Se levantó una mañana más a eso de las 8:30. Como cada día, su perro fue el primero en recibirla entre lametones y arrumacos. Con algo de pereza, producido por el bienestar de las mantas en invierno, consiguió salir de la cama y empezar un nuevo día.

Mientras ponía a calentar el té y se preparaban las tostadas, sacó a Federico al balcón el cual no dudó ni un segundo en ponerse a cantar en cuanto la vio a ella. Enchufó la radio y se sentó a desayunar ante la atenta mirada de su fiel amigo que mantenía la esperanza de que compartiera su desayuno con él.

Ya con las pilas cargadas, se lavó los dientes y la cara, se colocó unos vaqueros, un jersey de punto bien abrigado, se hizo su peculiar coleta (y digo peculiar porque su lacio cabello está en ese punto donde no es ni largo ni corto y es difícil de manejar) y le dio un beso a su pequeño peludo el cual esperaba irse con ella y no fue así. Chaqueta, bufanda, música en los oídos y bicicleta rumbo a ver a su abuelo.

Una fría y soleada mañana de Diciembre la acompañaba en su trayecto en bicicleta por los jardines del Turia. A medio camino hizo la parada de rigor para recoger y formar un pequeño ramillete de flores que regalaría a su abuelo, como cada vez que va a visitarlo, aunque con este frio, le costó más de lo habitual encontrar alguna flor viva, pero no hay imposibles para ella.

Ya en la puerta de la residencia, guardó la bicicleta en el hueco de la escalera, en el lugar de siempre, y caminó hasta la sala de actividades donde se encontraban su abuelo y, como cada mañana, su madre cuidando con tanta dedicación de él.

Sin que él se diera cuenta, pasó por detrás y le dejó las flores justo delante de él. En cuestión de 3 segundos, el abuelo comenzó a sonreír y a decir algo con palabras desconocidas; un idioma creado por su cerebro a consecuencia del ictus sufrido hace varios meses, pero lo suficientemente claras para entender que el abuelo se había dado cuenta de que su nieta mayor, “la primerísima” como el siempre le había llamado, estaba allí para verle a él.

Giró su cabeza al lado izquierdo y allí la vio; con gesto de orgullo y felicidad le dio el beso más grande que toda nieta puede recibir de su abuelo.

Ese día, el abuelo, se hizo entender perfectamente y demostró lo alegre que estaba de tener a su nieta a su lado. Hay ocasiones en las que también demuestra su enfado por haber pasado demasiados días sin ir a verle. Sobran las palabras; aún hoy en día, es capaz de expresarse con gestos y miradas.

Le dio un abrazo a su madre y enseguida el abuelo miró el reloj indicándoles que era la hora de ir a comer. Conduciendo al abuelo en su silla de ruedas dirección al comedor, llegaron a la mesa de siempre donde se encontraba su compañero de siempre.

Detrás de ellos, como cada día, aquella anciana maleducada que ya se había creado su barrera protectora contra todo el mundo, hecha a base de flemas en el suelo y sus agradables gritos de “¡Puta, guarra!” a toda persona que osaba cruzar mirada con ella. Todo un encanto de mujer, aunque viendo más allá de lo que se ve, es verdaderamente triste la situación.

Por fin la comida estaba lista y el abuelo parecía hambriento. Un triturado de primer plato y, para no sorprender a nadie, pescado de segundo.

Entre bocado y bocado el abuelo tuvo tiempo de dedicarle alguna payasada a su nieta, la cual contestaba de la misma manera, y disfrutar ambos de alguna carcajada que otra.

La peluquera pasó por el comedor a coger cita para el abuelo, pero antes había que pasar por la enfermería a llenar el depósito de agua (vulgarmente llamado sonda gástrica). Se la colocaron a los días de haber sufrido el ictus ya que él no era autosuficiente ni para tragar. Le dieron días de vida, pero el guerrero decidió continuar… No sabían con quien estaban tratando.

Para la peluquería había algo de cola, así que esperaron en el pasillo hablando con el resto de compañeros y por fin le puso cara a “Aurora ven aquí”, aquella voz que siempre suena de fondo en la residencia.

El abuelo, pacientemente, cosa rara en él, se dedicaba a esperar y regalar sonrisas a cualquiera que pasaba por su lado. Hasta que llegó su turno y madre e hija tuvieron que irse a continuar su rutinaria vida.

Un beso al abuelo, un nudo en la garganta y fue en busca de la bicicleta. Se despidió de su madre y volvió a los gestos del principio… chaqueta, bufanda, música y bici. Retomó el camino inverso por los jardines del Turia, pero la vuelta siempre era diferente; volvía dolida, triste y con rabia, mucha rabia. Aunque como buena guerrera, sin derramar una sola lágrima; cosa que le fue pasando factura con el paso del tiempo.

En el trayecto de vuelta se dedicaba a buscar canciones alegres y cantarlas en voz alta sin importarle lo más mínimo la opinión de nadie. Esa era su forma de distraer su mente que tan dañada quedaba después de estar con el abuelo.

Llegaba a casa con el tiempo justo para dar un paseo con el pequeño peludo de la casa y, sin comer, irse a trabajar.

Eso sí, al trabajo se llevaba una mochila cargada de sentimientos con nombre propio: rabia e impotencia. Hay muchos días que puede con todo y sonríe sin parar. Y hay otros en los que encerrarse en su burbuja es la única salida.

Ese día sonreír fue la mejor opción, ese día estaba guerrera.

IMG-20151219-WA00051.jpg

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus