Un día cualquiera, futuro próximo, Madrid.

Ernesto Valbuena sale de trabajar a las dos y media. Es un trabajo de albañil a tiempo parcial, en un edificio de nueva construcción en Azca, una zona de oficinas de Madrid. Son cuatro horas diarias, pero algo es algo, y además le viene bien para llegar justo a su otro trabajo de repartidor de propaganda. Como siempre, va directo hacia donde tiene aparcado el coche. Normalmente tiene que dejarlo por la mañana varias calles hacia el norte, en el barrio residencial, bastante alejado de la zona de oficinas, pero ese día ha tenido suerte y lo tiene aparcado a la vuelta de la esquina.  Ahí al lado, justo en la primera plaza de aparcamiento. Saca la llave del bolsillo, gira la esquina y se queda parado de golpe, con los ojos como platos, como quien de repente se da cuenta de que ha olvidado algo: ¡el coche no está en su sitio! Cuando reacciona, empieza a mirar por todas partes y a volver por donde ha venido. No es posible, se dice a sí mismo. No pueden haberme robado el coche, no a mí, no ahora que tanto lo necesito. Cada vez más nervioso, empieza a recorrer la calle de un lado a otro, por la acera donde lo había aparcado. De repente, se da cuenta y lo ve. Estaba tan absorto en sus pensamientos que llevaba un rato mirando a la acera de enfrente y no se había dado cuenta, pero ahí está. Su coche está al otro lado de la calle, unos treinta metros más adelante. Treinta metros, nada menos. No puede creer lo que ven sus ojos. Estaba completamente seguro de dónde lo había dejado, ahí, al lado de donde ahora se encuentra. ¡Completamente seguro! Recuerda con total claridad haberse fijado en el kiosko de lotería un poco más adelante a la izquierda, y en el hueco del árbol que tenía al lado cuando abrió la puerta. Y también recuerda perfectamente los “regalitos” de perro que estuvo a punto de pisar al salir. Se fija ahora y ahí están: el kiosko, el hueco del árbol y los regalitos. ¿Qué diablos está pasando? No es posible, pero ahí está. Treinta metros más adelante y en la otra acera, ahí enfrente está su coche. Echa a andar hacia él, compungido, asustado todavía. Es entonces cuando todo se va a negro y se desploma.

En ese mismo instante, hospital de La Paz (Madrid), quirófano 2 de neurocirugía.

–  Bien, otra baja, redactemos el parte de defunción. ¿Nombre del cliente?  – le pregunta el doctor Álvarez a la ayudante de enfermería

–  Ernesto Valbuena – dice ésta, tras una breve mirada a la pizarra colgada de la camilla

–  Tome nota: “Cliente con implante neuronal de la aplicación YouPark. Error de treinta metros en la ubicación. Intentamos reprogramar microprocesador H4_EMP, sin éxito. El cliente no soporta la fusión de los circuitos 3A y 3B. Parada cardiorespiratoria a las 14:18

La enfermera se quita la mascarilla y sale del quirófano.

–  Me lo temía  – dice el doctor Álvarez a su colega el anestesista mientras se quita los guantes, cabizbajo y con los hombros hundidos-, lo que me temía ha vuelto a ocurrir. La aplicación “YouPark” para Android lleva funcionando en móviles dos años a la perfección, pero esta versión experimental de la aplicación que se implanta en las neuronas cerebrales ha colapsado a otro cliente. Pensábamos que era un simple error de ubicación de treinta metros, pero…

–  No se haga mala sangre doctor Álvarez. Son daños inevitables que conlleva la experimentación de cualquier versión Beta, y solo llevamos quince bajas. Además todos ellos voluntarios y conocedores de ciertos riesgos que…

–  ¿Voluntarios? –interrumpe el doctor Álvarez- Yo no diría tanto cuando esa “voluntariedad” es a cambio de que no sean desahauciados por el banco que compró a la compañía de software propietaria de la aplicación “YouPark” ¿no cree?

El anestesista mira de soslayo al doctor Álvarez, con una sonrisa socarrona.

–  Vamos, doctor Álvarez, no me venga ahora con escrúpulos morales. Cuando ve en su cuenta corriente los 100.000 euros por cada implante que realiza no se anda con tantos miramientos ¿no?

El doctor Álvarez no contesta, pero bajo la luz del quirófano se ve brillar una lágrima furtiva resbalando por su mejilla.

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