Iluminaba las mañanas de los que acudían a la cafetería con los ojos aún entornados y pegados de sábanas blancas revueltas, de sueños interrumpidos por un impertinente despertador. Sonreía siempre con esa sonrisa que sólo portan los que no se conforman con curvar los labios en una mueca aprendida. La suya dibujaba en sus ojos azules destellos de calma tras largas noches de tormenta.

No recordaba ya los años que tras la barra de aquel vetusto bar alzaba su voz potente, inconfundible, apremiando al cocinero, satisfaciendo así a una clientela fiel. Ninguna otra salida para un hogar de seis hermanos donde ningún hombre traía el sustento.

¡Café con leche!, ¡carajillo!, ¡tapa de tortilla!, ¡buenos días!, ¡un placer volver a verle!.

El local fue el primero en abrir sus puertas en la plaza mayor de aquel pequeño pueblo de provincias. Apenas unas doscientas cincuenta viviendas lo conformaban cuando la ola migratoria barrió sus calles polvorientas. Ahora, animado por una bonanza económica, despuntaba con un remozado esplendor. 

Algún erudito, jóvenes poetas trasnochados, el madrugador cartero, el servicial alcalde o el párroco, compartían tertulia con el grupo de arrieros que esperaba su turno de carga apurando el último aguardiente.

Los influjos capitalinos apenas comenzaban a remover las viejas costumbres atrayendo a pocas mujeres, abanderadas por la maestra, que acostumbraba a ojear el periódico de ayer; el de hoy no llegaba hasta el mediodía. Siempre repetía el mismo consejo: «Sigue estudiando Clarita, que tú vales mucho». Y ella sonreía con aquellos luceros que encendían de golpe los rutinarios días.

Esa luz sólo se apagaba cuando el alguacil abonaba su consumisión. Retenía su mano con el cambio y le guiñaba un ojo, sólo uno, el otro lo escondía tras un parche chivato de secretas reyertas. Él, firme; ella temblorosa hasta que lo veía perderse camino abajo.

Con la larga siesta de la tarde, el tintinear de tazas, las voces alegres, la pila de platos y vasos en el fregadero, se diluyen hasta desaparecer. El manto de la noche los olvida por completo cuando baja la escalera con gráciles pasos de profesional.

Largos tacones, intenso juego rojo de labios encendidos de luces rojas, cintura de avispa, turgentes pechos, descorches de champán, susurros chispeantes que se deslizan bajo la espalda.

Subir escaleras y volver a bajarlas.

Sólo el fulgor de su mirada abre la bóveda del techo para dejar colar rayos azules de triste luna, que ennegrece al contacto de esa mano firme que pone unos billetes en la suya, cuando le guiña un ojo, uno solo, porque el otro lo oculta tras un parche.

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