No nació para ser madre, sin embargo fue la mía. Dura, seca con el sentido de los afectos totalmente embotado, como si  toda su capacidad de amar, estuviera solo en una dirección: la suya.

Mi recuerdo de ella está envuelto en frío, en aquel despiadado frío de mi infancia rural, pero también de la falta del calor que desprende una madre ¡Cuántas veces me sentí helada por dentro y por fuera,en aquellos años de niñez y adolescencia! ¡Qué poco compartí de mis inseguridades, mis miedos, mi alegrías, mis risas, y finalmente: ¡qué poco compartí contigo sobre la vida! Cuánto te necesité cuando crecía en ese mundo que afrontaba en la más negra de las incertidumbres y soledad. Años de aprender a andar con pasos vacilantes como cuando era niña, probando el camino como un ciego con su bastón: aprender, tropezar, caer y volver otra vez a empezar, dejando que el viaje no me lastimara irreversiblemente. Lo hice. 

Aprendí a andar, aprendí a no llorar, a no necesitarte madre, aprendí a andar recta, muy recta. Eso si, disimulando mis cicatrices con el maquillaje de una sonrisa, con el maquillaje de mi trayectoria por la vida y me dije: sí, lo conseguí, estoy aquí, he llegado a mí y, ahora, ya no te necesito. He construido mi vida sin tu ayuda. Es más, a pesar de que seguiste siendo para mi un témpano de hielo de cortantes aristas.

Te fuiste hace dos años y ni siquiera fui capaz de llorarte. Pero antes de irte (y quién sabe si eras tú) me llamaste para pedirme perdón. Al final del camino algo te dijo que tu hija estaba y había estado siempre ahí, con esa carencia de no haber podido nunca sentarme en tu regazo y hablarte, y recibir a cambio una palabra…y un abrazo. Pero ese día y poco antes de morir, cuando ya la morfina anulaba tus impulsos, tuviste el valor de decirme que me querías. 

Una solitaria rosa en tu tumba te dijo por mi: gracias madre.

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