Un Sábado cualquiera

Un Sábado cualquiera

Recordando mi infancia hace unos días, vinieron a mi presente aquellas imágenes olvidadas de mi aprendizaje en este mundo. Recordé una escena que cambió la forma en la cual  veía a mis padres y como del fruto de esa visión vino el paso a una madurez primeriza.

Como todos los sábados fuimos a recoger a mi madre a la salida de su trabajo. Ella había conseguido un trabajo de contable en un bar y cada sábado la recogíamos, mi padre, mi hermana mayor y yo.

Este sábado era un sábado cualquiera, hacia sol y para ser septiembre hacia bastante calor. Yo esperaba con ansiedad el momento de recoger a mi madre, no solo por verla, que claro que me hacía ilusión. Sino porque después de recoger a mi madre, mi padre nos llevaba a todos a otro bar cercano donde servían un perrito caliente con coca cola muy baratos. Era un momento delicioso, todos juntos comiendo fuera de casa.

Ahora recuerdo con tristeza que me hacía tanta ilusión porque no solíamos salir demasiadas veces a comer fuera de casa.

El caso es que aquel sábado nos metimos en el coche todos juntos y nos dirigimos hacia el tan querido bar de los perritos calientes.

Cuando mi padre aparcó el coche, mi madre pronunció unas terribles palabras: si no lo dejamos para otro día. Yo no me percaté de que mi padre le había susurrado algo a mi madre antes de que ésta pronunciara las terribles palabras.

Horrorizada de perder aquel manjar salte escopetada hacia los asientos de delante y grite furibunda que no podía ser, todos los sábados comíamos perritos. Mis padres hablaron entre ellos y me ofrecieron tomar una coca cola pero sin perrito, todavía fue peor el remedio que la enfermedad coca cola sin perrito. Hasta que mi madre pronunció la frase que cambiaría mi forma de pensar con respecto a mis padres:

-Tampoco podemos pagar la coca cola para todos, vámonos para casa y se acabó!!! Si no podemos tomarnos nada para qué nos traes aquí.

Entendí en ese mismo instante como si un rayo atravesara mi cerebro que no teníamos dinero para comer fuera de casa y que además ese hecho hacía que mis padres discutieran. Miré a mis padres y no vi lo que hasta ahora era evidente. No vi a mi padre y a mi madre como dos personas fuertes e imbatibles, conseguidoras de caprichos, cariñosas cuando era necesario y cuidadores cuando mi hermana y yo estábamos enfermas. Lo que vi fue dos personas adultas vulnerables porque no tenían dinero para dar de merendar a sus hijas en un bar.

Me invadió un sentimiento de impotencia tan grande que si hubiera tenido edad me hubiera puesto a trabajar en ese mismo instante. No quería ver así a mis padres, derrotados, agotados y mal humorados, ellos no se lo merecían.

Mi reacción infantil para intentar consolarlos fue decir que ya no quería la coca cola. Aunque ellos no lo entendieron. En vez de pensar que había entendido la situación y por eso no quería la coca cola pensaron que me había enfadado y siguió una retahíla de: si no se puede no se puede, entiendes. Claro que lo entendía, no estaba enfadada con ellos, me daba pena que se sintieran mal.

Aquel día no terminó en el bar. Al llegar a casa mi madre nos bañó a mí y a mi hermana como siempre pero al llegar la cena, ocurrió otra circunstancia que terminó de asentarme los pies en la tierra. Haciendo que mi mundo cobrara un nuevo sentido.

Nos sentamos a cenar como cada noche, mis padres se sentaban uno enfrente del otro y mi hermana y yo enfrente la una de la otra. Mi padre hacía cada noche tortillas, a veces rellenas de atún y otras de chorizo. También sacábamos jamón, no siempre pero si algunas veces.

Aquella noche me acabé la tortilla muy deprisa después de la no merienda tenía un hambre horrible y pedí un poco de jamón, la respuesta fue que no había. Mi hambre me cegó y dije: pues quiero otra tortilla. Mi padre me dijo que si comía otra tortilla no habría para mañana.

Al verme triste me ofreció la mitad de su tortilla. Yo miré a mi madre y me dijo que no la cogiera que mi padre era el doble de grande y estaba comiendo lo mismo que yo. También entendí rápidamente que lo dijo porque si mi padre no se alimentaba bien no podría ir a trabajar y todavía tendríamos menos dinero del que teníamos.

Aquel día me fui a dormir con mucha hambre pero satisfecha de entender tantas cosas de golpe que me sentí madura para afrontar el reto que es cuidar de una familia. Sacrificarse por ellos es tenerlos a tu lado en los peores momentos. También me quedó dolorosamente claro que los adultos sufren más que los niños cuando no consiguen dar a sus hijos lo que quieren.

Fin

 

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