La rastra que marcó mi vida

La rastra que marcó mi vida

Hace 40 años mis padres, un percherón, y una rastra salvaron mi vida.

Por estos días pero en el año 1968 cuando tenía 8 años, sufrí un ataque de apendicitis, que le costó la vida a mi madre. 
Era noche cerrada, cuando no pude aguantar más el dolor, y llamé a mi mamá en un quejido; volaba de fiebre, y el dolor me tenía hecho un ovillo en la cama; dolor que venía aguantando desde la mañana, tratando de emular a mis padres, a los que muchas veces vi soportar dolores sin rechistar. 
Bajo una lluvia dura y pareja, y con un frío que helaba los huesos, mi papá corrió a uncir al Noble (así se llamaba el caballo percherón que era la fuerza motriz de mil tareas en nuestro campo) a la “rastra”; no la que hemos visto de hierro y con dientes por la tele cortando rutas; sino una que era un cuadrado de madera de no más de 1,20 mt x 1,20 mt, con dos patines de hierro, como un esquí pero más anchos; único vehículo que disponíamos, construido por mi padre para llevar los 3 o 4 tarros de leche hasta la ruta 200 todos los días. 
Con mi papá de pié manejando las riendas; con mi mamá sentada en el piso de la rastra sobre un apero, y teniéndome a mí en sus brazos, partimos en la noche, bajo la lluvia y el frío hacia el hospitalito de Marcos Paz, distante exactos 3,7 km de barro, o 37 cuadras. 
Hospitalito en el que médicos y enfermeras de los que ya casi no se encuentran, salvaron mi vida; pero en cambio, pese a su mismo tesón, no pudieron salvar la de mi madre, que sucumbió bajo una neumonía, a causa de un viaje de 3,7 km bajo la lluvia y el frío. 
Mi papá, ya nunca volvió a ser el mismo. Hombre que hasta ese 4 de julio en que despidió a su esposa, nunca penuria, dolor, cansancio, o contratiempo, habían podido con su buen humor; ni siquiera el de hacía unos pocos meses cuando levantamos la primer cosecha de papas, y se dio cuenta que estaba toda perdida; esas papas que resultaron ser chicas como canto rodado, fueron la munición ideal que usó para secar las lagrimas de los ojos de mi madre, al emprender una mini guerra a papasos entre él, mi mamá, mi abuela, y yo, que terminó con todos atacados por carcajadas, apilados en una montaña rusa sobre él.

Hoy, cuarenta años después, cuando hablan de los campesinos como los oligarcas y sus 4×4, se me incendia la razón. Los que hablan de esta manera, no tienen ni idea de lo que es estar a unos pocos kilómetros de un médico, y no contar con una manera segura de llegar a él. Mi madre no pudo sobrevivir a 37 cuadras, no a 37 kilómetros. Mi padre nunca se sacó la culpa de no haber ido a lo de don Gallero a pedirle el charriót, por más que sabía que hasta ahí eran unas pocas cuadras más. La culpa que tengo aunque hayan pasado más de 45 años aún me desgarra el alma.

Aclaro que el pueblo de Marcos Paz dista 50 km del centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; pueblo de campesinos que fue arrasado por un tornado, y que estos mismos volvieron a reconstruir con sus propias manos.

El campo de mis viejos tenía unas 15 hectáreas, 5 de un lado de una calle, y 10 del otro lado lindantes con el arroyo Morales.

Pensar que las primeras 5 hectáreas mencionadas, se la llevó la malograda cosecha de esas papitas, que hoy hubieran sido vendidas a precio record bajo el nombre de “PAPINES”.

Las otra 10 las cambió por una casita en el pueblo, para que nunca más corriéramos el riesgo de las 37 cuadras de barro; para que nunca más se nos pararan los pelos de la nuca y se nos encogieran los huevos ante un trueno.

Pensar que hoy, no podemos salir a la puerta de calle sin miedo a que nos maten; y que al hospitalito y su gente los haya vencido la falta de recursos. 

Eso sí; aún se me pararan los pelos de la nuca y se me encogen los huevos ante un trueno.

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