Sucedió un Viernes Santo

Sucedió un Viernes Santo

Se vio sentada en el mismo balcón frente a la Plaza de Armas. Su mente sumó y restó: 37 años. Observaba junto a sus hijas, como aquella vez, la puesta en marcha de lo que sería la procesión del Viernes Santo. La recordaba colorida, bulliciosa, el trajín de comerciantes vendiendo velas, banderines, cremoladas, el chin-chin de las ollas de los puestitos ambulantes, el hervidero de curiosos comprando confites tradicionales.

Se le espeluznó la piel. Hacía algo de fresco y aunque en la estancia se estaba muy a gusto, sintió necesidad de ponerse la chaqueta. Las camareras corrían atentas repartiendo vino caliente, té macho y otros antojos. Todo sabía a fiesta, igual que entonces.

Cayó en cuenta de aquellos recodos de su vida que había guardado para ella. No habría querido guardar mayores secretos, pero se había acostumbrado a una particular soledad y no sabía hablar de sí misma. Habría querido advertirles a sus hijas que no era su primera vez en esa ciudad, que ya tenía recuerdos de ese balcón.

Su hija mayor se acercó contenta y la besó: “¿Te está gustando?”. Asintió acariciándole la barbilla. El momento tibio le punzó el corazón. Desde hacía rato los recuerdos la trastornaban. Había tenido la misma sensación de hurgar entre fotografías antiguas, cuando los recuerdos se pelean unos con otros por salir a borbotones. Ese beso le domó la angustia que se le había producido desde que empezó a subir las escaleras.

“Imposible”. La fachada del nuevo restaurante la engañó al inicio pero una leyenda impresa en el menú terminó golpeándola. “Sirviéndolos desde 2004 en donde, hasta mayo de 1980, funcionó la tradicional Cafetería Roma”.

…Aquella noche, había decidido olvidar las razones que la habían llevado a Ayacucho. Se había dejado contagiar por el entusiasmo reinante. Dos semanas antes, había dejado atrás su tierra. Sus pensamientos estaban en Quito, en la bendición de su madre y el beso en la frente que no le dio a su hija al despedirse. Era la primera vez en quince días que se permitía olvidar, deslumbrada por el color de las alfombras de flores y el familiar olor a incienso. Subió despacio las escaleras del Café Roma, pidió un café y se sentó en una esquina silenciosa.

Los recuerdos le debilitan las fuerzas adquiridas en 37 años. Se mira las manos para recordar que ya no es la chiquilla huidiza de 25. Observa a sus hijas, felices, brindando con un par de “calientes de pisco”, mientras a ella se le desborda el pasado.

…Con su taza de café calentándole las manos, observaba embobada los últimos coletazos del paso de la Virgen. “No te vayas todavía”. Levantó la mirada y lo vio instalado en su mesa. Le sonrió. A penas alcanzó a abrir la boca para decir “No”. “¿A qué le dices que no, muchacha?”. Intentó adivinarle la edad. Cuarenta. Quizás menos, la barba lo envejecía. “No me preguntes el nombre, sólo hazme compañía”. Le encendió el cigarrillo.

… La noche en el Café Roma duró lo que dura la noche del Viernes Santo en Ayacucho. Dio para conversar de paisajes, de infancia, de desesperanzas, de vínculos y vacíos. Y así, poco antes de las cuatro y media de la madrugada, tal como llegó, se fue. “Gracias por el viaje”, le dijo, mientras le besaba la mano. Desapareció escaleras abajo diluyéndose en el humo de su cigarrillo.

Casi cuarenta años después, también mira hacia atrás para buscar al fantasma. Cierra los ojos, el olor a incienso le devuelve la agitación.

… Dejó la propina sobre la mesa. Caminó por los soportales y siguió calle abajo hasta su modesto hotel. Se cuidó de cerrar la puerta con doble llave. Se cambió de ropa, cerró las cortinas y se acostó con miedo y soledad. Los ecos de los petardos duraron hasta la primera luz. Se levantó. Se duchó con agua helada y salió en busca de pan caliente, como hacía en su natal Quito.

… En la Plaza de Armas la multitud hervía. Por instinto miró el reloj: 8h20 del Sábado Santo. Pasó de largo haciéndose a la idea de los excesos de la noche. No encontró pan en ningún sitio. Al volver, ya la multitud no se movía. El silencio invadía la plaza. Se acercó hasta la Catedral en donde se concentraba la muda masa. Un hombre yacía boca abajo con la cara del lado y los ojos abiertos. Se quedó petrificada sintiéndose más extranjera que nunca e hizo parte de esa masa mansa domada por el terror.

…Un silbido le rozó la oreja. “Ándate pronto, con él te vieron”. Sintió tambalearse y al girarse, una capucha azul se alejaba corriendo. Tratando de dejar de temblar, llegó al hotel, tomó su bolsito, dejó el pago de la noche sobre la mesa y se fue. Camino a la estación veía gente bajar a la plaza apresurada, le dio la sensación de que era la única caminado a contramano.

…El autobús hacia Lima estaba pronto a partir. Subió sin conciencia y recordó al de la capucha azul. No se hizo más planteamientos.

…El paisaje verde fue dejando atrás Ayacucho. Se enteró de lo sucedido por los comentarios mitad en quechua, mitad en español de los viajantes. Era Marcel Dulanto, Arequipeño de 35 años, profesor de la Universidad de Huamanga, miembro del PCP-SL* hasta el Miércoles Santo en que había hecho pública su renuncia al partido por “profundas discrepancias”.

Miró a sus hijas y experimentó la misma sensación de supervivencia de cuando tomó el autobús hacia Lima. Encendió un cigarrillo, caminó hacia ellas y abrazándolas, les dijo: “Voy a contarles una historia. Sucedió un Viernes Santo…”

*Nota: Este relato es 60% ficción y está inspirado en 2 viajes hechos a Ayacucho, uno en 1980 y otro en 2017. En memoria de ese Mayo de 1980 en que el Partido Comunista del Perú -Sendero Luminoso realiza su primera intervención violenta quemando urnas electorales en el pueblo de Cushi dando inicio a dos décadas de cruenta violencia en Perú.

Ayacucho, Perú.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS