Los veranos son tórridos en Las Palmas, el paraje donde Vivian mis tíos y también mi abuelo. Eran como las diez de la mañana, yo me levantaba tarde, después de tomar el mate cocido y de conversar un poco con mi tía, salía a buscarla a la Nego que podía estar en el pozo sacando agua, o buscando tunas para conservarlas frescas para la tarde, o tal vez dando de comer a los chanchos.

Mi hermana, que había venido aquel verano también salió conmigo y la encontramos a la Nego cerca del corral.

El tío había salido temprano, a caballo, con destino a la casa de un vecino. El diálogo giró en el tema de ese viaje, que a que distancia, que si había caballos, que a pie era lejos, que cinco leguas…

Entonces los tres: la Nego mi hermana y yo “nos escapamos” o mejor dicho, sin darnos cuenta nos fuimos… a caminar cinco leguas, para alcanzar al tío, para ocupar el tiempo, para descubrir esos senderos misteriosos que se doblan con un silencio que se ríe… mi hermana y yo no conocíamos el camino ni tampoco lo que significaban “cinco leguas”, y la Nego, por ese entusiasmo infantil quizás, tampoco se dio cuenta…

Aquella caminata fue la más “explorativa” que haya realizado nunca y ha sido siempre de un inexplicable valor simbólico.

– ¿Falta mucho?

– Un poco…

Y el terraplén angosto volvía a dar una vuelta.

Encontramos una caserita de hornero. Ya me habían contado que a las caseritas a veces entraba alguna víbora, se comían a los pichones y se quedaba ahí escondida. Pero no tardamos en subir al árbol y voltearla con un palo, tratando de saber si tenía pichones, baje del árbol, me acerqué sigiloso, atrás la Nego, siempre con cuidado… Grande fue la sorpresa cuando, como disparado por el espanto, salió de la entrada volando, un hornero adulto que paso esquivando mi cara, nos escuchamos gritar y reír al mismo tiempo, a veces la carcajada es tan redonda, una caja de resonancia perfecta para la alegría…

Más allá, cansados del camino, hallamos una tapera, un ranchito pequeño abandonado, de curiosos entramos y lo que vimos nos conmovió hasta el asombro. Había una sillita rota de niño, una correa de caballo, elementos de cocina y un muñeco sin cabeza. Pero esta es otra historia que alguna vez les contaré. Porque lo bueno llegó después al ver que a un costado, colgado de un ganchito había un nido diminuto hecho de pelo de algún animal, era de colibrí, con dos pichoncitos más pequeños que la falange de un dedo humano. Salían como dos agujas sus picos cerrados, y tenían un plumón verdoso. Los tomamos de los picos y los acomodamos en nuestras palmas, parecían un bollito de hilo, un bostezo de recién nacido. Antes de partir los dejamos nuevamente en su lugar. Teníamos una paz en el alma, mezclada con una sensación de maravilla…

Y de repente, esa sensación se esfumó con un grito desesperado. La Nego tropezó y un enjambre nos corrió enfurecido, cuando pudo darse cuenta, ya mostraba su rostro hinchado y rojo, nos asustamos y corrimos. A la Nego le dolía, pero era valiente, siguió con nosotros sin quejarse y pronto empezó a charlar de nuevo.

No muy cerca apareció la casa del vecino, al acercarnos, los perros nos recibieron primero, mi hermana pidió agua a la señora “NO SE CUANTO” y ella nos invito a pasar. El tío Oscar se había ido, hacia rato por un camino alternativo.

– Doña, “NO SE CUANTO” tira las cartas, – dijo laNego con un mohín de suficiencia en la cara.

– Las cartas no, pero puedo leerles las manos si quieren –dijo la señora-.

No sin antes de embardunar a la Nego con un mejunje para desinflamarle las picaduras, la mujer empezó primero con mi hermana, tenia una línea muy bien marcada, le dijo, y esto te dará fortaleza para que todo lo que hagas sea productivo. Confía en tu buen sentido. Después sacó de una cajita una piedrita redonda, una esfera de color azulado y cristalino y se la dio para que mi hermana la sostenga. Tenés una mano firme, sabes apretar a la suerte, aquello que llegue a tu mano no podrán arrebatártelo, pero sabrás cuando ser generosa.

Cuando me toco a mi, la piedrita salto de mis manos, cayó a mis rodillas y rodópor el piso de tierra…

-Así no se trata a la suerte –me dijo- y mi mano le resultó un ilegible laberinto.

Pero a mi no me llamaba la atención el futuro; sólo mucho tiempo después pensé que realmente la suerte era algo para aferrar con firmeza, por que se puede resbalar como esa piedrita cristalina.

-Ahora le toca a la Nego – le dije.

Pero la negó estaba demasiado entumecida y embadurnada como para poder sostener ninguna suerte, y se negó.

Cuando llegamos de regreso a la casa, el tío estaba sentado en las raíces del ombú que parecían un barco. La tía Coca nos relató todas las conjeturas y elucubraciones que habían barajado sobre nuestro paradero… se deben de haber preocupado, pero no lo demostraron y era eso lo que los hacia tan especiales.

Había pasado la siesta, y la tarde llegaba, casi roja, a dormir detrás del monte.

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