Son cuarto para las diez de la mañana, y Evangelina Ahuatzin se pone una camiseta color de luto, que en la espalda lleva una leyenda en letras blancas: “Hijo mientras no te entierre te seguiré buscando”, y cuando al pasar se ve en el espejo, desvía la mirada, porque ya no le gusta contemplar su cara escurrida por la tristeza, sus ojos negros, vacíos de tanto llorar.

Suena el timbre de un teléfono celular. Evangelina lo encuentra sobre el piso de cemento, en el estrecho espacio entre la cama y la pared, todavía conectado al cargador. Le sorprende escucharlo después de tanto tiempo. Su hijo debió dejarlo ahí antes de salir aquel día, piensa, mientras el pecho se le va anegando de dolor. Sentándose en el borde de la cama, lee el nombre del contacto en la pequeña pantalla luminosa: Guillermo Lorenzana.

“Es el doctor argentino, ¿pa’que llamará?”

Frente a la iglesia de San Gerardo se reunían los padres y los hermanos de los 43 estudiantes de la normal rural, pero también de otros muchachos, porque en el estado de Guerrero, son seis mil los jóvenes etiquetados como “victimas de desaparición forzada” desde el sexenio anterior.

Aquel día había once personas más. Pertenecían al Equipo Argentino de Antropología Forense, formado por antropólogos, especialistas en criminalística y arqueólogos, que se contactaron a través de las organizaciones de derechos humanos. Venían a petición de los padres, a quienes el gobierno de su propio país se limitaba a mirar de lejos, con el miedo que siente el que tiene cola que le pisen.

Lo violencia ejercida por las fuerzas del orden, contra los normalistas desarmados el veintiséis de septiembre, fue uno más de los actos de prepotencia y cobardía que eran ya parte de la vida en la región. Los únicos delitos que podían imputarse a los jóvenes, eran el robo de combustible y la toma de autobuses. Pero los atacaron como si se tratara de criminales; la balacera dejó tres estudiantes y cuatro civiles muertos esa misma noche. A los 43 detenidos, sus familias no volverían a verlos.

¿Quién había decidido la suerte de esos muchachos, y por qué?

¿Qué siente la madre, o el padre, al enterarse de que uno de ellos es el hijo que abrazó hace tan poco, al que ama, y en quien tiene puestas sus esperanzas?

Al paso de los días, se dieron cuenta de que no podían esperar a que el gobierno encontrara a los muchachos. Pero ellos los buscarían. Era conocido que los narcos llevaban años sepultando a sus víctimas en cerros y barrancas. En esos territorios, donde ellos fueron los primeros en atreverse a entrar, al principio solos, llevados por el deseo de colocarles una lápida a sus hijos, para llorarlos como se debía.

Caminaban por el terreno reconociéndolo metro a metro, introduciendo una simple varilla de metal en busca del olor a cadáver. Así habían encontrado ya dieciséis fosas con osamentas, más otras muchas con ropa y zapatos de personas de todas edades. De existir un padrón con los datos de personas desaparecidas, que incluyera su perfil genético, se hubiera podido informar a otros padres, hermanos, esposas, hijos. Y sin embargo, este equipo formado por gente del pueblo, permanecía en el dolor de sus propias preguntas. Ninguno de los cuerpos se había podido identificar como uno de los 43.

Los argentinos, a diferencia de los peritos de la Procuraduría, trabajaban adentrándose en el entorno de los desaparecidos. Obtenían así información invaluable para identificarlos.

El porteño Guillermo Lorenzana, el más joven, era un muchacho serio, cuya amplia frente se dividía por un entrecejo demasiado marcado para sus veintiséis años.

Evangelina y su hijo José Santos se acercaron a él y ofrecieron compartir su almuerzo, consistente en tacos de frijol con chorizo. Supo que buscaban el cuerpo de Diego, el hermano mayor, estudiante del primer semestre de licenciatura en la normal rural.

—No era de los que sacaban puros dieces, pero sí era un buen muchacho —decía la madre con una tristeza apacible, como los árboles y la tierra oscura.

Lorenzana observaba cómo se desenvolvía José Santos, que cursaba el tercer año de preparatoria gracias a una beca, preguntándose qué oportunidades tenía un joven con su inteligencia y curiosidad, en un ambiente tan hostil.

La desaparición de los normalistas exhibió a un gobierno estatal saturado de corrupción, que para escurrir el bulto, ofreció un apetitoso bocado informativo. Reveló que la pareja, formada por un munícipe al que muchos señalaban como homicida, y su mujer, heredera de una familia de narcotraficantes, había sido quien ordenó a la policía municipal entregar a los 43 a un cártel local, para que los asesinaran, porque alguien dijo que los muchachos pretendían interrumpir el discurso que esa noche daba la señora.

Pero esa, la versión oficial, no daba noticia del paradero de los estudiantes.

Sus padres continuaron buscando, y de paso destapando fosas, como semilleros de muertes olvidadas, en números que resonaban por el mundo.

Había que detenerlos.

Se preparó el escenario. Aparecieron testigos narrando una escena infernal: un holocausto de 43 cuerpos en un basurero, algunos aún con vida; calcinados durante horas, hasta quedar solamente huesos carbonizados, que sus verdugos trituraron para desaparecer toda evidencia.

Los forenses argentinos, a quienes se había dejado fuera en el momento del hallazgo, trabajaron bajo vigilancia militar para recolectar diecisiete muestras. El material genético estaba tan deteriorado, que tuvo que mandarse a uno de los laboratorios más avanzados de Europa, el cual confirmó, semanas después, que los restos pertenecían a uno de los normalistas.

En la iglesia, al escuchar al sacerdote encomendar a su hijo y a sus cuarenta y dos compañeros al creador, Evangelina no podía, ni quería, dejar de llorar. Junto a ella, José Santos miraba pensativo al frente.

“Quieren que ya no busquemos, porque estamos saque y saque cuerpos. Que nos quedemos conformes, calladitos, que seamos la misma bola de agachones de siempre. Lo peor, es que ya ni nos condolemos de tanta gente asesinada, hasta que nos toca, y entonces, nos damos cuenta de que para el gobierno, los muertos son puros números, y que ni le interesa saber quién los mató. Nos dan atole con el dedo, nos restriegan que, como somos pobres, no merecemos que hagan la investigación bien. ¿Qué le va a pasar a este pueblo? Nos estamos matando entre nosotros. ¿Cómo se le puede hacer para cambiar lo que está pasando? Yo no quiero ponerme a ver la tele para no pensar, como los demás.”

“¿Por qué no se encuentran más huesos, de los otros chavos? ¿Por qué no invitaron a Guillermo y a los otros cuando dizque los encontraron en el basurero?

¿Dónde están las cenizas, o lo que haya quedado de Diego? ¿Por qué te tuviste que trepar a esos camiones, hermanito?”

Vestido con sus pantalones de mezclilla rotos, tenis y camiseta negra, Santos se dirigió al campamento argentino, donde encontró a Guillermo Lorenzana trabajando con su computadora portátil.

— ¿Qué van a hacer ahora, Doctor? —le preguntó luego de saludarlo.

—No lo sabemos. No estamos satisfechos por encontrar solamente a uno de los estudiantes, pero la Procuraduría está a punto de dar carpetazo a la investigación.

—Oiga, doctor, ¿y si de veras el ejército se llevó a los muchachos al cuartel? El papá de Julio César dijo que la última ubicación de su celular fue ahí.

Guillermo frunció el ceño, y sus pobladas cejas negras parecían querer unirse, al recordar que la Procuraduría tachó de falsa esa información, que de ser verdadera, señalaría al ejército como cómplice.

—Coincido con los de la Universidad, no es posible que los hubieran quemado en ese basurero. A campo abierto se necesitaría demasiado combustible, quedarían más restos, grasa corporal; además, menuda humareda hubieran visto los cartoneros que trabajan allí a diario.

—Yo he oído que en la zona militar hay una prisión, y también un crematorio escondido, Doctor.

El argentino le dirigió una mirada grave. Aquello le hacía pensar en la dictadura del general Rafael Videla en su país.

—Si usaron ese horno para volver cenizas 43 cuerpos, también necesitaron mucho gas.

Al salir del campamento acordonado, un militar le pidió una identificación.

—José Santos Ahuatzin, ¿haciendo amigos argentinos? —Preguntó el soldado en tono irónico—. ¡Órale, pos qué chingón! Pero no te pases, güey. Fíjate, cuántos de los chavos que andamos buscando ahí en el tiradero, deben haberse arrepentido de andar enchinchando.

Mientras caminaba hacia su casa, Santos meditaba en su conversación con Lorenzana. La existencia de un crematorio oculto en la zona militar era un rumor, pero podía explicar, en parte, la desaparición de tantas personas.

Al día siguiente, llamó a las empresas distribuidoras de gas cercanas al cuartel, solicitando un pedido a nombre de un coronel ficticio. En una de ellas una muchacha le preguntó:

—Su pedido, ¿lo recibe el Capitán Acosta, verdad?

—Sí, señorita. Disculpe, antes ¿me puede decir por cuanto es la factura anterior? Es que el Capitán Acosta dejó su despacho cerrado con llave.

Santos apuntó la cantidad y el número de la factura que la desapercibida empleada le dio.

— ¿Y ahora, por qué salió tan caro?

—Por los dos mil litros que pidieron el veintinueve de septiembre.

Por la tarde, acudió a contarle a Lorenzana el resultado de su pequeña investigación. El sudamericano decidió que se tenía que informar a la prensa. Santos no estaba seguro.

—Pero es que no tengo pruebas, señor, nada más fue una llamada.

—Así está bien, pibe, ayudaremos a que las investigaciones tomen ese rumbo. Nunca subestimes lo que puede conseguir un periodista.

Convocó a los reporteros. En la breve entrevista, dió a conocer que la empresa “Gasurban” había surtido dos mil litros de combustible al cuartel, casualmente, dos días después de la desaparición de los normalistas.

A la mañana siguiente, el campamento sudamericano fue rodeado por una compañía de soldados. Se ordenó a los ocupantes recoger sus pertenencias en dos horas, argumentando que, ya identificado uno de los normalistas, era un hecho que todos habían tenido el mismo fin. Un vehículo militar los llevó al aeropuerto de la capital del estado, para que abordaran un avión para la Ciudad de México, y luego hacia su país.

Esa noche, el joven recibió la llamada de un desconocido.

— ¿Me puedes comunicar con Santos Ahuatzin?

—Sí. Soy yo —. Respondió inocentemente.

—Pos ya eres un cadáver, hijo de tu puta madre.

El teléfono sigue sonando. Evangelina lo mira sin ver, con los ojos húmedos y un gesto de amargura en la boca. Finalmente contesta.

—Bueno.

—Buen día. Es Guillermo Lorenzana. ¿Puedo hablar con Santos?

A ella no le sale la voz, atrapada en el nudo que siente en la garganta. Las lágrimas bajan por senderos gastados en su cara alargada.

— ¡Aló…! ¡Aló…! Es que le he propuesto para una beca acá, en la Universidad de Buenos Aires —. La voz de acento argentino la trae de vuelta a la situación.

—No, Doctor. Se llevaron a m’hijo de aquí mismo, de enfrente de la casa, hace dos semanas. Lo desaparecieron, como a su hermano. Está muerto, lo siento aquí en mi pecho.

El porteño, súbitamente golpeado por la imagen del rostro moreno y la mirada inteligente del muchacho mexicano, es incapaz de decirle algo que tenga sentido a esa madre, a quien le han arrebatado a sus dos hijos. Sólo desliza el pulgar por la pantalla de su teléfono, para cortar la llamada.

Todavía sentada en la cama, con la mirada perdida, Evangelina escucha unos leves golpes en la puerta. Su cuerpo se incorpora, se pone un gastado sombrero de palma, y tomando una varilla de hierro con la punta roma, sale con paso lento a reunirse con los padres de los otros normalistas. Mientras la vida le alcance, ella buscará entre los cerros a Diego y a Santos, y si un día los encuentra, les dará cristiana sepultura, como ha sido con sus padres y abuelos; para que sigan siendo su razón para aferrarse a esta tierra.

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