Santiago Melquiades Ponce.

Santiago Melquiades Ponce.

Sabes Rafa, me decía mamá Chelo, mi papá, alejado de la tierra de sus mayores era un hombre nostálgico. A pesar de poderse confundir este sentimiento con melancolía o tristeza en él era inconfundible. No era un hombre apesadumbrado por un pasado, ni tampoco que no encontrara gusto por la vida, sin embargo sus pequeños ojos color miel, reflejaban esa añoranza por los campos sembrados de trigo, cebada y hortalizas; por el murmurante movimiento de las milpas secas; de los riachuelos y canales de riego que circundaban los campos y; del trote suave de su alazán, que arreciaba su paso al subir las colinas con las primeros destellos matinales y rompía el viento en veloz carrera al ocaso del día para llegar a ver a su Male querida, la que fue el amor de toda su vida.

Si, si, nostalgia había en esa mirada risueña y amorosa. Nostalgia al recordar el pueblo donde vio la luz primera, donde espigó y floreció su juventud lozana y pura, fogosa y fuerte, como el vendaval que silbaba al entrar a la barranca y que subía abriéndose paso entre los encinos del cerro de Santana. Fuego había en su alma como el sol de la mañana que se filtraba a través de las nubes para dar vida y colorear de rojo las toronjas de las enredaderas parásitas, aferradas a las ramas de los enormes y vigorosos robles.

Para su espíritu sencillo era suficiente felicidad elevarse por encima del amado paisaje de su querido Tepeapulco y sentir la presencia del Ser Supremo, dueño del cielo azul y de todo lo que ha nacido en esa fértil tierra. Su alegría cabía en un puño, al inclinarse para depositar con toda devoción, en el surco abierto, la semilla que se hincharía nutriéndose del suelo húmedo, para dar vida a plantas nuevas, verdes, lustrosas y así multiplicarse más tarde en miles de granos centellantes de luz dorada.

Recuerdo que para olvidar sus efímeras penas le bastaba tomar su pistón (Cornetín) y tocar las melodías que engalanarían, en conjunto con la orquesta, la misa mayor de los domingos; o bien adentrase en el estudio autodidáctico de la medicina, leyendo e investigando, en voluminosos libros, los misterios insondables del organismo y del espíritu humano.

Sabes, estoy segura que allí, en ese pueblecito, le hubiera gustado envejecer y morir sin otras satisfacciones, ni más ambición, que ver crecer a sus ocho retoños y más tarde sentir el tierno amor y las suaves caricias de los nietos, esperanzas, promesas y anhelos.

Y pensar que todo se iba realizando según sus ideales, pero la vida tiene alteraciones y la humanidad, por envidias y ambiciones siempre mal entendidas cambia el curso de las existencias serenas, sembrando odio y muerte, destruyendo comunidades, destruyendo a las familias.

Hubo que salir de las haciendas, dejar las campiñas ya desbastadas por el paso de los revolucionarios, sin la esperanza inmediata de que la mano amiga las revitalizara; hubo que abandonar la casa entristecida, los corrales silenciosos ya sin el bramido en celo de los animales y sin el rugido tierno de las crías que habían sido sacrificadas, todo, todo esto a causa de una serie de ideales políticos que él nunca pudo comprender.

Pero el deseo de volver nunca murió. Se quedó acurrucado, adormecido en un rincón profundo de aquel espíritu templado y bravo y sin complicaciones ni pasiones desbordadas.

Pasaron los años, de vez en vez llegaba a la capital una carta dando razón de los que allá quedaron empobrecidos; siempre lacónicas, sin faltar las frases de cariño y la inevitable pregunta: ¿Cuándo habrán de volver?

Misivas que con los años se perdieron, hojas de papel escritas que con el tiempo se borraron. Sin embargo su sangre pura seguirá presente en los corazones de sus descendientes, de generación en generación.

Un recuerdo de mi abuelo, ese gran hombre Santiago Melquiades Ponce.

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