El sensor emitió un leve zumbido, despertando a Gtrz, que se había quedado dormido frente al televisor. Se levantó y bajó al sótano. Observó aquella monstruosa máquina desde la puerta, tratando de identificar desde cuál de los tres pasillos provenía el sonido.

Todos los que pertenecían a su clase estaban ocupados de tareas sencillas y aburridas. La mayoría de ellos vivía cerca de la labor a desempeñar. Así era todo más sencillo, les dijeron en la academia de instrucción.

La automatización era completa. Su labor ni siquiera podía considerarse técnica, más bien subalterna. Intervenir en los pocos casos en los que la máquina cometía algún error, o se producía algún corte de conexión o energía. También había enviado alguna vez una incidencia a la sección de perturbaciones. Eso era todo. El pequeño ordenador, acoplado a la palma de su mano, hacía aún más sencilla su tarea. Una vez que pulsaba el botón rojo de la interfaz, la información llegaba en milésimas de segundo a un lugar remoto y desconocido para él. Allí era procesada y se obraba en consecuencia. Gtrz no intervenía en nada más.

La incidencia de hoy indicaba un código rojo. Una alarma enviada por uno de los agentes de calle. Se había producido algún quebrantamiento de norma. Supo después, por un vecino de habitación que era agente de calle, que alguien había desactivado su perfil de Rinoc, la red social obligatoria. No había ninguna opción en su interfaz de Rinoc para poder hacerlo pero, aún así, estaba desactivada. Podía tratarse de alguien subversivo o de un simple error de la red social. En cualquier caso, tardarían poco en llegar a la puerta de la dirección asignada a ese perfil. Había presenciado alguna escena provocada por esa falta de acatamiento a la norma. Una situación desagradable. Alguien golpeaba la puerta con insistencia. Se abría la puerta, y delante tenía un numeroso grupo de hombres uniformados, de aspecto osco y con pocas ganas de diálogo. La simple sospecha de estar frente a una persona que quebrantaba los preceptos del Sistema, les hacía sentirse legitimados para considerarlo un ser inferior, al que podían denigrar sin contemplaciones. Después, si se demostraba que todo había sido un error, una falsa alarma, no había ningún tipo de disculpa. Nada. Eran las cosas intrínsecas de un sistema omnipotente y omnipresente, que no podía equivocarse nunca.

El nivel de estabilidad había llegado a tal punto que Gtrz no tenía gran cosa que hacer, sólo esperar. Realizar cualquier actividad permitida y esperar. Era como si no tuviese nada que hacer pero, a su vez, estuviese atado a esa nada suprema e inmutable que era aquella rutina. Unas veces veía la televisión, otras navegaba por internet, una herencia del pasado que el Sistema permitía por considerarla inofensiva. Poco más. Leer sólo podía hacerse a través de la pantalla. No pertenecía a esos pocos afortunados capaces de leer más de ochocientos caracteres seguidos.

Se empezó a entrenar a un grupo de elegidos, después de detectarse esa anomalía en la población. Se consideró que podía ser un problema a largo plazo que nadie fuese capaz de leer más de unos párrafos seguidos, de ahí que se creara la brigada de lectura. Son los garantes de la cultura del pasado, en caso de fallo masivo del sistema. El Sistema se protege de muchas maneras. Ésta es sólo una de ellas.

En cualquier caso, aunque no estaban prohibidos, los libros no estaban al alcance de la mayoría, básicamente porque la masa no estaba capacitada para ello. Dos generaciones atrás hubo algunos capaces. Ya no quedaba nadie fuera de la brigada de lectura. Gtrz nunca había tocado el papel, el material del que estaban hecho los libros. Recordaba un compañero de instrucción que fue elegido para ello, al que no había vuelto a ver.

En cualquier otra época, Gtrz podía haber pensado que su trabajo peligraba, por la poca actividad desarrollada. Pero trabajar era cosa del pasado. Ya nadie trabajaba, en el sentido anticuado del término. Servían a un bien común, representado como un pantocrátor en los billetes de la moneda permitida, a la que llamaban Dama.

No había escasez de damas. De hecho, era obligatorio gastarla en el mes, aunque no se tuviese necesidad. Los billetes estaban numerados, y no se podían gastar pasados treinta días. Tenían fecha de caducidad. Establecido por ley. Las agencias monetarias se encargaban de controlar su buen uso. Eso sí, era obligatorio gastarlo de forma ordenada, sin quebrantar las normas, en los lugares y momentos permitidos.

Para víveres estaban fijados los lunes, miércoles y viernes. Los martes y jueves se reservaban para cualquier otra compra, y para dar salida a los excedentes monetarios que la población tuviese en sus carteras. Para ocio lúdico y nocturno estaban los viernes, a partir de las siete, y los sábados. Los domingo se reservaban para las familias. Ese día no estaba permitido frecuentar los locales alcohólicos, salvo para los aptos para la procreación, que podían ir, pero debían ir acompañados, forzosamente, de su prole.

Los que pertenecían a ese grupo social no siempre eran los más aptos, guapos e inteligentes. Más bien era cuestión de suerte, suerte y contactos, si es que te interesaba pertenecer a la casta de procreadores. Gtrz había preferido permanecer sólo ¿Para qué perpetuar la especie?, pensaba. Si podía elegir, prefería que no.

A pesar de todo, según contaban los pocos nonagenarios que quedaban, no se había producido un cambio tan radical. Si alguien nacido un siglo atrás llegase a este futuro, y sólo le enseñasen las calles, los supermercados, los lugares de ocio, pensaría que todo seguía igual. Pero no era exactamente así. La diferencia principal era que ahora no estaba permitido el exceso, salvo para unos pocos, se sospechaba. El signo del antiguo capitalismo había desaparecido de la luz pública, bajo el pretexto de la inalterabilidad del sistema. Ahora el capitalismo era otra cosa. Se había reinventado. «La mesura es el signo de los tiempos», le habían contado que decía su abuelo. Esa era una de las palabras: mesura. La otra podía ser: control. Pero ya nadie de su generación sabía lo que significaba esa palabra. Habían nacido bajo el nuevo régimen, para ellos todo era inmutable.

En sus tiempos de juventud, Grtz había cuestionado al Sistema en la intimidad. Al comprobar que nadie compartía sus dudas, silenció sus pensamientos. Se limitó a vivir de la manera acomodada que permitía el Sistema, que no era gran cosa. Consistía en tener comida en el plato y una habitación propia, de la que podía ser desalojado al menor atisbo de insurgencia o ineptitud. Había oído hablar de gente a la que le había pasado, pero nadie que él conociera. Los que protestaban eran realojados en lugares comunales, de los que era difícil salir. Seguían realizando algún tipo de labor, pero perdían toda relación con su vida anterior.

Volvió a la habitación, después del deber cumplido. El perfil de Rinoc parpadeaba, llamando su atención. Un aviso. Un mensaje escueto de su hermana. «Hola, Guti,  por aquí estamos bien. ¿Vendrás la semana que viene a vernos en el día de la familia?». Su hermana se permitía la licencia de utilizar las vocales para los nombres, aún sabiendo que estaba prohibido. Se estableció así con el pretexto de mejorar la eficacia y la economía en la comunicación. La probabilidad de que alguien más leyese aquellos mensajes le aterraba. Siempre recriminaba esa temeridad a su hermana, pero ella no atendía a razones.

Era una pregunta retórica. Su hermana sabía que era obligatorio que las familias se reuniesen al menos una vez al mes. Este mes tocaba en casa de ella.

Llenó un vaso de agua del grifo. Pasó el líquido por la depuradora y volvió a verterlo en el mismo vaso, acercándose a la ventana que tenía en la habitación. Pensó que estaría bien que en ese pasillo pudieran poner alguna maceta con flores, algo que mostrase algo de humanidad. Siempre le habían gustado las flores, a pesar de no haber visto nunca una.

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