El olvido es la carcoma de nuestra memoria que segundo a segundo, incansablemente, va horadando nuestros recuerdos infantiles. Quizás por ello siempre me han gustado las historias contadas o leídas.

Recuerdo, cuando era niña, las mañanas de los sábados en casa de mi abuela Violeta Arbós. Era un ritual repetido que me fascinaba. A las diez de la mañana, hijas y nueras estaban convocadas a esa cita ineludible.

Mi abuela, media hora antes, ya estaba sentada en su sillón de mimbre, en el centro de la alcoba principal, con su largo camisón blanco. Era una mujer alta, grande, hermosa. Los quilos y los años no habían borrado su físico bello y contundente.
Un par de prolongados suspiros y su inquisitiva mirada azul eran la señal convenida para el comienzo de una insólita liturgia.

Mi tía Elena colocaba a los pies de mi abuela, un gran barreño de zinc donde vertía simultáneamente agua fría y agua caliente de dos grandes teteras. Mi abuela metía el dedo gordo del pie derecho en el barreño y asentía.
Amalia y Marina la despojaban de su camisón y mi abuela aparecía como una Venus primigenia, oronda y voluptuosa. Eran Enriqueta y Elena las que se encargaban del minucioso aseo. Con suavidad frotaban cada centímetro de piel, cada recoveco, cada pliegue y arruga. Después, con el mismo empeño, secaban su cuerpo con delicados toques, como si utilizaran papel secante. Ya vestida por mis tías Amalia y Marina, era Magdalena la encargada de hacer la manicura de manos y pies.

Las nueras también tenían su cometido. Mi madre lavaba su larga y lisa melena rubia, ya entremezclada con las canas, y le hacía un moño recogido con un redecilla que sujetaba con horquillas doradas. Mi tía Carmina, con su cálido acento gallego, se ocupaba de amenizar, con chismes vecinales de nuestro barrio porteño, la escena que se desarrollaba, sábado a sábado, en este peculiar gineceo.

Llegaba el merecido descanso y el café. Era el momento más anhelado por mí. Durante la animada charla que entre todas mantenían, de repente surgía la mágica frase…¿Te acuerdas de…? Y ahí empezaban las historias. Cada una contaba la suya. Las demás escuchaban atentamente y a veces completaban el relato con pequeños detalles olvidados por la narradora. Algunas eran historias entretenidas, divertidas; otras tristes y melancólicas, pero todas eran únicas.

Estas sesiones podían terminar con escandalosos ataques de risa o con una monumental discusión que mi tía Amalia resolvía a lecherazos en la cabeza de algunas de sus hermanas o cuñadas. Ellas eran vitales, primarias y excesivas, pero auténticas.

Pero el recuerdo más entrañable que conservo de mi abuela Violeta, es el verano. Mi abuela se gastaba su escasa paga mensual en aquellas antológicas partidas de parchís que jugaba con su hija Magdalena y sus dos  vecinas.
Mi tarea de todas las tardes de verano, durante varios años, fue acompañar a mi abuela a casa de su hija Magdalena. Esta situación no estaba exenta de secretos y peligros. Esperábamos a que mis tías Marina y Enriqueta durmieran la siesta, para salir sigilosamente porque teníamos terminantemente prohibido visitar a mi tía Magdalena.

Descender dos pisos, por una escalera angosta y oscura, era un espectáculo de funambulismo. Mi abuela bajaba dos o tres escalones, después se daba la vuelta y yo la ayudaba a poner sus manos en el suelo. Como podía, pasaba entre su oronda figura y la pared para situarme la primera por si se caía, parar el golpe. Entonces, de espaldas y a gatas, bajábamos el resto de escalones con muchísima dificultad, pero eso sí, muy motivadas las dos, ella por el juego y yo porque siempre pillaba alguna chuchería o unas monedillas. Ahora pienso que podríamos habernos matado las dos, ella con casi ochenta años y yo con apenas ocho o nueve, niña flaca y larguirucha.

Con todo el calorín de las cuatro de la tarde, llegábamos a casa de mi tía que ya tenía una mesa preparada en medio de la acera. Y empezaba el juego, a cinco duros la partida. ¡Cinco duros, cada una! La que ganaba se llevaba veinte, que por aquel entonces era un dinerillo.

La tarde pasaba y mi abuela también pasaba del enfado al llanto. No ganaba ni una partida. Entonces, acusaba a mi tía Magdalena de que hacía trampas. Y era verdad. Yo lo sabía, bueno, sabía más. Todas en aquella mesa hacían fullerías. Retrasaban las fichas ajenas y adelantaban las propias. Si percibían que yo me había dado cuenta, me guiñaban un ojo y ya sabía que tenía que callar. Era el momento de liar una zapatiesta fenomenal. Mi abuela decía que mi tía Magdalena era una mala hija, que no la quería, que eso no se le hacía a una madre… Mi tía le decía que cómo no la iba a querer, pero mi abuela, erre que erre, hasta que la otra se cansaba y le decía que era verdad, que no la quería y que no volviera más, porque no sabía perder… Más lloraba mi abuela. La verdad es que teníamos al vecindario muy entretenido.
Despacito, con mi abuela cogida de la mano, llorando como una descosida, desandábamos el camino y retomábamos el imprudente ascenso por aquella escalera, ahora de cara y a cuatro patas. Mis tías nos estaban esperando con cara de pocos amigos… ¡Otra zapatiesta!,  pero esta vez recibíamos las dos. Ella por su irrefrenable adicción al parchís y yo por acompañarla en aquella aventura insensata. Durante los dos días siguientes, nos castigaban y no podíamos salir por las tardes, hasta que mis tías caían rendidas por el dulce sueño de la tarde y volvíamos a las andadas.

Así, durante años, transcurrieron mis veranos, acompañando secretamente a una anciana indomable que se resistía a estar postrada en un sillón, sufriendo el implacable paso del tiempo.

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