En las contadas ocasiones en las que pude estar cerca de ti, ninguna vez te vi sonreír.
Cuando te trajeron ya estabas bien vestida, repeinada, con dos coletas que caían sobre tus hombros, adornadas con lazos blancos que resaltaban tus ojos negros y tu piel morena; tú fragilidad me conmovió nada más verte. Eras tan pequeña, aún no habías cumplido los cuatro años y ya lucias en los bracitos quemaduras de cigarrillos. Las primeras emociones de esperanza y ansiedad quedaron al instante arrolladas por la consternación.
Mientras te observaba allí plantada, asustada, tan quietecita y calladita, me daba cuenta de que te habían sacado de “Guatemala” para meterte en “Guatepeor”. No hay nada más triste que una niña sin sonrisa, una niña con la mirada perdida y temerosa.
El corazón se me encogió al pensar que los que te habían apartado de la mala vida que te proporcionaban en el hogar materno, lo hicieron con la convicción, de que en el hogar paterno te acogerían con el amor que necesitabas; era lógico pensar que te cuidarían y te protegerían, ya que tu Padre era, aparentemente, “de buena familia”. Todo parecía perfecto…
Nuestro Padre te acogió con aparente alegría y esa sonrisa cínica que le caracterizaba; su hipocresía era más grande que él. Actuaba como si realmente estuviese realizando una buena acción. Como si la responsabilidad de tu situación no fuese suya. En ese momento comprendí que para ofrecerle a un niño una infancia primero tienes que quererlo, pero lamentablemente él no nos quería a ninguna de las dos. Nunca podré olvidar los días en los que nuestro padre llegaba a casa, con toda su pobreza moral a cuestas y nos regalaba un:
– las mujeres no servís “paná”- por no mencionar la ristra de lindezas que era capaz de eructar.
El hecho de nacer niña implicaba una carga para nuestro padre. El día que le plantee que no estaba bien hacer como si no existieses, que eras hija suya, creí que te quedarías conmigo; no podía imaginar que querría llevarte con él a su casa para que mi madre te cuidara, en contra de su voluntad por supuesto.
¡Pero no, claro!, Lo mejor, fue llevarte a una casa donde te trataban como a un soldado, donde sí te negabas a comer te hundían la cabeza en el plato, una casa donde las descalificaciones despectivas eran tu pan de cada día, donde las muestras de afecto brillaban por su ausencia. Luego, les parecía extraño que te echases a temblar, cuando te ponían la comida por delante y vomitabas lo poco que te llevabas a la boca.
Yo no podía comprender, como mi Madre podía ser tan cruel; me veía en ti de pequeña y recordaba cómo me sentía cuando me peinaba las coletas, descargando sobre mi pelo toda su ira y su frustración, a la vez que se afanaba, nerviosa, intentando poner lacio mi pelo rizado. Para ella lo importante era que tuviésemos buena presencia al salir a la calle. ¡Oh qué horror! , ¿Qué pensarían los vecinos?
Cuando te peinaba a ti, su furia aumentaba, solo verte era una tortura para ella, representabas la prueba evidente de las infidelidades de su marido, sumado al tormento de ver morir a su hijo, mientras nuestro querido padre te concebía con la esperanza de que nacieras niño y ponerte el nombre del que había muerto.
¿Se puede ser más pobre?
En la casa de nuestro Padre, nunca nos faltó alimento, pero siempre fuimos pobres, reinaba la escasez moral, la falta de amor, la ausencia de la ternura y la compasión; esa es la pobreza más absoluta que puede sentir un niño que no tiene a quien pedir ayuda, que solo nos tiene a nosotros, su familia. Los adultos tiramos nuestra basura en la mente de los niños, nosotros les hacemos pobres y nosotros les marginamos.
El mal bicho no tardó en deshacerse de ti.
Treinta años después, no recordabas nada de tu primera infancia. Tu mirada, destilaba la dulzura infantil, que siente un alma alimentada, nutrida y atendida con todo el amor que proporciona, “UNA BUENA FAMILIA”.
Por suerte, tú, nunca fuiste pobre.
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