—  ¡Niñas, es la hora del baño!

El sábado era un día especial. Era el día en que tocaba baño. Todo el día lo vivíamos en función de ese momento mágico. A última hora de la tarde. Justo antes de cenar.

La época era difícil, de grandes privaciones, tanto en la familia como en la sociedad en general. Y eso a pesar de que la década del hambre ya se había acabado. Pero en casa, mis padres, aún no se habían dado cuenta, o no les había llegado la noticia.

A mi hermana pequeña y a mí no nos importaban mucho las carencias porque no habíamos llegado a conocer las abundancias. Cada nuevo día, cada nueva comida era para nosotras una fiesta, porque no todos los días teníamos dos comidas, y el desayuno, con suerte, se limitaba a un vaso de leche y un trozo de pan duro. De esto dan fe nuestros cuerpos, escuálidos, compartiendo el barreño del baño semanal después de haber calentado el agua en la chapa de la cocina de carbón.

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—  No recordaba – dice mi hermana – que nos bañáramos con el barreño en el suelo. Tenía el recuerdo que nos lo ponían en el bañal. Justo al lado de la chapa del fogón.

—  Es curioso que te acuerdes de eso – respondo – ya que así era al principio; pero en una ocasión, tendría yo cuatro años o sea que tú tendrías tres, estábamos enredando, como siempre que nos bañábamos, se me ocurrió ponerme de pie en el barreño y perdí el equilibrio cayendo de culo encima de la chapa de la cocina que estaba al rojo vivo. Imagínate las quemaduras. Desde entonces el barreño siempre en el suelo.

—  ¡Dios mío!, la verdad es que no me acuerdo de nada de eso.

—  Bueno, si te soy sincera creo que yo tampoco me acuerdo. Me temo que es uno de esos recuerdos impuestos, por la cantidad de veces que me lo han contado a lo largo de los años.

—  Lo que me parece extraño – continúa mi hermana – es que tenga ese incidente completamente borrado de la memoria, vamos, es que ni siquiera recuerdo haberlo oído contar nunca en las típicas historias familiares. Y que yo sepa, a ti no te ha quedado ninguna cicatriz en la zona ¿verdad?

—  Sí, es algo muy curioso porque al parecer no me llevaron a urgencias, ni había entonces unidad de quemados ni nada de eso. Por lo que contaba madre, me curaron a base de un ungüento que fabricaba con plantas una tal Julia, que era la típica lechera que todos los días nos traía la leche a casa con la burra y recogía, no sé si a cambio, supongo que no, todas las mondas y desperdicios con los que daba de comer a los cerdos.

—  ¡Qué medieval suena todo eso! Con estas historias es cuando me doy cuenta de que ya somos muy mayores. ¿Aún vivía padre cuando nos hicieron esta foto?

—  Sí. Precisamente la foto nos la sacó padre con una cámara de un compañero de la mina, el aprendiz que tenía a su cargo. Me acuerdo como si hubiera sido ayer mismo. El hermano de ese compañero era marino, estaba embarcado en un petrolero y a la vuelta de uno de sus viajes le trajo la cámara de regalo. Creo que era americana. Ese día quedó con padre para probarla y aprender a manejarla.

—  ¡Chica, qué memoria tienes!

—  Sí, de ese día me acuerdo de todo. Por ejemplo me acuerdo que, antes de bañarnos, madre nos cortó el pelo a las dos utilizando uno de los tazones grandes del desayuno, uno de esos que están encima de la mesa en la foto, a la derecha.

—  ¿Cómo es posible que se te haya quedado todo grabado tan nítido? – mi hermana no da crédito.

—  Tiene su explicación. Tú seguro que no lo recuerdas porque, a pesar de llevarnos tan solo un año, aún eras muy pequeña. Al día siguiente, que era domingo, vinieron a despertarnos muy temprano, de madrugada. Se había producido un accidente en la mina, una explosión de grisú. Padre estaba dentro, hacía el turno de noche porque estaba mejor pagado y así tenía tiempo por el día para otros trabajos; en aquella época, según me explicó madre, los mineros ganaban muy poco y no daba para vivir. Madre y yo nos fuimos corriendo para la boca del pozo y a ti te dejó con una vecina. Durante varias horas estuvieron entrando y saliendo los equipos de rescate; cada poco tiempo sacaban a alguien; algunos, pocos, aún vivos; la mayoría eran solo cuerpos casi irreconocibles por el carbón, por la avalancha, por la explosión de grisú. Padre y su aprendiz fueron los últimos que sacaron, los dos muertos. A la semana siguiente vino a vernos a casa la madre del aprendiz de padre; resulta que al recoger sus cosas encontraron la cámara de fotos con el carrete dentro. Cuando lo llevaron a revelar se encontraron con esta foto nuestra.

—  ¿Y yo?, ¿dónde estaba?

—  Tú ya no estabas en casa. Al morir padre la situación en la que quedó madre era muy precaria. Al día siguiente del funeral de padre, los tíos se embarcaban para la Argentina, habían conseguido trabajo los dos en una gran casa de campo; él con los animales y ella de sirvienta. La tía Mary le dijo a madre que podía hacerse cargo de ti; fue una ayuda, una carga menos. No volvimos a vernos hasta después de veinte años. Quizá por eso haya tantas cosas que no recuerdas. eran tiempos difíciles.

—  Sí. Nada era fácil.

—  Nada….

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