ENSAYO SOBRE LOS CARACOLES

ENSAYO SOBRE LOS CARACOLES

Juan Folguera

14/08/2015

                                                                                               A nuestro amigo del DIA

 

Según la wikipedia, el caracol es el nombre común de los moluscos gasterópodos provistos de una concha espiral. Puede parecer una definición técnicamente irreprochable pero, desde luego, no es una definición correcta. Al  menos, no del todo. Mi mujer y yo conocemos un caracol que no cabe dentro de esa definición, un caracol que, aunque no sea un molusco gasterópodo provisto de una concha espiral, también lleva su casa a cuestas.  En realidad, se llama Selim, pero todos en el pueblo le conocen por el sobrenombre de Caracol, porque siempre arrastra consigo un carrito de supermercado en el que almacena todas sus pertenencias.

   Nadie recuerda cuando llegó al pueblo. Los más osados afirman que hará dos o tres años. Quizá ni siquiera él lo sabe (o no le apetece contestar) porque cuando se lo preguntamos se limita a encogerse de hombros.

  Por la noche, es fácil encontrarlo. Duerme bajo los soportales de la plaza, junto a la puerta de una sucursal bancaria. En invierno, cuando el frío es insoportable, el director deja la puerta abierta para que pueda dormir dentro del cajero pero, con una condición: tiene que dejarlo libre en cuanto lleguen los primeros clientes. El resto del día, lo podemos encontrar sentado a la sombra en un banco del parque, aseándose en una fuente o saludando a los vecinos del pueblo junto a la puerta del supermercado con la esperanza de que alguno le pregunte qué necesita de comida. Cuando nos lo encontramos allí, mi mujer y yo, siempre se lo preguntamos:

  −Lo que ustedes quieran, señores –nos contesta−.  Pero, por favor, nada de cerdo.

  Selim es musulmán. Nos es raro verlo arrodillado sobre una esterilla que guarda en su carrito rezando hacia La Meca. Para orientarse, dice que se fija en la posición del sol. Después de las abluciones rituales en la fuente del parque, se viste con ropa suelta y se inclina sobre su esterilla pronunciando unas palabras en árabe.

  Aunque no sé mucho del Islam, me da la impresión de que Selim es un buen musulmán. Aparte de no comer cerdo, nunca le he visto beber alcohol, siempre hace el ayuno del Ramadán y Diego, el quiosquero, cuenta que una vez lo vio delante de su quiosco dando limosna a un mendigo rumano que rebuscaba en los contenedores de basura. Por lo visto, lo único que le falta, de momento, es emigrar hasta la Meca, pero nos asegura que aún es joven para ir.

  Alguna vez le pregunté a Selim por qué había elegido nuestro pueblo y si no sería mejor marchar hasta Madrid, dónde había comedores sociales y albergues. Selim nos contestó que en las grandes ciudades no se sentía demasiado a gusto. Muchas noches no podía dormir tranquilo por culpa del miedo. Conocía a gente a la que unos niñatos le habían apaleado o incluso rociado de gasolina, sólo para divertirse.

  Cuando nos mudamos de casa, mi mujer y yo le pedimos que nos ayudara. El nuevo piso no estaba muy lejos, pero necesitábamos que nos echaran una mano, sobre todo para llevar las cajas de todos nuestros libros. Selim aceptó. Yo no sabía muy bien cómo agradecérselo. En un principio, pensé en alojarlo en un buen hotel. La sola idea de imaginármelo dormido despatarrado en una de las suites, con uno de los botones arrastrando su carrito de supermercado hasta la habitación y el recepcionista obligado a tratarle de usted, me hacía sonreír. Llegué incluso a proponérselo. Pero Selim no quiso. Le ofrecí entonces dinero, pero también se negó a aceptarlo. Insistí. Le dije que no era ningún esclavo que tuviera que trabajar para mí a cambio de la comida que le compraba cuando me cruzaba con él en el supermercado. Lo que le estaba proponiendo era un trabajo. Si hubiera podido, le habría contrato legalmente. Pero Selim había llegado ilegalmente a España y no tenía papeles.

  −¿Cómo llegaste? ¿En una patera? −le pregunté.

  −No, saltando la valla de Melilla –me contestó y bajándose un poco los pantalones, me enseñó la cicatriz que las cuchillas de la concertina le habían dejado en una de las piernas.

  Finalmente quedamos en que le daría cincuenta euros a cambio de ayudarnos a llevar las cajas. Supongo que aceptó más por miedo a que yo me enfadara, que por el dinero que le ofrecía.

  Selim aparcó su carrito junto al portal de nuestra antigua casa. Antes de ponerse manos a la obra lo miró, despidiéndose de él, como si en lugar de un carrito, estuviera abandonando a su propio hijo.

  −Tú, tranquilo. No le va a pasar nada –intenté tranquilizarle−. Todo el mundo sabe que es tuyo.

  La nueva casa no estaba lejos de la anterior, apenas a un par de calles de distancia. Uno de los motivos por los que nos mudábamos era porque el piso en el que hasta ese momento habíamos vivido era propiedad de un banco y, aunque, habían bajado mucho los alquileres por la zona, el banco se negaba a bajarnos el alquiler ya que, según alegaban, era lo que habíamos firmado en el contrato.

  −Sí, pero de unos años para acá, todo ha cambiado –les decíamos a los del Banco−. Tanto a mi mujer como a mí nos han bajado el sueldo y ya no cobramos lo mismo.

  −Lo siento, pero los contratos están para cumplirse –nos decían.

  Pero el motivo fundamental no fue el dinero. Mi mujer, que es medio bruja,  me comentó que muchas noches, en cuanto apagaba la luz, oía llorar a unos niños.

  −Yo no oigo a nadie –le decía.

  Cuando nos enteramos de que habíamos estado viviendo en el piso de aquella familia que salió año y medio atrás en todos los periódicos porque la madre se tiró por la ventana en cuanto le llegó la orden de desahucio por no poder pagar la hipoteca, mi mujer y yo nos miramos y decidimos que, aunque sólo fuera por ellos, debíamos mudarnos.

  No sé cuántos viajes hicimos. Cada vez que volvíamos a la antigua casa y veía el carrito de Selim en el que llevaba todas las pertenencias, me moría de envidia.

  −¿En realidad necesitamos todas estas cosas? –le preguntaba a mi mujer.

  −Pero sí son tus libros o tus discos o tus películas o tu ropa o lo que hubiera dentro de la caja en aquel momento –me decía –. Siempre has dicho que no podías vivir sin ellos.

  Cuando terminamos la mudanza invité a Selim a que se duchara en nuestro cuarto de baño. Nos hacía ilusión que él fuera el primero en ducharse en nuestra nueva casa. Esta vez no me costó convencerlo. No sé cuánto tiempo estuvo bajo el agua, pero salió  más sonriente de lo que le había visto nunca. Hasta aquel momento, no me había dado cuenta de lo blancos que eran los pocos dientes que aún le quedaban. Después de darle las gracias, le entregué los cincuenta euros que pactamos. Selim hizo dos o tres veces ademán de no querer aceptar el billete, pero finalmente lo guardó en su bolsillo.  

  Mi mujer y yo salimos al balcón para despedirnos de él y darle una vez más las gracias por ayudarnos. Le vimos caminar feliz rumbo a nuestra antigua casa a por su carrito.

No tardó en volver.

  −¿Pasa algo Selim? –le pregunté.

  −No está mi carro.

  Subimos en el coche y recorrimos todo el pueblo en busca del carrito con sus cosas. Finalmente, lo encontramos en el fondo de un barranco, con sus cosas diseminadas como los trozos de la concha espiral de un molusco gasterópodo espachurrado. Al verlo, Selim se quedó en silencio.

  −Lo siento–le dije−. Lo siento, mucho. Siento que por ayudarnos en la mudanza, te hayas quedado sin tus cosas. ¿Podemos hacer algo por ti?

  Selim, sin mirarme a los ojos, movió la cabeza varias veces para decir que no. Pero, al poco tiempo, debió de pensarlo mejor y me pidió un euro.  

  −¿Un euro? ¿Para qué quieres un euro? ¿Seguro que no quieres más dinero? Sólo te he dado cincuenta por lo de la mudanza.

  −No. No necesito más dinero. Mis cosas todavía están ahí abajo. Luego intentaré bajar a ver si logro salvar alguna. El euro lo quiero porque no tengo cambio y necesito coger otro carrito del supermercado.

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