Ayer volví de Oslo, hacía tres semanas que la mujer que me dio la vida,  la suya y la mía, dejó su cuerpo inerte encima de una cama.

Sólo dispuse de unos días para asistir a su alma, hoy he vuelto para ayudar a mi hermano y a Raquel con lo terrenal.

Cuando abro la inerme puerta amparada entre dos ventanas con amaderadas contraventanas en añil, respiro a mi madre y entiendo la razón por la que decidió permanecer en ese minúsculo pueblo del sur de España que por alguna extraña circunstancia  nadie aun conoce.

Como si  fuese exclusivamente fruto de la imaginación de sus aldeanos Duerces se ubica imaginado entre elevaciones de tierra poco más altas que sus casitas matas y es recogido por el mar en una cala que lo invisibiliza al este y al oeste. Recuerdo oírle decir que cuando sentía sed de compañía le bastaba con salir a la orilla y dejar que  restos de olas bajo los pies le dieran de beber con sus arrullos espumosos.

Sentía, ella lo sentía todo.

El eco de sus últimas palabras llenan la caja de mis pensamientos: «la biblioteca…»»discúlpame con ellos…»los usé…”. Creí que deliraba cuando hablaba por teléfono con ella, pero al entrar en la casa y empezar a clasificar lo que a mi hermano y a Raquel les quedó por hacer,  fui comprendiendo…

En su armario aun colgaban los sencillos vestidos de alegres estampados que daban al ropero el aspecto de un ventanal abierto a la eterna primavera. Una caja grande cuadraba sus esquinas con el fondo izquierdo del mueble entre la primera balda y las caricias de sus ropas.

Aferré la caja, como si dentro fuese a encontrar los restos de mi madre, con agonía y delicadeza. Comencé a levantar la tapa despacio para que la emoción del momento se prolongara pero para que al mismo tiempo, la posible decepción no me atravesara el corazón con la presteza de una lanza envenenada.

Unos cientos de sobres numerados, de todos los tipos, formas y colores, competían por ese espacio. Dejé la tapa a un lado y me di cuenta de que algo escrito había en su cara interior: «Biblioteca».

Me pregunté si se trataría de correspondencia, pero ninguno llevaba matasellos. Urgué rapidamente y vi un cuatro, un treinta y seis, un dieciocho, un doscientos cuatro…y un folio con estas anotaciones:

Mi biblioteca

·  N°1.   1967  –  Nosotras dos

·  N°2.  1971  –  Casi sirena 

·  N°3.   Agosto 1974 – Ónice Verde

·  N°4.   Noviembre 1974  -Pampiter 

·  N°5.   Mayo  1977  –  Islas Bramuras

·  Nº6  Junio 1977  –  Dos ocasos

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·  N°313.  Junio  2015  –  Statuspict

Le di la vuelta, en su reverso había unas palabras escritas por ella, a quien como a mí, nunca se le dio bien este arte.

«Pido disculpas a todos aquellos cuyas vivencias usé porque mi imaginación fue demasiado débil para inventarlas. No son estas historias fieles reflejos….pero en ellas se reconocerán. Es mi intención dar a sus vidas la ilusión de un brillo que ellos nunca fueron capaces ver».

Quedé confundida y fascinada. Mi madre, tan prudente, discreta, sencilla hasta hasta la simplicidad, ¿como logró que la creyésemos ingenua?

Debía ordenar todos esos sobres pacientemente y abrirlos uno a uno, pero Job no era mi santo así que cogí uno al azar, entre mis dedos se enredó el sobre N°85, busqué en la lista, Julio 1984 –Cuatro segundos.

Y comencé a leer

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CUATRO SEGUNDOS

Raquel y yo hablábamos de cómo invertir nuestros días de vacaciones. Solíamos hacerlas coincidir como si fuésemos un matrimonio y dividirlas en dos partes. La primera parte la dedicábamos a placer y la segunda a ilustrarnos, lo que no quiere decir que la una excluyera  radicalmente a la otra.

Elegíamos temática y a su alrededor organizábamos. Rara vez entrábamos en desacuerdo, como mucho, debíamos  ser selectivas con los deseos de cada cual para que el mayor número de ellos cupieran en dos semanas de manera ecuánime.

Éramos amigas desde los diez y ni los duros momentos tras la muerte de su primer hijo, ni mi divorcio, ni el fracaso del amago de sociedad hacia el que dimos un primer paso, truncó esa amistad.

Pero esta historia data de antes incluso de tener parejas.

Uno de esos veranos, aquel cuyo lema fue “La edad de Piedra”, disfrutamos de nuestros primeros siete días de vacaciones en la ciudad de Petra y los restantes supusieron una andadura por algunas de las cuevas más importantes de España (y no me refiero a que hubiésemos recorrido, en cueros, los garitos más populares de la península) la de Nerja, de las Maravillas, del Tesoro, del Cristal, Enebralejos, Valporquero, Altamira…

Aquí, en Altamira, ocurrió algo que  fue lo que dio pie a que pusiéramos nombre y razón  a nuestro ulterior viaje:   “Mundo necesitado”.

En un momento del desarrollo de nuestra  visita guiada, nos vimos engulidas por una abalancha de chiquillos de diferentes edades, ninguno sobrepasando los diecisiete o dieciocho años, todos con idéntica camiseta verde y visibles letras rojas, sólo dos palabras, “Las bayas”.

Los chicos estaban exultantes, disfrutaban y se empapaban de todo lo que los monitores iban explicando.

Raquel le preguntó a uno de los más mayores en que ciudad se encontraba su colegio. El chaval se quedó unos segundos pensativo y le dijo que venían de Santander, pero que no era exactamente un colegio. Uno de los adultos que los observaba de lejos, se acercó a ellos.

-Hola, mi nombre es Pablo, ¿le está molestando el chaval?

-¡Noooo!, dijo mi amiga,- Ni mucho menos, fui yo la que, por curiosidad, me acerqué a preguntarle desde dónde habían viajado para venir a ver las cuevas.

Yo ya me había acercado a ellos cuando Pablo contestó:

-No sé si conocen el Centro de Acogida de menores  “Las bayas”, se encuentra en Santander,  colaboro como voluntario de fines de semana y vacaciones. Aquella es mi compañera Ana,- dijo señalando a una chica que parecia un perro pastor escudriñando a sus ovejas, – Sor Ana  es fija en el centro.

En ese momento oímos que uno de los chicos, de apenas ocho años, preguntó  si en el Paleolítico no existían los niños traviesos. El guía andaba explicando  cómo se las apañaban en ingeniaban en esa época para que una vez obtenido el fuego, no se les apagara y al chaval, que hacía solo unos meses había  sido separado de una jauría de siete hermanos, cada uno de un padre diferente, le pareció bastante complicado cumplir ese objetivo. Sin lugar a dudas, sus hermanos y él, se habrían jugado las mejores canicas a ver quien sería el primero en conseguir apagar la antorcha del Todopoderoso Chaman.

Raquel y yo nos reímos con la ocurrencia del crio y sólo nos hizo falta una mirada para saber qué rondaba por nuestras cabezas.

Para la segunda mitad de las próximas vacaciones solicitaríamos asistir como voluntarias en algún centro dónde se requiriese dicha función. Necesitábamos más información y preguntamos a Pablo, quien nos dio las primeras pautas para ello. Seguimos estrechando lazos con el voluntario a lo largo de ese año y fue él quien nos informó acerca del “Hogar del transeúnte de Candina”, que perduraba ya desde varios años gracias a la tenacidad de  las Hijas de la caridad y los voluntarios.

El siguiente verano lo repartimos entre Burkina Faso y el Hogar del transeúnte, dónde conseguimos que nos permitieran colaborar durante una semana.

Raquel y yo nos lanzamos de cabeza a colaborar en todos los menesteres del centro.

Conocimos a Martín el mismo día en que llegamos. Tendría unos cuarenta años cumplidos y sesenta aparentados. Había sido surfista, alcohólico, drogadicto, camorrista y traficante a pequeña escala. Por esta época ya estaba en fase de beber moderadamente, fumar  cannabis, ayudar en la cocina….y hurtar sólo comida.

Martín fue muy especial.

Era un hombre atractivo en una piel descuidada y grande para sus carnes. El color de sus ojos y mejillas habían adquirido el tinte que da un hígado intoxicado y unos pulmones desoxigenados.

Al tercer día ya reía con nosotras y, sin esfuerzo nos empujaba a hacerlo con él.

Salíamos por las tardes y los tres nos cogíamos del brazo de los mágicos atardeceres cántabros.

Nos enseñó a echar, beber y elaborar nuestra propia sidra.

Nos mostró las enormes vacas de cuatro y seis patas que decía ver al volver de borrachera tantas madrugadas, cuando el alcohol evaporado nublaba a sus neuronas confundiendo hórreos con becerros.

Martín llevaba a sus espaldas la labor de muchas personas, no podríamos decir que la semana  que Raquel y yo pasamos allí tuviera gran repercusión…no en ellos…pero en nosotras era otra historia.

Una tarde de charla en el jardín, embaucados por el olor del jazmín, la grata temperatura estival de la que goza Cantabria  y la plácida seguridad de estar con la mejor compañía en el momento preciso, vi algo que sólo duró cuatro segundos, pero que nunca olvidé.

Hoy lo vuelvo a recordar y  lo escribo para ti, Martín:

«Reviso por enésima vez las fotos y me recreo en parte de las 168 horas que marcaron el rumbo de una semana, un rumbo trazado por la perpendicular dibujada desde el borde más meridional de la península hacia el más septentrional.

Fui consciente de que ninguna de las fotos cuenta la verdad, como la recta, que solo es real en plano, fuera de él es  una curva que sigue la convexidad de la tierra.

No sé de cartografía, como no entiendo de fotografía, pero puedo distinguir momentos que merecen la pena.

Topé con una foto de tres rostros tomada al borde del mar, dos de ellos llenos, empapados de ilusión y colmados por una sonrisa; entre ambos felices semblantes, uno espectral, consumido, ciego, surcado de hendiduras que no eran más que albercas secas esperando recibir lágrimas que nunca se dieron el lujo de brotar.

Aquellas hendiduras tampoco eran reales en las dos dimensiones del retrato,  la foto ni siquiera recogía el color mercurio de sus ojos.

Pero yo si pude ver algo real, tuve esa suerte, desde la convexidad del mundo, en la calidez estival de una tarde, en pie, en el jardín, cuando al fin apoyaste tu confianza en nosotras y pudimos izar tu cuerpo de la hondonada. Te ofrecimos el calor del sur en nuestras palabras y tú en las tuyas tu biografía. Por ella supimos de tu prematura senectud.

No recuerdo bien la conversación, quizás fueron banalidades del trabajo, quizás la canija buganvilla que fatigosa trataba, sin lograrlo, de enaltecer la fachada, o quizás fue la palabra Surf que hizo despertar por unos segundos al viento del Nordeste, para elevar la ola que acurrucó la tabla en su regazo, haciéndola bailar aun mismo son hasta romper en la orilla…de tus palabras…

Viento que separó el cabello de tu cara, viento que me estremeció de frio durante cuatro segundos para dejar lacrada en mi memoria lo que vi,

¡Tus ojos ya no eran color mercurio como del que se viste el mar que traga barcos!

Eran del azul tranquilo de la mar serena,

Grandes y almendrados,

Sin surcos,

Limpios de litros de líquido tóxico y de metros cúbicos de aire viciado.

Vi los ojos del adolescente que hace más de veinte años fuiste.

Hiciste, casi sin darte cuenta, un viaje de cuatro segundos al pasado

 Y ¿sabes que es lo grandioso?

Que el joven aún perdura en ti, agazapado».

Mónica

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Cuando terminé de leer el contenido del  sobre Nº 85, volví a agradecer a mi madre el haberme otorgado de nuevo la vida, esta vez…. resumida en una caja.

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