De nuevo, aquella sensación que desde hace algún tiempo venía haciéndose habitual en su vida. Era una sensación extraña, lo más parecido a una herida que en pleno proceso de cicatrización un terrible traumatismo consigue reabrir de nuevo.

A pesar de ello, sabe que debe levantarse, que debe continuar sus obligaciones, esas obligaciones que desgraciadamente le permiten seguir pensando y percibiendo con claridad ese sentimiento.

Por fin se levanta, va hacia la ducha… ¿cuántos años llevará así? ¿Cuánto tiempo repitiendo lo mismo día a día?

De refilón se mira al espejo. Decididamente su piel es firme, conserva esa suavidad, ese olor característico… ¿cómo olvidar las palabras de su pequeña? —mamá, hueles siempre genial—. Es cierto, el paso del tiempo la ha respetado; no tiene un cuerpo infantil ni adolescente, pero sí, joven, quizá hasta deseable.

Entra en la ducha. Hacía años que mientras enjabonaba su cuerpo, aparecía él en su pensamiento.

—¡Deprisa! —se decía. Pero era complicado. Se notaba enlentecida, torpe, no lograba concentrarse en nada.

Mientras se vestía, trataba de adivinar cuándo comenzó a superarle la situación, cuándo se hizo tan angustiosa, tan insostenible… Pero la vida seguía, había que continuar.

No lograba identificar el momento en que comenzó su dependencia emocional a ese cacharro. Cree que desde la primera palabra que leyó, notó cómo se aceleraban sus pulsaciones y como su corazón se gobernaba a base de renglones recién leídos.

Terminó su ducha y salió a la calle. El día era frío, no llovía, pero se notaba esa sensación de humedad que cala profundamente en el estado de ánimo, dando paso a una gran inestabilidad.

Una punzada de hielo la llevaba a la inmovilidad absoluta a pesar de que sus piernas continuaban avanzando.

De frente al autobús, ella visualiza su imagen, le guarda el asiento y se coloca a su lado. Toma su mano y la acaricia… pero ¿es posible que sea capaz de transportarse en tiempo y espacio? Poco a poco le va mostrando su vida, sus rutinas… De pronto se ve, se siente a sí misma, no hay nadie, está sola, solo hay vacio. El pánico, el miedo, se agarran a su ser despedazándola por dentro; la angustia una vez más se acomoda en su interior. No puede seguir así, pero no encuentra la manera de salvarse. Se siente arrastrada por un remolino que la lleva hasta el fondo del mar, del río, de su vida.

Hay que reponerse, echarle valor a la existencia, en realidad, ¿qué ha cambiado? A efectos prácticos todo sigue igual, pero su percepción es de haberse desmoronado todo por completo.

Intenta desviar su atención, pensar en otra cosa, pero está enganchada, enganchada por completo a ese mísero aparato que le provoca tanto sufrimiento. Entró en la vorágine del miedo y la locura.  Se siente tan inestable, tan vulnerable. Cualquier acontecimiento podría arrastrarla hacía la temida enfermedad mental.

En algún momento de calma, busca los motivos que la han llevado hasta ese extremo y se convence de que se debe a su propia personalidad; se sabe enamoradiza y voluble, con ese afán infantil de emociones fuertes, esa negación a la tranquilidad, a la convencionalidad, a la paz. En definitiva, esa negación a ser feliz. Siempre buscando ese riesgo, esa necesidad de verse en vilo…quizá esta vez se pasó, quizá podría haber probado con algo que doliera menos.

—Olvida —se dice inútilmente. Existen tantos recuerdos, tan profundos. No encontraría por dónde empezar. Se encuentra atada, anclada, no hay forma de salir de ahí.

Enciende el móvil. Ve un mensaje. Es de Facebook… Su corazón late con fuerza, su angustia se dispara. Mil pensamientos. Es una sensación cercana al toxicómano que está a punto de recibir su dosis.

Sabe que tiene que controlarlo, sabe que su temblor debe cesar antes de leer lo que él le ha escrito… desde el otro lado del mundo.

La sensación  es desbordante, angustiosa y placentera a la vez, es la propia emoción llevada a lo más alto, hasta el más allá… Tanto, que sabe que nunca será capaz de bajar de allí.

 

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