PROSOPOGRAFÍA DE UN POBRETÓN MANCHEGO

PROSOPOGRAFÍA DE UN POBRETÓN MANCHEGO

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Un glorioso y aciago día, Gregorio (de pila), siendo aún “el tío Chulo” (porque sí), decidió llamarse “Rompetechos”, tal vez por la pulsión a intentar in extremis un reajuste adaptativo de su autobiografía, sacudida ya sin tregua, cual cabrahígo solitario, por la fuerza ‘encafilada’ de varios huracanes disjuntos de su deterioro senil…

    Antes, cuando todavía iba y venía, sin vuelta de hoja, como “el tío Chulo” (siempre rodeado de su mujer, “la tía Celes”, y sus “Chulillos”), resultaba tan bueno y tan alto como el mismísimo Don Quijote; estaba tan flaco y tan enamorado como el propio caballero; y como que hasta daba carrete a indicios de ir a volverse pizca más o menos loco que él.

   Cosa esta, que, si bien hubiera parecido poder tener su mayor confirmación justo cuando comenzaba a metamorfosearse en “Rompetechos”,  dejó, empero, de tenerla a partir de ahí, pues ya entonces las locuras de ambos cursarían de manera bien diferente: ¡la de nuestro héroe se fue haciendo acreedora, de firme, al diagnóstico ‘popular’  de “loquera” a secas!

En lo que no tuvo parangón posible con nadie fue en lo tocante a su pobreza. Y ello, no porque careciese de la inteligencia, la actitud o el carácter que le pudieran haber permitido desempeñar trabajos con que satisfacer sobradamente las necesidades más primarias suyas y de su familia; ni que tampoco careciese de ética; sino porque nació ‘estrellado’: con la pobreza como única herencia de sus mayores, en una zona de agricultores autosuficientes, y en época de guerras y posguerras.

    Se llenó, encima, de hijos, como no podía ser menos: no sólo por sus antecedentes familiares, y aunque parezca mentira, por el hambre, sino sobre todo por el amor desaforado que se profesaba con su bendita y preciosa Celes, bastante más joven que él.

     Así, sin otra salida que la de sobrevivir, nunca le quedó más que tirar para adelante a trancas y barrancas.

Por eso, cuando la almazara dejaba correr el alpechín de la aceituna por las cunetas, ahí estaban él y su familia en pleno, al ser de día, con sus botecitos de hojalata ‘muenta’ para recogerlo.

    Con paciencia y cuidado exquisitos ‘cazaban’, día tras día, casi al vuelo y sin otra ayuda que dichos botes, las hebras flotantes heladas de ese alpechín que ellos decían ‘de aceite’.

    Cada temporada conseguían llenar así algunas botellas. Y ése era su único medio para ‘cocinarse’ las patatas viudas y demás tubérculos y raíces de su rebusca; freírse algún pez del arroyo o del río, las sardinas aplastadas que les regalaba “el tío Cojo el Sardinero”, algún que otro tordo, gorrión, paloma o conejo que cazaban; o untarse –de pascuas  a ramos– el pan que ellos mismos se hacían a partir de ‘su harina sin cerner’, obtenida del trigo espigado también entre él y su prole, desgranado a fuerza de pisar y pisar sus espigas, y molido a golpe de piedra.

Dependían, asimismo, de las legumbres que, igual que el trigo, rebuscaban en los campos ya cosechados; de los almendrucos que se quedaban sin recoger en los árboles; así como de las patatas desaprovechadas, y hasta de las pipas de girasol que se habían mantenido en algunas tortas rezagadas…

    Y también vivían a cuenta de las uvas, melones, calabazas, sandías, y frutas y verduras más comunes de temporada que se hubiesen quedado en sus matas, árboles o cuartales, así como de las que módicamente –y siempre justificándolo con que “lo que da al camino es tan tuyo como mío”– pudiesen afanar antes de que cantara el gallo por aquellos campos de Dios.

    Para esto último, se desperdigaban a fin de pasar inadvertidos, pero dispuestos a que allí donde cayesen, amén de por cumplir ‘su ley no escrita’, no harían a conciencia el menor daño, ni nada que pudiese ser tomado como tal.

   Salvatis, pues, salvandis, y ‘bien guardada su ropa’, cuando llegaban las referidas verduras y frutas de temporada, la vida se despertaba en aquella casa-cueva donde vivían, con un comportamiento lo más parecido al de una manada de lobeznos contentos.

 

Unas de las pocas manos piadosas que el destino les echaba, eran –como ya se ha dejado ver– las del tío Cojo el Sardinero…

    Cuando el alguacil iba por las diversas calles del pueblo pregonando a voz en grito: “¡Quien quiá comprar sardinas frescas, acudirá en ca el Cojo el Sardinero!”, ellos ya sabían los milagros que el tío Cojo había tenido que hacer hasta ponerlas a la venta, y los que le quedaban por llevar a cabo, para sin hielo alguno que valiera, venderlas lo suficientemente rápido, como para que no se le estropeasen, evaporándose sus exiguas ganancias, la nueva compra-venta, y el sustento de su propia prole.

    A pesar de tener un pie al revés de nacimiento, el tío Cojo se había tenido que recorrer –pedaleando con su pesada y herrumbrosa bicicleta– diez kilómetros de ida para recoger del tren las tres o cuatro cajas de sardinas del cupo, y otros tantos de vuelta con el remolque así cargado para venderlas en el pueblo.

    Asimismo, había tenido el tío Cojo que negociar duro con el alguacil para que se las pregonase pagándole a posteriori, y otro tanto con la ferretería para conseguir que le prestasen el carburo con el que iluminar –como de plata– la pesca y sus labores de venta.

    Pero los Chulillos sabían también –y ello les daba de lleno en la tecla casi siempre enmudecida del amor: la de sentirse amados– que su hijo Luci les llevaría, de su parte, las sardinas que inevitablemente se habían aplastado más a causa de los transportes y los traqueteos (pues ya las semi-aplastadas o menos deterioradas eran para la mentada prole del propio pescadero).

    Y allí estaba la gloria, representada: por la tía Celes (echando ostensiblemente en su platillo –todo caliches y desconchones– unos puñados de su harina sin cerner para el rebozo de esas sardinas con unos huevos que le colaba de ‘rondón’ –para que no se enterase su marido– la buena de la Amalia); por el tío Chulo (dejando caer desde bien alto y casi gota a gota, para gozo y gratificación de todos, un botecillo de ‘su aceite’ para la fritura), y por los Chulillos (dando vueltas de un lado para otro, en la antesala de la felicidad, y hasta maullando tal que gatos con aquel suculento olor a sardina rebozada frita).

    Así iban malviviendo, pero tirando… y, en lo que cabía, felices, sin que los desgastes del tiempo les pasasen aún grandes facturas ni al tío Chulo ni a la tía Celes.

Con todo y con ello, el tío Chulo, al verse empezando a perder piernas, optó por ir relegándose de las diversas tareas, hasta acabar dejándolas en manos de aquella su tan querida y envidiable prole, algunos de cuyos miembros ya eran lo que él decía: “una bendición de Dios, para un faltar yo”.

    De modo que, ya sólo en estratega de la intendencia, recibía pelos y señales de los sitios donde cada uno había hecho ‘su pillaje sin salirse ni un ápice de su ley no escrita’, así como del qué y el cuánto del mismo, y le daba a cada cual sus estimulantes parabienes y las indicaciones más precisas para su próxima acción. De modo que jamás tuviese nadie que llamarles la atención.

Y en éstas, llegó una vez más la temporada de ‘sus cazas’. Los tordos, los gorriones y otras aves, más otros animalillos silvestres de pelo, tenían ya sus crías casi adultas, y el tío Chulo, amén de darle a su tropa licencia de caza, tenerles preparados para ello redes, ligas, ballestas y cimbeles y darles las correspondientes instrucciones de uso, les encargaba en grupos de a dos las tareas y les señalaba los sitios, para igual que siempre no llamar tampoco la atención. ¡Pero eso sí, ‘prohibiéndoles bajo pena’ cazar ‘cularones’, coger nidos o tocar sus huevos, y jamás meterse con liebres o conejos preñados!

    También las aguas estaban ya acogedoras, y como de vez en cuando lo habían venido haciendo a su lado, así también, y él a ciencia cierta lo sabía, se darían ahora también ellos solos sus buenos chapuzones.

    Pero sin que esta permisividad fuese óbice para luego inducirlos a aprovechar el maná que suponían los ríos, instruyéndolos a fondo tanto en el trabajo de las aguas como en la colocación del rudimentario trasmallo, obra suya, en el río Ríánsares, donde habían cogido siempre el típico pez de agua dulce, algún que otro gobio, bermejuelas y lampreas.

    Igualmente se emplearía a fondo en orden a instruirlos en lo tocante a los reteles –cebados con piltrafas de carne y otros desperdicios que tiraba el carnicero–, para pescar en ése o en el río Bedija aquellos cangrejos verde-oliva, que eran una delicia culinaria, aun cociéndolos como los cocían ellos: tan sólo con agua, laurel y sal.

Huelga decir que de todos estos períodos de relativa abundancia siempre habían sabido sacarse –y más aún ahora, con el tío Chulo en la casa ayudando a la tía Celes– sus buenas provisiones de conservas de casi todo a fin de sobrellevar el  invierno:

    De la uva y la calabaza sacaban el arrope, capaz de cubrir sus necesidades de azúcar. Con parte de este arrope líquido, hacían las mermeladas de ciruela, pera y melón que solían ir a parar a los más pequeños. Los tomates los embotellaban como toda la vida del Señor. Los pimientos los encurtían con sal de la cantera y vinagre de vinos deteriorados que tiraban en las bodegas. Las carnes de aves, conejos y demás, al igual que los peces, los secaban: colgados primorosamente alrededor del tubo-chimenea, tras haberlos tenido en salmuera un tiempo, y luego se los iban comiendo cociéndolos con patatas. Los higos los secaban aplastados y enharinados. Y las aceitunas, que se recogían también a la rebusca, más tarde, en medio de los rigores invernales, las encurtían con sal y vinagre, y ya encurtidas y con pan, les ayudaban a matar el hambre de tantas y tantas noches.

En cuanto a la vivienda, estábamos en las mismas. Vivían todos apiñados en la única habitación que podía sacársele a su casa-cueva circular, excavada en la tierra, reforzada por dentro malamente, pero con todo lo habido y por haber, y por fuera mediante telas de arpillera, sacos viejos amasados con barro, hojalatas y maderas de desecho, y cuanto imaginarse pueda para impermeabilizarla a las lluvias, y que mantuviese el calor en invierno, y repeliese los resoles y resisteros del verano.

    El fuego y el tubo-chimenea los tenían en el centro, y alrededor todo lo demás: las piedras donde sentarse, una tabla como mesa, un tronco de tajo, un barreño de cinc en que lavar, una tinaja y dos cántaros de barro para el agua, un puro caliche y desconchón de puchero grande ‘para todo’ con su cazo de reparto, cada cual su bote con que comer y beber, sendos sacos de paja para dormir y un somier sobre patas de ladrillos de adobe para el pobre hombre y su mujer, que sus hijos, apiadados, le robaron al hojalatero, y que el tío Chulo se lo reconoció pagándoles agradecidamente con esos cuentos y más cuentos que les desgranaba allí tumbado ahora que los huesos le dolían en su totalidad de puro molido, desvencijado y cansado.

    Las ropas de vestir y de abrigo, así como los singulares utensilios con los que pescaban y cazaban, y las exiguas reservas de alimentos: conservas, legumbres, harinas de trigo y de almortas, y poco más…, los tenían sobre unos cañizos que hacían como de falso techo plano bajo la copa redonda de la cueva, por cuyo centro salía el ya referido tubo-chimenea.

    Contaban por todo alumbrado con un par de candiles de hierro, con sus correspondientes mechas de estopa y alimentados de sebo derretido de oveja, que colgaban del mismo entramado de carrizo.

    Y siempre, cuentos y más cuentos… Con el tío Chulo la vida no era vida que se dijera, pero a su lado el cuento con todas sus variantes no faltaba nunca.

Pero hete aquí que un día el buen hombre empezó a desvariar más de la cuenta, y todos sin excepción empezaron a temerse lo peor.

    Lo único que tenían claro era que no debía de ser un mal común debido a lo ingerido, porque todos comían y bebían allí de lo mismo, y a nadie le había pasado nada de nada por aquellos días.

   Así que, en vista de que había perdido por completo el apetito, no daba apenas señales de su proverbial lucidez, no se movía lo más mínimo, no se afeitaba, se le había demudado el color, y tanto narices como orejas se le iban afinando hasta ya casi clareársele, concluyeron que se les apagaba, y, alarmados, se volvieron a la madre, que, al verse literalmente desbordada por la situación, salió corriendo a donde el cura.

    Al cabo de una hora se presentó éste ataviado como para el Viático, amén de con los Santos Óleos para la Extremaunción, y acompañado de uno de sus monaguillos, portando el cubillo del agua bendita con el hisopo dentro, y haciendo sonar una y otra vez su campanilla a fin de que todo el mundo se arrodillase.

    La madre le levantó al cura la cortina de saco para que pasase a la casa-cueva, y al decir éste entrando tras la luz del candil con que el mayor de los Chulillos lo dirigía: “¡Pax huic domui et omnibus habitantibus in ea!”, el tío Chulo, mal-cubierto por una andrajosa camisa clara y menos larga que un camisón, al tiempo que profirió alto y potente: “¡Pero qué es esto tan grande que está viniendo por fin a mi casa!”, se puso en pie todo lo alto que era, con tal ímpetu y decisión, que rompió el falso techo de cañizo embutiéndose en él hasta los hombros, mientras ‘a voz en grito de ejecutoria’ profetizaba cual caballero andante: “¡A partir de ahora se me conocerá por el ‘Rompetechos’!”

    En ese momento todo el mundo comprendió que al tío Chulo, ¡perdón!, al Rompetechos le había entrado lo que por entonces se llamaba la “loquera” (y hoy por hoy el “Alzhéimer”), pero que le quedaba cuerda para rato.

El cura y el monaguillo se fueron,  sin que ya ni se fijara en ellos el Rompetechos, que, reuniéndolos a todos, la primera decisión que tomó fue pedirles que le ayudaran a tejer una especie de manteo con trozos de arpillera y jarapa, se lo pusiesen encima, y fueran en procesión detrás suyo a devolverle la visita al cura.

    La procesión se celebró en memoria de la nota de amor que marcaba el diapasón de toda su vida humilde, pero brillante y sensata, y se fueron uniendo a ella con todo respeto cuantos se cruzaban en el trayecto.

    Llegados ante la “Casa Curato”, Rompetechos  llamó con el puño del bastón a la puerta, y salido que hubo su eclesiástico morador, le espetó este gran loco de Dios con toda solemnidad: “¡Arrodíllate ante mí, el Rey de los pobres, hermano de Jesús Cristo el hijo de la Santísima!”. El cura lo hizo sin oponerse lo más mínimo. Y él –se ve que satisfecho– concluyó: “¡A casa, pues que hemos convertido al peor, y ya todos los demás somos buenos!”

    A partir de aquel día, era frecuente ver al Rompetechos ir de un lado para otro en rápidas procesiones, seguido –de lejos– por la ternura acongojada y protectora de la tía Celes; agarrados como lapas a los bordes del manteo los más pequeñines de su prole: ¡tan contentos y felices ellos con su padre de cuento…!, y él con la mirada perdida arreglando con algún ser invisible, tal vez el mismísimo Dios –según se las gastaba–, las cuentas entre sí pendientes.

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[Imágenes a partir de K. Köllwitz, G. Doré, Castillo B. …]  

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