo la vista para descansar un rato. Para recuperarme un poco del tremendo esfuerzo que supone esa eterna búsqueda del porqué de aquella verde y ancestral tristeza.

FIN

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