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Sentado en una de las terrazas de moda, Alex contemplaba el cuidadoso estacionamiento del deportivo. De ella sólo divisaba la cabellera lisa de color castaño que orlaba el rostro medio oculto por gafas de sol. Al poco, la capota comenzó a cerrarse con solemnidad y cuando se completó el movimiento se abrió la portezuela.

Al cruzar, la mujer hizo una leve seña con su mano derecha en respuesta a la más amplia de Alex. Éste no pudo reprimir una sonrisa, admirando su esbelta silueta elegantemente vestida. El destello de un recuerdo de risas y ropa interior femenina flotando en una piscina de aguas fucsia bajo un sol azul, inundó su mente.

Se levantó para recibirla.

-Hola, Miriam ¿Cómo vas?

-Bien, cielo, bien- mientras lo decía, le besaba suavemente ambas mejillas. Pero se sentó en el sillón opuesto al de Alex, quedando la mesa en medio.

Se quitó las gafas y le miró con sus ojos grandes, de pupilas como pozos de alquitrán.

-Pero ¿Y tú? Estás genial- dijo, mientras el dedo índice de su mano derecha rozaba casi imperceptiblemente la punta de su nariz en movimiento que terminó en apartar un mechón del rostro. Alex lo advirtió y no pudo evitar pensar en Pinocchio. ¿Tanto habían cambiado las cosas, desde su desconexión?

***

“Tendría que haber contado que el otro día la vi”- pensó mientras apretaba el paso. Volvía a llegar tarde al tratamiento diario, seguía incumpliendo las Reglas; y esto ya quería decir algo. Algo más.

Al llegar al local de la Asociación, tras dejar, junto con todos los demás, su móvil de adicto, sin aplicaciones ni posibilidad de conectarse a nada, Alex pasó a la sala de terapia y, mascullando un “disculpad el retraso”,  se sentó en la única silla disponible. Había una compañera nueva.

 John abría la sesión:

-Bueno, Aria, buenas tardes y bienvenida ¿Podrías decirnos algo de ti, como introducción?-.

– Pues eso, que me llamo Aria y que vengo aquí porque mi padre se ha empeñado- Al hablar, la joven no quitaba los ojos, que parecían envueltos en plástico alimentario, de una placa de plata de agradecimiento en la pared opuesta de la sala, entre otros regalos de pacientes ya dados de alta. Su cuidado aspecto todavía desmentía la apatía de su mirada.

Todas las sillas, en semicírculo frente al sillón de John, centrado entre las dos puertas de acceso, estaban ocupadas, como siempre que se incorporaba alguien. Al fondo, por el ventanal de vidrio doble que aislaba del exterior, entraba la luz del atardecer.

– ¿Sólo por eso?–  Preguntó John  -¿Tú no te consideras enferma?-

– ¿Enferma? ¿Por qué?-

-Al parecer, te gastabas más de 15.000 euros al mes, con los Dispositivos…

  Alex distrajo su atención de la conversación que se estaba desarrollando con la nueva. Como siempre, los recién llegados no eran ellos mismos, sino sus invasores, y les resultaba difícil ver la realidad.

-…tiene mucho dinero, y eso no es nada para él; además, yo llevo bien mis estudios y nunca me conecto en clase…

  Su mente volaba al tiempo con Miriam. A su conexión neuronal interpersonal, ininterrumpida en ocasiones durante días…..semanas. No debía pensar en eso, ni en ella… de hecho, no tenían que haber quedado. Y tenía que contarlo. La terapia partía del compromiso de absoluta sinceridad con el grupo, que hacía que uno no se sintiera solo con su adicción. Había que exponer todo aquello que pudiera perturbar el tratamiento. Y él no lo estaba haciendo en algo realmente importante: la había vuelto a ver, daba igual que no se hubieran enchufado.

  Por la ventana se coló el murmullo de la cuña sonora identificativa de una de las multinacionales; “otro drone”, se dijo Alex, recordando la noticia, años atrás, de que FaceGoog, o la que fuera, los iba a emplear para llevar internet a todo el mundo; después se fue ampliando su uso, ya descaradamente publicitario, con el beneplácito de gobiernos sólo preocupados por recaudar impuestos. A pesar del doble acristalamiento, algunos compañeros se removieron, inquietos.

  Volvió a Miriam. A los constructos de fantasías eróticas compartidas, alterando el color y forma  de las cosas y de sus propios cuerpos, multiplicándose en orgasmos sinfónicos. Más no todo era sexo. Alex había estado virtualmente en los episodios  importantes de la vida de Miriam y ella en los de la suya; se habían integrado en su córtex como si fueran propios. Y un escalofrío recorrió su columna, acabando en la cicatriz del puerto de entrada, el enchufe, como todo el mundo lo llamaba.

-Hola, Aria– Comenzaba la iniciática ronda de presentaciones. -Me llamo Janvier  y soy adicto, soy un enfermo, llevo en tratamiento casi un año. Mi enhorabuena por venir a la Asociación, estás en las mejores manos. Te aconsejo que sigas las Reglas; aunque al principio no las entiendas, poco a poco te irás sorprendiendo de cómo funcionarán contigo, como con todos, en el camino de nuestra rehabilitación-

-Gracias, Janvier- Repuso John desde el sillón que presidía la sala, el templo, como solía decir; él mismo parecía un oficiante de ceremonias ya descatalogadas.

  La escena llevaba a Alex a sus propios primeros días, los de total incomprensión. Recordó a Isobelle, que le dijo que se deshiciera de todos los Dispositivos, como ella, que los tenía repartidos por escondites en toda la casa y con cuarenta cuentas abiertas a la vez. Al oírlo, pensó: “¡Qué mal están aquí todos, yo me voy!”. No obstante, los peores casos los fue conociendo más adelante, en una suerte de viaje que también le reveló a su invasor.

Seguían las intervenciones:

-Buenas tardes, Aria; me llamo Ferdinand y también soy electroyonqui…

Alex bajó la vista y se miró otra de las cicatrices, en la muñeca: La perfidia evolutiva llegó con lo ponible: primero sobre el cuerpo, luego dentro de él, obscena  joyería que vibraba vida propia, en placenteros latigazos con cada conexión, según la pericia del implantador de digipiercings. También la realidad virtual había llegado al punto de que los usuarios ya no querían abandonar sus cubículos de proyección; aquéllos que se podían permitir los cascos integrales eran capaces de entrar en estado semicomatoso por inanición mientras devoraban creativísimas especialidades culinarias en el planeta de al lado. Al final, los estudios de un genio loco aficionado al crocodile, antes de exponer sus huesos al sol, permitieron diseñar los accesos directamente sinápticos e interpersonales.

  En el tratamiento, Alex había comprendido sus mecanismos mentales, iguales a los de los compañeros: El desdoblamiento y la usurpación de la personalidad por la parte adicta de sus propios cerebros –el invasor– hasta el punto de hacer desaparecer todo pensamiento sano en un embudo en el que cada acción del individuo se ordenaba exclusivamente hacia la satisfacción de la adicción. Problema extendido por todo el mundo, a pesar de los esfuerzos de los Catocientólogos:

-No conectarás el Dispositivo en vano

-No desearás el Dispositivo de tu prójimo

-No cometerás actos impuros con tu Dispositivo… y así, hasta todo el decálogo.

  Volvió Alex a concentrarse en la sala, tenía que hacerlo, lo ordenaban las Reglas. La difícil bienvenida seguía su curso:

-Como ves, Aria, aquí somos todos adictos, yo también– admitía John, -Dinos: ¿Qué has perdido tú por la adicción?-

-¿Yo? ¡Nada!- sus ojos líquidos seguían atornillados al rectángulo de plata de la pared.

-¿Estás segura?-

-Bueno, ya basta- dijo de pronto Aria, levantándose –Me lo voy a pensar por un tiempo.- y cogiendo su bolso, salió del arco de sillas.

-Como quieras, aquí serás siempre bien recibida. Intenta mantenerte en abstinencia mientras te lo piensas-

  Alex notó el soplo de aire de la puerta al cerrarse. En otras ocasiones, cuando alguien dejaba el grupo, sentía lástima; pensaba en cómo los que abandonaban volvían ciertamente a su infierno, el de cada uno. Y en que ahí fuera no iban a encontrar ayuda: Con la estación espacial y la mayor parte de los satélites de propiedad de las multinacionales, sin contar los omnipresentes drones, no había ni un rincón del mundo libre, libre.

Pero esta vez se puso en pie.

 

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