L’homme naît bon, c’est la technologie qui le déprave.

L’homme naît bon, c’est la technologie qui le déprave.

Sergio Martín

21/03/2015

Había una vez un país, en el que tras miles de años de guerras civiles, conquistas, reconquistas y requetereconquistas, los habitantes desarrollaron la extraordinaria habilidad de tolerarse unos a otros.

Los primeros síntomas surgieron en las relaciones interpersonales. No se sabe exactamente ni cómo ni cuándo. Lo cierto es que las malas caras empezaron a dejar paso a las sonrisas. Tímidas sonrisas, apenas esbozadas con la mirada, que terminaron dando paso a vínculos permanentes entre oreja y oreja. Los contactos directos, persona a persona, comenzaron a ganar terreno a las llamadas y a los emails. La gente dejó la televisión de lado, y empezó a disfrutar más de su familia y amigos.

Las gracias y los por favores se multiplicaron exponencialmente. Nunca antes se habían cedido tantos asientos, sujetado tantas puertas o dicho tantos si fuera tan amables. Desapareció el hábito de rehuir la mirada en los pasillos, y resucitó la sana costumbre de dar los buenos días y las buenas tardes. Hubo tal explosión de usted primeros, que las indecisiones y encontronazos a la hora de acceder a lugares públicos eran constantes. Diariamente se generaban nuevos y hasta entonces nunca vistos  «perdones», atrás quedaba el mundano perdón por pisar a alguien, y se abrían los horizontes a «perdones» mucho más coloridos y anglosajones, como pedir perdón a alguien que le empuja a uno, o disculparse por ir cargado y obstaculizar el paso a otro.

Limadas las asperezas en las más básicas interacciones humanas, y lubricado el intercambio social, a base de consideración y buenas maneras, se entró en un periodo de gran prosperidad y abundancia, que además se supo administrar con gran acierto.

Los más graves problemas sociales, aquellos que habían traído a los gobernantes de cabeza durante el último siglo, comenzaron a solventarse con facilidad. Se ganó la guerra a las drogas y al crimen organizado, el desempleo se erradicó, se universalizó la sanidad y se democratizó la educación.

El bienestar colectivo se convirtió en la máxima prioridad. Se desarrolló una conciencia ecológico-social inaudita, y un sentido del deber y de la rectitud exquisito.

Las grandes barreras sociales comenzaron a desmoronarse. El individualismo exacerbado del siglo veinte, dio paso a la cooperación solidaria. Las clases sociales empezaron a difuminarse, y con ellas desapareció la desigualdad.

Los conceptos de lo propio y lo ajeno se desvanecieron para dar paso a la idea de lo común. Y pronto, el que algo fuese de uso privado, terminó por hacerse impensable. Como en los billetes de euro, se tendieron puentes y se abrieron puertas, y desaparecieron  llaves, envidias, secretos y mentiras.

Se abandonó la  lucha por la acumulación de bienes. El ansia por el aumento indiscriminado de la producción, y el constante crecimiento económico, se revelaron como el gran sinsentido que siempre habían sido. Se llegó a un despego por lo material jamás visto. Más y más objetos que habían sido considerados indispensables, resultaban ahora inútiles; e incluso un estorbo.

La tecnología, que tan elocuentemente había demostrado su capacidad para destruir, desunir y marchitar todo lo que de bueno había en el alma humana, se dejó de lado, y cualquier chisme que no demostrase ser estrictamente necesario, terminó por olvidarse.

Mientras que la iglesia continuaba obsesionada con la muerte, y todo lo que predicaban que vendría detrás, se concluyó que era mucho más acertado preocuparse de la vida «antes de» que «después de» la muerte. La religión dejó así de practicarse y desapareció plácidamente sin que se la echara de menos. Con el sufrimiento y la ignorancia, sus dos grandes pilares, derrumbados, ya nadie necesitaba respuestas fáciles para los misterios de la vida.

La familia se desregularizó y se amplió hasta acomodar nuevas formas de convivencia, más abiertas y comunales, que terminaron desembocando en la eventual desaparición de la consanguinidad como nexo.

Las gentes volvieron al campo. Al principio se establecieron en pueblos, pero, con el tiempo, un deseo imparable de reintegración con la naturaleza les empujó al éxodo hacia zonas no urbanizadas. Se instalaron en bosques, playas, montañas y valles, y retomaron ocupaciones artesanales que casi habían sido olvidadas. Vivían en íntima comunión con su entorno, tomando solo lo necesario de la tierra. Reasumieron el diálogo con el medio ambiente, olvidaron los relojes y se acoplaron de nuevo a sus ritmos primigenios. Amanecían con el sol y se recogían a la caída de la tarde. Aprendieron a reconocer los nombres olvidados de las estrellas y a leerlas. Hablaban a las flores, y permanecían horas escuchando al viento mecer las ramas de los árboles; pero, sobre todo, aprendieron a escucharse a sí mismos. Redescubrieron esas voces ancestrales, calladas tras siglos de civilización, que emanaban de lo mas profundo de su ser. Al principio tenues, distantes, confusas; después claras y hermosas.

Gradualmente, las ropas fueron desapareciendo, en la medida en que no eran necesarias más que para el abrigo. El sexo se convirtió en instrumento de comunicación social y se olvidaron tabúes y cláusulas de uso único. Nadie pertenecía a nadie y nadie tenia derecho a imponerse a nadie. Los contactos eran libres, en dúos o en grupo, y tan románticos o tan anónimos como los participantes desearan. En consecuencia, la crianza de los frutos anónimos del amor, se desvinculó del individuo y pasó a ser labor colectiva.

El lenguaje de las caricias, de las sonrisas, de las miradas…, comenzó a tomar la importancia que merecía, en detrimento de la imprecisión de la palabra. Era una comunicación mucho más directa y real, un intercambio puro, de corazón a corazón, sin obstáculos gramaticales.

Los pies se les fueron endureciendo, la piel se les curtió al sol y se hizo más resistente. La vida al aire libre, y la necesidad de cultivar y de cazar para comer, mejoraron su tono muscular. Los depósitos de grasa se redistribuyeron uniformemente bajo la piel, para mejor proteger sus cuerpos desnudos. Se desvanecieron las panzas y las cartucheras. La obesidad pasó a la historia, porque los alimentos naturales  tenían un menor aporte calórico, y porque había que correr o labrar la tierra para obtenerlos.

La exposición a los elementos estimuló el crecimiento de vello corporal. También la mugre, que formaba una película oscura y homogénea alrededor del cuerpo, actuaba como escudo y aislante. 

La acumulación de todos estos factores fue cambiando gradualmente la apariencia física de la gente y se modificó la concepción de la belleza femenina. Los cánones occidentales dieron paso a un look menos sofisticado pero mucho más sano. Este tipo de beldad, caracterizado por caderas anchas y pechos abundantes, no era ni mucho menos nuevo, ya lo había ejemplificado, espléndidamente, hacía miles de años, la Venus de Willendorf.

Llegó un momento en el que el lenguaje oral y el escrito se contrajeron tanto, que empezó a reducirse la capacidad de la gente para expresar ideas abstractas. El mundo se hizo por tanto mucho más pequeño y necesariamente inmediato. Se llegó a un punto en el que no podía concebirse la existencia de nada que quedara fuera del campo de percepción directa de los sentidos. Para existir, todo tenía que ser tangible y cercano. En consecuencia, se hizo imposible transmitir experiencias que no se hubieran vivido de primera mano. Las tradiciones y el bagaje cultural comenzaron por tanto a olvidarse y la gente se retrotrajo hasta un nivel primigenio de evolución. 

Volvieron a su estado más puro y esencial.

Se convirtieron en criaturas infinitamente más nobles y valiosas de lo que lo habían sido jamás.

Por fin, las máximas aspiraciones de la humanidad fueron alcanzadas: paz, armonía,  y plena integración con la naturaleza.

Entonces, un día llegó una gripe y se murieron todos. 

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