(…) Pero no hay cerebro ni corazón que se sostenga en el aire; ni hay idealismo que subsista sin apoyarse en el esqueleto de la realidad, que es, en último término, la fuerza.

Ángel Ganivet

Centro de la ciudad, sede de la Secretaria para el Bienestar Social y la Integración Tecnológica, temprano en la mañana. Desde la ventana de su oficina en el décimo-octavo piso, el funcionario público observó la calle. Era una avenida amplia, para tráfico pesado, con tres carriles en cada dirección, y sin embargo, no había autos en ella. El andén era ancho, con capacidad para cientos de personas; no había ninguna, ni siquiera quedaban vendedores ambulantes. La tranquilidad de la calle no le proporcionaba paz, sólo angustia. Extrañaba el caos y el ruido de antes.

Un cuadro de texto en su reloj de pulsera le informó que tenía una llamada. Leyó el nombre con desaliento. Una discusión a esa hora de la mañana no era la mejor manera de iniciar el día, sin embargo, no podía ignorarla. La transfirió a la pantalla de su escritorio, se soltó el nudo de la corbata y se dejó caer en la silla.

Mientras aún hablaba por video-llamada, escuchó que tocaban a su puerta. Un segundo después, entró una mujer regordeta, de mediana edad, vestida de manera sencilla, con sandalias de tacón alto y una tableta en las manos. Irritado por la interrupción, el funcionario la interrogó con la mirada. Ella le informó por señas que el expediente estaba listo para su firma. Como jefe de sección, era responsabilidad del funcionario dar la aprobación final a cada proceso. La conversación telefónica se tornó ácida. La secretaria, incomoda, dejó la tableta sobre el escritorio y se dio la vuelta. Pero él la detuvo con un gesto. Hizo una promesa rápida a su interlocutor y colgó. Luego conectó la tableta a su terminal y revisó los datos del expediente. A medida que pasaba las hojas su disgusto era evidente.

–Aquí dice que los requerimientos médicos, técnicos y legales están listos.

–Así es, señor.

–¿Y la valoración sociológica?

–También aprobó, señor. Tenemos el visto bueno para proceder.

La mujer exhibía una sonrisa orgullosa. El funcionario, sin embargo, se frotó los ojos, molesto.

–¿Cómo es posible que un muchacho de dieciocho, con un problema de salud menor haya aprobado?

La secretaria vaciló.

–Bueno, el nuevo decreto…

–Ya –la cortó él–. Conozco el nuevo decreto, gracias.

El funcionario caviló un instante.

–El muchacho está en el edificio, ¿no es cierto?

–Si –confirmó la mujer insegura–. No quería irse sin escuchar la decisión final.

–Tráigalo, por favor.

–Pero señor…

–¡Haga lo que le digo! –exigió él. Vio que la secretaria se ofendía por el tono y agregó a modo de disculpa. –Quiero conocerlo.

La mujer salió todavía molesta. Mientras esperaba, su reloj de pulsera le indicó al jefe de sección que tenía una nueva llamada.

Ignoró el mensaje.

Unos minutos después, un joven pálido y delgado entró su despacho. Su aspecto era frágil, enfermizo. El chico debía de pesar menos de cincuenta kilos, manchas verdosas cubrían su piel y olía a leche agria.

El funcionario ignoró estos detalles y lo invitó a sentarse con una sonrisa. El muchacho obedeció con movimientos lentos y torpes, como un insecto que sale de su capullo por primera vez.

Con una mano en la barbilla, el jefe de sección lo observó en silencio. Cuál sería la mejor manera de conectarse con el joven.

Aunque lo conocía, empezó preguntando su nombre. El chico respondió con cautela.

–Bien –continuó el funcionario–, ¿qué hay de sus padres? Imagino que están de acuerdo con su decisión.

El muchacho se removió incomodo en el asiento, asintió, y preguntó:

–¿Esto va a tardar mucho?

–¿Tiene algún afán? –preguntó el funcionario, alerta. El muchacho negó con la cabeza.

–Está aquí –explicó el funcionario–, porque necesito estar seguro de que entiende lo que está sucediendo, lo grave de la situación.

–Si, entiendo. No soy estupido –dijo con mal humor.

Hasta ese punto, el funcionario había usado un tono neutral, cercano. Decidió a probar un enfoque diferente.

–Parece que pasa mucho tiempo encerrado en su casa. ¿Por qué cree que merece entrar al programa? –preguntó con formalidad.

–No lo sé –replicó el chico con rudeza.

El funcionario apretó los labios. Tras un momento tenso, y después de respirar hondo, pudo continuar.

–Las cláusulas del contrato son definitivas. Después de firmado no hay marcha atrás.

–¡Obvio! Eso lo sé. Ya le dije que no soy estupido.

El jefe frunció el ceño con amargura y se preguntó si valía la pena el esfuerzo.

–Hijo, será mejor que cuide la manera como me habla –lo previno. Pero el muchacho no hizo caso, y se quejó como si escucharlo le causara un gran dolor:

–¿Va a firmar o no? –exclamó con aspereza.

El funcionario se puso en pie. Sólo después de un gran esfuerzo, pudo contener el deseo de echarlo de su oficina y le dedicó una mirada larga. El joven estaba hundido en la silla con la mirada turbia, evitando hacer contacto visual. Apretaba los puños y no dejaba de moverse. Más que un joven parecía un niño de doce, caprichoso e impaciente.

El funcionario se disponía a renunciar en su intento cuando su reloj le indicó que tenía otra llamada.

Leyó el nombre, respiró hondo, ignoró el mensaje, y dijo:

–Voy a revisar su caso con más cuidado. Por ahora el procedimiento queda aplazado tres meses.

Pero el chico estalló, con ojos desorbitados. Lo señaló con el indice–. ¡Váyase a la mierda! ¡Y ojala se muera!

Luego salió dando un portazo.

Poco después regresó la secretaria. Encontró a su jefe junto a la ventana, contemplando la ciudad. Con la camisa arrugada del día anterior, se veía viejo, cansado. La mujer recogió la tableta del escritorio se retiró discretamente. Pero se detuvo al notar que el expediente seguía sin aprobar.

–No voy a  firmar. –manifestó el funcionario, sobresaltándola–. Ese proceso, y el resto, quedan aplazados hasta nuevo aviso.

La mujer se alteró.

–Pero, señor, no podemos. Si no empezamos ahora nos vamos a atrasar con las metas.

–Lo sé.

–Pero, señor, no escuchó lo que dijo el alcalde en el comunicado, si no…

–El alcalde se equivoca –replicó al instante.

Tras un momento de silencio, ella le preguntó:

–Señor, ¿necesita un cafecito para relajarse un poco?

El funcionario giró hacia ella, sonrió sin energía. Agradeció el gesto, declinó la oferta y volvió a mirar por la ventana.

–¿La ha visto últimamente?

La mujer parpadeó confundida.

–¿La ciudad? Si, señor. Está muy limpia y ordenada –y animada por una idea, agregó–. ¡Es por el programa! Por eso tenemos…

–¿Y no sé pregunta porqué está tan vacía?

No hubo respuesta.

–No hay personas durmiendo en la calle, ni ladrones. Ni siquiera vendedores ambulantes. Parece algo mágico, ¿no?

Beatriz estuvo de acuerdo.

–Entonces, ¿por qué las personas no sale de sus casas y disfrutan de esta tranquilidad?

–Quizás no les hace falta –sugirió ella.

–Si. Hoy en día las personas pueden hacer incontables cosas desde sus casas. Algunas, como ese joven de hace un momento, deberían salir más. Pero hay algunas que no salen porque están asustadas. Tienen miedo de terminar en el Programa.

La idea asustó a la mujer.

–¡Eso no es verdad! Nadie los obliga…

–No hace falta que los obliguen. Es la tentación.

La secretaria no parecía comprender.

–Las personas no tienen que resistir los problemas del mundo. Si aparece una complicación, llenan una solicitud, abandonan el cuerpo y trasladan su consciencia a un servidor. –El funcionario se acercó a su secretaria, la mujer con la que compartía la mayoría de sus días– El asunto es, que esa consciencia virtual de la que tanto se hablar, queda conectada a la Red para siempre, es otra vía de escape, el escape final si se quiere… Una ilusión. Nada más.

–Yo no entiendo nada de eso, señor. Cada quien hace lo que le parece mejor –reflexionó la mujer.

El jefe de sección asintió.

–Por eso tengo que aplazar los procesos. Personas como ese joven no están listas para tomar esa clase de decisiones.

Siguió un silencio pesado que ninguno supo como llenar. Antes de salir, junto a la puerta, la secretaria dijo:

–Otra cosita, señor. Han estado llamando con insistencia de su casa. Su mujer está impaciente por saber si otra vez había un problema con su línea personal. Le dije que no había contestado porque estaba ocupado con un beneficiario.

Hubo una pausa.

–Si, gracias –dijo el funcionario sin fuerzas–. Por favor, cierre la puerta al salir.

Así lo hizo ella. Pasó de largo su escritorio y avanzó por el pasillo hasta la cafetería. Su jefe sería el tema de conversación de esa mañana entre los empleados.

Sintiendo que cuarenta años eran demasiados, el funcionario elevó el rostro y suspiró.

Se derrumbó en la silla, desanimado. Un momento después abrió su expediente y el de su mujer y los revisó una vez más, como había prometido. Todos los detalles estaban en orden, sólo hacía falta su firma biométrica y serían admitidos en el Programa en horas. Nadie lo cuestionaría.

¿Para qué seguir luchando? La marea parecía imparable. Rendirse sería tan fácil como colocar su huella y hacer clic…

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