Mi abuela Emilia debió medir 1.55 o 1.60 m, nunca precisé su estatura exacta. De complexión algo llena, su piel era blanca y aunque desde que tengo memoria se teñía el cabello, he observado en sus fotos de color sepia que era castaño, como su mirada. Bajo las delgadas cejas, los párpados caían formando pequeños pliegues sobre sus ojos entornados, porque no le gustaban las gafas. Sus iris se habian difuminado de tanto haber visto, de tanto asombrarse.

El óvalo de su cara no era perfecto, a causa de la frente estrecha que yo heredé. Los finos labios mostraban al sonreír dientes maltrechos. Se pintaba labios y uñas en tonos suaves; le enorgullecía tener manos bonitas a su edad. Puedo oler aún su abrazo fragante a polvos y perfume.

Todos los días llevaba medias, y unos fondos completos de nylon grueso. Nunca pudo acostumbrarse a los pantalones.

Cuando entré a la secundaria, me acompañó los primeros días en el frescor de las siete de la mañana, hasta esa ocasión en que olvidó ponerse la falda: salió con el puro fondo negro y un suéter. A medio camino se dió cuenta y regresó a casa. A partir de esa fecha me encaminé sola a la escuela.

Cuidaba lo mejor que podía de mis dos hermanos menores y yo. Era inagotable su capacidad de darse a nosotros y a mi madre, su única hija. Se ocupaba de la casa y la comida, y yo se que a veces no era nada fácil, porque el dinero escaseaba; ella acostumbraba economizar en todo y servirnos raciones pequeñas. ¿Y quién podría criticarlo al saber como fue su juventud?

Nació en el año que estalló la Revolución: 1910. Hija de una muchacha de familia española, y de un sastre al que nadie acudía en esos tiempos aciagos. La desolación que se vivía en su pueblo natal, San Pedro, Coahuila, llevó a sus padres a radicar en la ciudad de Saltillo.

Tuvo ocho hermanos, de los que cinco sobrevivieron a la epidemia de gripe española, que es como llamaban a la influenza en ese tiempo. Cuando mi bisabuela Rosa Pérez volvia a dar a luz, bautizaban al recién nacido con el mismo nombre del hijo que habían perdido. Así, mi abuela tuvo en realidad dos hermanos Ciros y dos Manueles.

Pero las cosas cambiaron cuando mi bisabuelo, José Morón, sabrá Dios gracias a qué golpe de la fortuna, fue suplente de el senador Vito Alessio Robles, y se trasladó a la Ciudad de México.

De ser una niña que jugaba todo el santo dia con muñecas de trapo, ingresó entonces al burgués Colegio Roberts, recibió hermosos regalos de su padre y jugó al tenis con las niñas bien de Saltillo. Pero los buenos tiempos terminaron con la gestión senatorial del General Alessio Robles; Don José invirtió lo que le quedaba en su campaña buscando convertirse en Diputado, y la votación no le favoreció.

La familia despertó de nuevo en la pobreza. Rosa rentó una casa, amontonó a su prole en uno de los dormitorios, y alquiló por sepado las habitaciones restantes, para sobrevivir con ese modesto excedente.

Cuando mi abuela se convirtió en madre soltera, su padre -que desde su descalabro político se había alejado y casi desentendido de la familia-, le sugirió en una carta que llamara a su hija como «la camarada Elvia, hermana de Felipe Carrillo Puerto». Fué pues, su admiración por una de las primeras diputadas mexicanas el origen de mi nombre.

Emilia tuvo varios trabajos: maestra rural, manicurista, recamarera, vendedora de seguros. Por lo general, eran mal pagados y la separaban de su hija. Hasta que uno de sus hermanos, quien trabajaba como maestro de educación secundaria, las trajo a vivir a la Ciudad de México y dentro de sus posibilidades, se hizo cargo de ellas.

Ella ayudó a mi crianza desde que yo tenía pocos meses. Siempre tierna y alegre en mi memoria, en medio de su sencillez inventaba cuentos llenos de detalles curiosos; flores, animalitos, dulces, colores… era magia para mi infancia que transcurrió sin hermanos hasta los cinco años.

Tuvo un pretendiente que le propuso vivir con él en Saltillo, pero ella no se decidió a irse; siempre prefirió el cobijo familiar a la independencia. Además éramos pequeños y mi madre trabajaba doble turno como directora de jardín de niños. Pocos años después, él murió.

Soñaba con sacarse la lotería. Tejía a gancho carpetas y manteles, -los que a veces lograba vender-, veía telenovelas y se lamentaba si algún día se perdía el noticiero de Zabludovsky. Aunque la música de su época le traía, como es natural, muchos recuerdos, gustaba de los cantantes modernos de pop y baladas, jóvenes y guapos. Decía que porque se conservaba joven de corazón.

Era religiosa de una manera simple, pero firme, le gustaba ir a misa, tenía en una repisa las figuras del Sagrado Corazón de Jesús, de San Antonio de Padua y de San Martín de Porres, con su veladora. Rezaba las novenas a esos santos, y a la Guadalupana. Decía que sus padres le habían inculcado la religión católica, y por esa razón nunca la cambiaría, ni por los argumentos de las señoras evangélicas, que tocaban a la puerta Biblia en mano, ni por mis apasionados cuestionamientos de adolescente aficionada a leer a Hermann Hesse.

En sus oraciones pedía por todos nosotros, por sus difuntos y por todo aquel que en ese momento necesitara de la ayuda divina. También invocaba a Toñito, es decir, a San Antonio, si algún objeto importante se perdía, a San Jorge para que sujetara a los perros, y a la Virgen María para que calmara las tormentas. Mi querida abuela calificaba los sentimientos negativos como «cosas del diablo», creía en ángeles guardianes, en el cielo y en el infierno. Y yo, ahora me siento feliz al pensar que toda esa fe en Dios la haya acompañado siempre, y hasta el fin de sus días.

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