fondofinal.jpg

Capítulo 1

Contagio. 

Las luces del quirófano parpadearon tenuemente mientras David cargaba la medicación anestésica para el siguiente paciente. Siempre se acordaba de Michael Jackson cuando cargaba la última jeringa con Propofol, un anestésico de color blanco como la leche y que se llevó al rey del pop por delante debido a una negligencia.

– Joder tío, 25 grados otra vez. Con este puto calor no hay quien se meta a operar aquí dentro – comentó Javi, el enfermero que tenía que asistir al traumatólogo en la siguiente intervención –. Si la puta prótesis se infecta yo no quiero saber nada.

– Calla coño. Que mañana me operan de la hernia y los tengo por corbata tú. Ya verás como al final lo mío se lía, se infecta y me tienen que acabar reoperando para extraerme la malla. El síndrome del recomendado de los huevos.

El famoso síndrome se refería a la alta probabilidad de sufrir contratiempos siempre que se operaba a algún conocido o persona VIP. Fallos en el respirador cuando se está operando al director del hospital, una compresa olvidada milagrosamente dentro de la consejera de sanidad y un largo etcétera de problemas que parecían surgir en estos casos.

– Tranquilo hombre, ya verás que la cosa va como la seda. Para mañana han dicho que esto está arreglado. Cada verano igual. Y encima todos estos matasanos no tienen huevos de suspender ni una intervención.

– Bueno tío, pero promete que vas a estar con mil ojos. Y como vea aparecer al  psicópata para anestesiarme yo salgo por patas – comentó David con cara de susto refiriéndose a un anestesista del que se decía que tomaba medicación antipsicótica.

– Me han dicho que mañana le toca niños, en otorrino,  pobrecillos. Así que tú estate tranquilo.

Y es que cuando se veían los toros desde dentro de la plaza la cosa cambiaba mucho. Y la de mañana iba a ser la primera intervención a la que se sometía David desde los 7 años, cuando lo operaron para extirparle las amígdalas. Y para nada se imaginaba él que iba a ser la última.

Bendita ignorancia. Es una gran ventaja para los pacientes “comunes” el no saber cada corte que le van a realizar, cada punto que van a dar sobre su cuerpo, el tubo que le van a introducir en la garganta para mantenerle respirando, las drogas que le van a administras y que paralizan hasta los músculos que  permiten su respiración… Todas esas cosas que conoce al dedillo cualquier persona que trabaje en un quirófano y que pueden elevar tus niveles de terror hasta el paroxismo.

Justo al acabar la conversación sonó el teléfono del quirófano.

– Quirófano 10 – contestó David con su tono adormilado matutino.

– “Deivid”, han avisado de planta que el siguiente paciente ha desayunado y se suspende la intervención – comentó Carlos, uno de los celadores de la recepción del área quirúrgica, usando el nombre de éste en inglés como solía hacer casi todo el mundo.

– Cojonudo tío. Gracias, ahora le comento al anestesista. Si es que aparece algún día.

David se giró hacia su compañero mientras colgaba el teléfono y esgrimiendo una gran sonrisa le comentó:

– Parece ser que hoy vamos a acabar un pelín antes. El último se ha papeado el desayuno y va a tener que esperar a mañana.

– Níkel tío. Vamos a recoger esto y tiramos para el bar a hacer unas cervecitas- dijo Javi en tono de casi pregunta.

– No corras tanto que seguro que nos dan el teléfono de las urgencias – replicó David refiriéndose al teléfono que llevaba encima el personal encargado de las intervenciones urgentes y que solía tener la supervisora cuando no contaba con personal suficiente –. Vamos a recoger esto lentamente para hacer tiempo y luego vamos a hablar con la súper.

El resto de la mañana transcurrió sin más contratiempos que una cesárea rutinaria y la preparación del material quirúrgico para las intervenciones de la tarde. Como era habitual, al finalizar la jornada, David se reunió en el comedor del hospital con algunos compañeros del área quirúrgica  entre los que se encontraba Marla. 

Marla era una de esas enfermeras de aspecto hippie que tanto abundaban últimamente: morena, metro 65, cara de niña y con una de esas rastas que asoman de entre el pelo liso. Ya hacía unas semanas que David le había echado el ojo y aprovechaba cualquier oportunidad para entablar conversación con ella para que, según sus palabras, “se vaya dando cuenta de mi existencia”.

– Marla, guapa, que te pareció la fiesta del viernes en el chaletazo de Martín – le preguntó David con ánimo de entablar una conversación que no tuviera que ver con laparotomías, prótesis de rodilla u operaciones de columna.

– Ah, ¿pero tú te acuerdas de algo de esa noche? – preguntó Marla haciendo una mueca socarrona.

Enseguida recordó David que el viernes se había pasado un poco con las copas y que había terminado dormido con la cabeza apoyada en uno de los bafles.

– ¿Ostia tía, pero tú no te habías ido a las 3? – contestó David acordándose que había desistido de “comportarse” al ver como Marla se marchaba con una amiga.

– Sí. Pero volví a la hora porque Raquel se encontró con su exnovio y se puso insoportable. Estabas encantador con aquel hilillo de baba colgando de la comisura de los labios.

– Si llego a saber que te quedas intento quedarme consciente un poco más – dijo David guiñándole un ojo mientras recogía la bandeja de la comida.

– Pues mañana por la noche organiza otro botellón en su casa. Igual nos vemos allí un rato.

La esperanza renació en el corazón de David hasta que cayó en la cuenta de que lo operaban de la hernia al día siguiente.

– Lo siento preciosa. Pero mañana me quitan este alien – dijo señalándose el bultito que se le marcaba a través de la camiseta en el ombligo y poniendo cara de susto.

– Ostras tú, no me acordaba. Bueno ya verás que todo va genial. Cuando acaben me paso a verte por la URPA.

– Gracias guapa, te tomo la palabra. Bueno, nos vemos mañana después de la intervención. 

David salió de la cafetería del hospital y se dirigió hacia el aparcamiento subterráneo. Montó en su Clío al que cariñosamente había apodado “chivas regal”, pues ya tenía sus 12 años, y se dirigió hacia el piso que compartía en el centro de Palma con unos compañero de profesión. Como siempre, el denso tráfico de las 15:30 puso a prueba la poca paciencia que solía tener cada vez que se ponía al volante, pero a los 15 minutos ya estaba entrando por la puerta de su finca.

Nada más  acercarse a la puerta del piso le asaltó el clásico olor a marihuana que le indicaba que había llegado al hogar. Lo recibió el desorden habitual en el que les gustaba vivir a dos de ellos, para disgusto del tercero, y el ruido de lucha proveniente de un videojuego al que alguien estaba jugando en el salón.

– ¡Que pasa neng! – saludó Fran, uno de sus compañeros de piso, a los mandos de la Xbox y con un canuto colgando de la comisura de los labios – ¿Has tenido que abrir muchos cerdos hoy?

– Los de siempre más o menos – contesto David mientras le arrebataba el cigarro de la boca y cogía el otro mando de la consola.

– ¿Estás nervioso por lo de mañana?

– Un poco. 

– Venga tío, no me seas maricona que esto es na y menos – rió jocoso.

– Nunca se sabe lo que puede pasar. Así que por si acaso voy a pegarme una buena fumada, partirte un rato la cara al Street Fighter – dijo mientras prendía el cigarro de marihuana que había liado su compañero de piso – y mañana será otro día.

Y qué día.

1

Al día siguiente, tras haber dado vueltas en la cama hasta las 4 de la mañana, se levantó menos nervioso de lo que se esperaba. “Joder si operamos cada día a un montón de gente y nunca pasa nada”, se había estado repitiendo como una letanía hasta que cayó rendido.

Justo cuando se estaba preparando el café con leche en solitario, y admirando la gran pila de cacharros que había en “el pantano” (como denominaban al fregadero), se dio un golpe en la frente con la mano y lo tiró todo por el desagüe. “Hay que ir en ayunas so retrasado”, pensó para sus adentros. Preparó una bolsa de deporte con una muda de ropa interior y las 4 cosas básicas de aseo y salió de casa a recorrer las 5 manzanas que lo separaban de su “amado” vehículo.

– Vamos trasto arranca. No me falles hoy que no estoy para bromas – le decía al coche mientras le daba al contacto. 

Contra lo que venía siendo habitual arrancó a la primera. “Empezamos bien el día”, pensó mientras arrancaba hacia el hospital. 

Llovía ligeramente. Con ese tipo de lluvia que casi no se ve pero que acaba dejándote empapado. “La meona” la llamaba la novia de Javi, otra enfermera que trabajaba con ellos en el área quirúrgica, a este tipo de lluvia.

El tráfico era más denso de lo normal en Palma. Bueno, no mucho teniendo en cuanta que los mallorquines al volante, cuando caen 4 gotas y en propias palabras de David, “parece que tengamos las manos al revés”. El atasco que se estaba formando lo animó a encender la radio e intentar sintonizar las noticias de la mañana.

“… desde una región del norte de África que no ha sido especificada por el ministerio de defensa. El traslado se está realizando por Helicóptero en estos momentos y se prevé la llegada del soldado afectado a las instalaciones hospitalarias para las 09:00. Fuentes del ministerio han explicado que se trata de un tipo raro de fiebre hemorrágica pero que en ningún caso se estaría hablando del Ébola”

“Atendiendo a otro asunto, se suceden las revueltas en muchos puntos de Argelia. Se ha declarado la ley marcial en todo el país…”

– Joder como está el mundo – dijo David mientras le daba al botón que reproducía el CD de música atronando el coche con música heavy.

2

El teléfono del Dr. Salas, Coordinador de epidemiología del Hospital Universitario Ramón Llull, empezó a sonar con insistencia a las 08:15 de la mañana. Como cada día a esas horas tanto el coordinador como otros médicos del servicio estaban realizando la reunión rutinaria para comentar casos específicos.

– Departamento de epidemiología del Hospital Ramón Llull, le atiende Mónica, ¿en qué puedo servirle? – contestó la secretaria desde el puesto de control situado en mitad del ala.

– Necesito hablar con el Dr. Salas – el tono serio y la imperativa voz no dejaba opción a réplica –. Esta es una llamada del ministerio de defensa con carácter urgente. 

– El Dr. se encuentra reunido en estos momentos. ¿Puede dejar el recado y número de…?

– Señorita. Lo diré sólo una vez – contestó cortante la voz al otro lado de la línea- Si no quiere haber perdido su puesto de trabajo antes de haber colgado el teléfono póngame en contacto con el Dr. Salas AHORA.

– Un momento, no cuelgue, veré que puedo hacer – respondió malhumorada la secretaria que atendía las llamadas mientras se levantaba.

“Siempre todo es importantísimo y no puede esperar”, pensó mientras se dirigía a la sala de reuniones.

La entrada de la secretaria interrumpió las explicaciones que estaba dando al grupo, formado por tres doctores y la coordinadora de enfermería, el propio Dr. Salas.

– Dígame señorita Peláez – dijo el Dr. Salas a la recién llegada.

– Discúlpeme por interrumpir Dr., pero tiene una llamada de carácter urgente.

Se levantó dando por concluida la reunión y se dirigió hacia el teléfono que permanecía descolgado en el control.

– Al habla el Dr. Salas. Espero que sea importante.

– Lo es Dr. Esta es una llamada del Ministerio de Defensa. Ya nos hemos puesto en contacto con el Ministerio de Sanidad y nos ha dado luz verde. A las 09:00 llegará un helicóptero con un paciente que deberá ser aislado para un diagnóstico. Se trata de un tipo de fiebre hemorrágica sin identificar…

– No disponemos de las instalaciones adecuadas para un caso así – intentó interrumpir el Dr. Salas con voz de preocupación.

– Dentro de 20 minutos llegarán al hospital unos transportes del ejército con el material necesario. Reúnase con su equipo y disponga un ala del la unidad de cuidados intensivos para ser completamente aislada. Técnicos del ejército serán enviados junto con el material para el montaje de los diferentes dispositivos.

El Dr. Salas notó como se le empapaba la camisa de sudor al instante. “Por Dios, si esto es un hospitalucho de segunda donde iba a terminar mi carrera sin sobresaltos” pensó mientras recordaba el momento que aceptó el puesto.

– Se trata de un caso de máxima colaboración con el gobierno de los Estados Unidos – continuó la voz al otro lado del teléfono –. No tengo ni que decirle que el futuro de las carreras de todo su equipo dependen de los resultados de esta operación y, por favor, sea discreto – pronunció la voz justo antes de colgar el teléfono.

Salas se giró con la frente perlada de sudor y las gafas empañadas hacia la secretaria que le había seguido hasta su puesto en el control.

– Prepare una reunión urgente con todo el equipo y los coordinadores médicos y de enfermería de la UCI para dentro de 15 minutos. Si alguien pone pegas dígale que no hace falta que mañana se levante para venir a trabar.

La amenaza hubiera sonado un poco vacía si alguno de ellos hubiera sabido que ninguno  de ellos iba a levantarse para trabajar al día siguiente.

3

La teniente Sanders, oficial médico al cargo del equipo de operaciones especiales que se encargaba del traslado del soldado infectado, comprobó a través de la campana de plástico que lo aislaba, las sujeciones que mantenían al paciente inmovilizado. 

Enfundada dentro de un traje de aislamiento integral y con una botella de aire comprimido a la espalda, al igual que los otros cuatro miembros del equipo que la acompañaban, parecía salida de alguna cinta de cine catastrófico de principios de los 80.

Había sido movilizada hacía apenas una semana desde el centro de control de enfermedades de Atlanta. Seis días de una dura instrucción militar para “prepararla para posibles acontecimientos”, según las palabras del oficial al cargo. Hasta le habían recomendado que se rapase la cabeza para “no parecer una Barbie-doctora salida de un hospital de Beverly Hills”.

Cuando se había ofrecido voluntaria como oficial médico para dicho grupo, hacía ahora apenas 2 años, pensó que sería un buen distintivo para encabezar su escueto currículum. Con los últimos tratados sobre armas químicas y guerra bacteriológica todo hacía pensar que se limitaría a figurar en una lista de algún despacho del pentágono.

Y ahora se encontraba allí, subida en un helicóptero, y camino de una isla perdida en el mediterráneo, trasladando a un paciente que seguramente tuviera una de las enfermedades más contagiosas y mortales conocidas hasta el momento.

Una turbulencia hizo que el helicóptero medicalizado descendiera varios metros bruscamente y ello provocó que la teniente, menos acostumbrada que el resto a este tipo de maniobras, se agarrara fuertemente al cinturón de seguridad.

– ¿Se marea teniente? – preguntó Vázquez, un mejicano de casi 2 metros sentado al otro lado de la campana de aislamiento –. Si tiene que vomitar procure hacerlo hacia la parte de abajo del traje. Si lo hace hacia delante va a manchar todo el visor y las va a pasar canutas.

– Estoy bien, gracias por el consejo Vázquez – replicó ella con aire cansado.

– Déjala en paz “Trejo” que la doctora ya tiene bastante – comentó Thomson, otro de los soldados que participaba en el traslado, usando el apodo que le habían puesto al mejicano aunque ni tenía el pelo largo, ni usaba bigote ni tenía la cara picada por la varicela como el actor al que hacía referencia.

En ese preciso momento comenzaron a pitar las alarmas del monitor de constantes vitales mientras el paciente se agitaba poniendo a prueba las sujeciones que lo mantenían inmovilizado.

La teniente reprogramó una de las bombas que administraban la medicación sedante al paciente para subirle la dosis que recibía por minuto.

– Lleva medicación para tener a un elefante adulto dormido una semana y como si nada – comentó la teniente mientras cambiaba los parámetros de la bomba.

– Si se pone tonto le administro uno de estos supositorios doctora – dijo Vázquez señalando la Desert Eagle, una pistola de gran calibre, que llevaba en la sobaquera por encima del traje de aislamiento –. Ya verá como no molesta más en todo el camino.

– Con que se encargue de sujetarlo en caso de que se suelte me doy por satisfecha soldado – replicó frunciendo el ceño aunque nadie pudiera verlo tras el visor reflectante del traje.

– Como ordene teniente – dijo Vázquez llevándose la mano a la frente para hacer el saludo militar entre las risas de sus compañeros.

4

La unidad de cuidados intensivos del hospital, sobre las 8:45 de la mañana, era un hervidero de actividad. Personal sanitario trasladando pacientes, miembros de las fuerzas armadas portando paneles y otros materiales a la carrera, familiares de pacientes protestando al personal de enfermería sobre la situación de sus parientes. Y en medio de todo ello se encontraba el Dr. Salas manejando la situación como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.

– Vosotros – dijo señalando a un par de soldados que portaban algo parecido a unas duchas portátiles –, quiero que montéis una unidad de descontaminación en cada entrada a la U.C.I. No las carguéis con los productos hasta que hayan sido revisadas por el personal de epidemiología. 

Girándose hacia al supervisor de enfermería le dijo:

– Quiero que se preparen 4 camas de aislamiento estricto en la zona más alejada de las ventanas y 4 más de aislamiento preventivo adyacentes. Y quiero que cada cubículo esté separado por un panel opaco. No sabemos si van a aparecer más casos de aquí a unas horas. Aunque lo más probable es que sí. Sobretodo entre el personal sanitario – acabó pensando para sus adentros.

Consultó el reloj del teléfono móvil para calcular el tiempo que les quedaba. La verdad es que estaba resultando bastante más fácil de lo que él pensaba organizar la situación en tan poco tiempo. Tras unas primeras protestas de los médicos intensivistas había bastado enseñar el fax con la orden ministerial para que todo el mundo se pusiera a trabajar sin rechistar. 

En ese momento sonó el Deck de coordinador que llevaba en el bolsillo de la bata.

– ¿Diga?

– Soy María, la supervisora del área quirúrgica. Están  llenando la URPA con pacientes de la UCI  y nadie nos ha comunicado nada – contestó la supervisora con aire malhumorado.

– Disculpe María, todo está pasando de forma tan rápida que no hemos podido comunicar con todos los departamentos afectados. Vamos a necesitar espacio en la UCI para un caso especial y nos vemos en la necesidad de trasladar algunos a la URPA.

– ¿Qué vamos a hacer con las intervenciones programadas?

– Va a tener que suspender lo que no sea imprescindible. Y que se vaya llamando a los pacientes de mañana para que no acudan, tendremos que suspenderlo todo también- contestó Salas sin titubear.

– ¿Qué hago con todo el personal de los quirófanos? No puedo dar libre a todo el mundo.

– Distribúyalos por las plantas como refuerzo, o que vayan rezando; lo que usted prefiera – dijo Salas colgando el teléfono.

Empezó a sonar la alarma del móvil señalando que eran las 8:55. El Dr. Salas se giró hacia dos médicos intensivistas que estaban hablando en el mostrador.

– Acompáñenme doctores, tenemos que prepararnos para recibir al paciente – dijo Salas dirigiéndose hacia una pila de cajas y sacando varios trajes de protección integral-. Si tienen que orinar aprovechen ahora.

5

El helicóptero empezó el descenso hacia el tejado del hospital con puntualidad alemana. Desde arriba la doctora Sanders pudo observar como se preparaban para recibirlo 3 personas equipadas con unos trajes de aislamiento parecidos a los suyos.

– Parecen hormigas marcianas desde aquí – comentó el soldado Thomson –. Que ganas tengo de quitarme este puto traje de una vez.

– Ya queda menos canijo. Espero que nos den un par de días de permiso. ¿Alguien sabe de algún sitio para divertirse en esta roca? – preguntó Vázquez frotándose las manos.

– Por lo que he podido leer en Internet creo que hasta el mes que viene o el siguiente no empiezan a llegar las huestes de pibas inglesas para emborracharse y desfasar. Nos hemos adelantado un poco – dijo Thomson con aire apesadumbrado.

Tomaron tierra con bastante suavidad pese a la pequeña tormenta que se empezaba a formar. Descendió la teniente en primer lugar mientras el resto de soldados bajaba la camilla con la campana de aislamiento con sumo cuidado. En seguida se adelantó una de las 3 personas que esperaban para recibirlos.

– Bienvenidos, soy el Dr. Salas, jefe de epidemiología del Hospital y coordinador al cargo de esta operación – dijo usando el inglés con un acento americano perfecto, cosa que hizo que los dos médicos intensivistas que lo acompañaban se miraran sorprendidos.

– Un placer doctor. Soy la doctora Sanders del centro de control de enfermedades de Atlanta y teniente al cargo del traslado. Supongo que a estas horas tendrán preparadas las instalaciones para aislar al paciente. No se imagina las ganas que tengo de soltar este lastre.

– Está todo preparado señorita Sanders. Pero me temo que quizás no esté al corriente de un pequeño cambio de órdenes. Hace apenas 15 minutos hemos recibido este fax de sus superiores – dijo Salas entregándole un folio con el membrete de la marina estadounidense.

La teniente Sanders leyó el comunicado. La pantalla reflectante de su traje ocultaba su cara de sorpresa mientras leía las órdenes. Se dirigió hacia los pilotos del helicóptero y éstos, tras una corta charla, iniciaron el despegue ante la atónita mirada de los soldados que acompañaban a la doctora.

6

David entró en el aparcamiento para personal del hospital a las 10 de la mañana. Al estar éste en el centro de Palma era prácticamente imposible dejar el coche en las inmediaciones. Y en el aparcamiento para pacientes y vistas las tarifas eran prohibitivas si tenías que quedarte ingresado y dejar el coche aparcado uno o dos días.

Al llegar con el coche a la barrera le sorprendió que un agente de seguridad se acercara al vehículo para revisar la tarjeta que le acreditaba como personal del hospital. Cruzó tras enseñar su identificación y aparcó más o menos donde solía dejar el coche todos los días.

Cuando estaba llegando a las puertas del área quirúrgica ya no le cupo la menor duda de que algo anormal estaba pasando. Dos agentes de seguridad flanqueaban la entrada y confirmaban las identificaciones de cada persona que pretendía entrar al área, como constataba la cola de médicos que se estaba formando. David llegó al último y se alegró de ver que era el Dr. Pelayo, uno de los pocos anestesistas jóvenes que se dignaba a mezclarse con el personal de enfermería y acudía a los eventos que organizaban éstos.

– Hombre don Javier – saludó David con esa palabra que parecía molestar especialmente a los que empezaban a peinar algunas canas.

– ¿Qué hay David? ¿No te operábamos hoy? – preguntó el Dr. Pelayo extrañándose de que David estuviera en la entrada para el personal.

– Sí, pero he preferido venir aquí directamente en lugar de pasar por CMA, para evitarme retrasos innecesarios.

– Pues más vale que tires para la CMA porque estos dos gorilas de la puerta están poniendo pegas a todo el que no sale en la lista de turnos del personal. Están todos los residentes celebrándolo en la cafetería. Y además se están suspendiendo muchas intervenciones, no se que problema hay pero más vale que vayas a informarte.

– Joder la cosa se tuerce. Bueno, gracias por el aviso Doc, te veo dentro.

David se acercó a la planta donde estaba la unidad de cirugía mayor ambulatoria. El nombre era engañoso pues todos los pacientes, independientemente del tipo de cirugía a la que se tenían que someter, ingresaban a través de esta unidad. Cuando entró había varias decenas, entre pacientes y familiares, protestando al personal de enfermería. Logró acercarse al mostrador entre empujones y una de las enfermeras debió reconocerlo pues se acercó a hablar con él dejando con la palabra en la boca a una pareja de gitanos que estaba demostrando su descontento de manera poco elegante.

– Hola, buenos días – dijo David intentando hacerse oír por encima del barullo –. Tenían que operarme hoy de una hernia umbilical, pero visto como está el patio, no se si la habrán suspendido. ¿Puedes intentar averiguarlo?

– Faltaría más – respondió la enfermera agradecida de que quedara alguien con educación en la isla – ¿Cómo te apellidas?

– Valls.

– Pues estás de suerte – dijo mirando la lista de las intervenciones del día –. Únicamente no se han suspendido los quirófanos donde hay intervenciones oncológicas. Y precisamente antes de la tuya hay una tumorectomía de hígado. Si haces el favor de pasar a la habitación 106 en un rato vendré a ponerte el suero.

David entró en la habitación que le habían indicado para encontrarse con el otro paciente que se operaba en su mismo quirófano y la mujer de éste, que le había acompañado.

– Buenos días –  saludó con poco interés por entablar una conversación.

– Hola. – respondieron tanto el paciente (que tenía un color amarillo limón) como su mujer – ¿Viene usted sólo? – Preguntaron un tanto extrañados de que no le acompañase un familiar.

– Es que como me operan de esta chorrada – dijo David señalándose al ombligo mientras se quitaba la camiseta para ponerse la bata hospitalaria – no he querido molestar a mis padres. Esto es como ir al dentista, casi – continuó mientras se quitaba los pantalones y la mujer apartaba la vista enrojeciendo rápidamente.

“Que pudorosa es la gente coño”, recordó David mientras se ponía encima la bata de color azul claro.

Al final, y en contra de sus deseos, no le quedó más remedio que entablar la típica conversación entre desconocidos que van a operarse. De donde son… sabe si vamos a tener que esperar mucho… que qué mal tiempo justamente… a qué se dedica (aquí David mintió descaradamente para no tener que enfrascarse en explicaciones sobre la operación a la que se iba a someter el otro paciente ni hablar del post-operatorio ya que en sus propios pensamientos: “hoy tengo el día libre y no soy la madre Teresa de Calcuta”). Tras una corta espera vinieron a buscar al primer paciente, que se despidió de su mujer entre lágrimas, y enseguida vino la enfermera de CMA a atenderle.

– ¿Ya te han dejado de dar por culo en el mostrador? – preguntó David con interés morboso por saber si había habido más problemas.

– No suele liarse tanto normalmente. Pero claro, no se suelen suspender el 80% de las intervenciones – respondió la enfermera mientras preparaba el suero – ¿Tienes alergia a algún medicamento? – comenzó realizando las preguntas que suelen hacerte antes de operarte con pocas ganas de seguir comentando los altercados del mostrador.

– Que yo sepa no – dijo David parafraseando a los cientos de pacientes a los que él mismo había preguntado a lo largo de sus años como enfermero de quirófano.

– ¿Dentadura postiza?

– Nada.

– ¿Llevas algo metálico encima?, como cadenitas, anillos, piercings…

– Ni loco dejo que me agujereen para nada – respondió David mirando con creciente aprensión a la intránula que estaba desenfundando la enfermera.

– ¿Alguna enfermedad crónica importante? Asma, hipertensión, diabetes…

– Como una rosa.

– ¿Te han sometido a alguna intervención quirúrgica alguna vez?

– Una amigdalectomía con 6 años y 4 cosas con anestesia local.

– Ok. ¿Estás actualmente tomando algún medicamento?

– Hace 2 semanas acabé un tratamiento con aciclovir y corticoides para una meningitis secundaria a una infección por Epstein Barr – dijo David haciéndose el interesante.

– ¿Qué es eso? – Preguntó la enfermera intentando no parecer muy ignorante.

– Mononucleosis. La enfermedad del beso – contestó él guiñándole un ojo.

– Ya te vale – dijo la enfermera mientras le ponía el compresor en el brazo y le aplicaba alcohol en la flexura del codo con una gasa empapada –. Intenta no moverte por favor.

Tras unas dos horas de espera vino a por él Ramón: un celador de quirófano muy característico pues practicaba el culturismo de forma profesional y apenas cabía en el uniforme XL que proporcionaba el hospital.

– Te ha tocado el paciente coñazo tío – saludó David refiriéndose a él mismo.

– Hostia monstruo, ni sabía que te operabas hoy. Pues vaya lío tienen montado arriba lo vas a flipar – contestó Ramón mientras desenchufaba la cama de la pared y enfilaba hacia los ascensores –. Hay hasta guardias de seguridad vigilando las puertas que comunican con la UCI. Debe haber algún chupóptero de la Family ocupando un hueco- dijo refiriéndose a la familia Real.

– Que raro tronco. Éstos no llegan hasta junio o julio, me extraña. 

Cuando llegaron a la recepción del área quirúrgica David pudo observar la actividad desenfrenada que se estaba desarrollando en la URPA, pues ambas estaban comunicadas por unas puertas dobles que permanecían siempre abiertas. La URPA estaba llena de pacientes que, por la gran cantidad de bombas que les estaban administrando medicación y la afluencia con la que empezaban a sonar las alarmas de los monitores de constantes vitales, debían de pertenecer a la UCI.

Al lado de uno de los palos de suero le estaba esperando Javi mientras cargaba medicación en un suero de 100 mililitros.

– ¡Heyyyy, tronco! Qué ganas tenía de engancharte en una de estas camillas. Me he pedido prime para sondarte – dijo intentando aguantarse la risa.

– Menos risitas y ni te acerques a mi nabo colega. Si me tiene que sondar alguien que sea Marla – contestó bajando la voz y mirando a su alrededor por si estaba por ahí.

– Creo que está en el quirófano de urgencias de trauma. Ha tenido suerte porque han mandado a un montón de gente a las plantas y a la URPA  a reforzar al personal.

– Vaya movida. ¿Tú sabes algo de lo que está pasando?

– No nos han dicho nada tío. Pero a primera hora hemos visto pasar a un montón de militares portando gran cantidad de material en cajas – contestó Javi enfatizando la palabra “militares” –. La jefa lleva un cabreo de cojones con el asunto.

Interrumpió la conversación la llegada del Dr. Pelayo, el cual venía enarbolando una jeringa de grandes dimensiones.

– ¿Cuál es el paciente del quirófano 10? – preguntó haciéndose el tonto mientras se dirigía hacia la cama donde estaba recostado David.

– Cacho cabrón, ni te acerques con esa banderilla – dijo David riendo y calmándose al ver que quien le iba a anestesiar era alguien que gozaba de su confianza.

– Tú estate tranquilo que no te vas a enterar de nada, te lo garantizo – comentó el Dr. Pelayo hablando ya en tono más serio.

Le administró a través de la vía periférica una medicación que le dio sueño y lo tranquilizó enseguida. “Debe de ser midazolán”, pensó David mientras empezaba a notar el efecto de la droga.

– ¿Algo que declarar? – preguntó Pelayo refiriéndose a las preguntas que solían realizar tanto en CMA como en la recepción de quirófano y que David tan bien conocía.

– A parte de lo que pone en mi historia clínica sobre la meningitis nada Doc.

– Bueno, ¿qué pierna es la que operamos? – siguió bromeando Javier mientras le conectaba a suero el antibiótico para la profilaxis.

El comentario no le hizo ninguna gracia a David. Recordaba varios casos de equivocaciones en intervenciones quirúrgicas y como se tapaban los médicos unos a otros. Le vino a la cabeza el caso de un chaval de apenas 13 años que le trajeron a la unidad de reanimación – en la que había trabajado apenas 15 días- después de realizarle una artroscopia de rodilla. Nada más verlo entrar por la puerta David se dio cuenta de que le habían operado la pierna equivocada, lo comentó al anestesista que acompañaba al paciente, y sin decir nada entraron de nuevo a quirófano y realizaron la artroscopia de la rodilla indicada. Luego dijeron a la familia que habían detectado una anomalía en la otra rodilla durante la intervención y que habían decidido operarla también y encima les dieron hasta las gracias. Casos como ese hacían que uno perdiera la confianza en los médicos.

– Basta ya de bromas tronco que me estoy volviendo a poner nervioso.

– Venga va, ya me callo – contestó Javi con cara de darse cuenta de que se había pasado de la raya.

Al cabo de unos minutos estaban empujándolo a través de las puertas del quirófano de cirugía general. David  notó que la temperatura tenía que ser la adecuada ya que se le puso la piel de gallina debido al frío. Enseguida le colocaron 5 electrodos, monitorizaron su tensión arterial, electrocardiograma y saturación de oxígeno en sangre, y comenzó a oírse el característico y rítmico pitido del monitor. . Le ataron los brazos en forma de cruz a los brazales que sobresalían de la mesa de quirófano y le colocaron una manta que se hinchaba con aire caliente para mantener su temperatura corporal.

– ¿Habréis limpiado bien todos estos chismes no? – bromeó David mirando el manguito de tensión que comenzaba a apretarle el brazo consciente de que había sido utilizado en miles de pacientes antes que en él.

No tuvo tiempo de decir mucho más pues Pelayo puso sobre su cara una mascarilla y comenzó a administrarle oxígeno mientras le pedía que realizara unas respiraciones profundas. Oyó como Pelayo pedía que se le administraran dos centímetros cúbicos de fentanilo y 150 miligramos de propofol. En seguida notó el escozor característico en la zona de punción del suero de la que se quejaban los pacientes siempre que se les administraba este medicamento. Apenas tuvo tiempo de acordarse de Michael Jackson y oír como se despedía el anestesista.

– Piensa en algo agradable. Nos vemos en un rato David. 

No iba a volver a verlo nunca más.

7

– ¿Cómo que nos obligan a quedar en la isla? – preguntó un cada vez más cabreado Vázquez mientras encendía el televisor.

– Son órdenes de arriba. Poco puedo hacer yo – dijo la doctora Sanders –. A mí también me ha fastidiado que me obliguen a quedar aquí para ayudar en la contención del brote. Pero no hay discusión. Debemos permanecer cerca del caso clínico para informar de primera mano de las evoluciones que presente.

Los 5 miembros pertenecientes al grupo de traslado se encontraban reunidos en una de las habitaciones destinadas al descanso de los médicos que la gerencia del hospital les había ofrecido para acicalarse y descansar durante unas horas.

– ¿Necesita algo de nosotros doctora o podemos tomarnos un par de días de descanso? – preguntó conciliador Goldstein, otro de los soldados que formaba el grupo.

– ¿No creo que ninguno de vosotros tenga formación en microbiología o en epidemiología verdad? – preguntó retóricamente mirándolos con algo de desdén –. Mientras dejéis un teléfono donde localizaros por mi podéis hacer lo que queráis.

– Entonces no se hable más teniente. Usted puede quedarse a jugar a médicos y enfermeras que nosotros vamos a ir a relajarnos a algún garito de la zona – dijo el soldado Thomson mientras consultaba Internet en su teléfono móvil de última generación.

– Está bien. En unas horas espero que me aclaren donde vamos a hospedarnos y cuanto tiempo tenemos que permanecer en esta roca.

– De acuerdo teniente. Y procure no esforzarse demasiado, que al contrario que Vázquez los demás no tenemos ninguna prisa por volver – comentó Goldstein con una mirada hacia el mejicano que dejaba claro lo poco que éste le agradaba.

Si es que aquí ni siquiera hablan bien español joder – se quejó Vázquez mientras señalaba hacia la tele donde estaba sintonizado un canal autonómico –. ¿Estos que hablan en élfico o qué? – continuó refiriéndose al dialecto mallorquín que se escuchaba a través del televisor.

– Haced lo que queráis pero dejad las armas en la taquilla que os han asignado que esto no es América, ¿de acuerdo?

– ¿Y quién va a venir a amputarme estas dos máquinas de matar? – dijo Vázquez mirándose sus musculosos brazos con una sonrisa maliciosa mientras pensaba en la pistola de pequeño calibre que siempre llevaba en su bota y que no pensaba dejar en ningún lado.

La teniente se marchó diciendo que tenía que empezar a organizarse con el Dr. Salas mientras el resto del grupo se dirigía hacia la salida, vestidos de civiles, habiendo dejado sus cosas en las taquillas. Thomson, tras haber consultado su teléfono durante un rato, sugirió que podían tomar el transporte público hasta el paseo marítimo donde podrían tomarse unas cervezas mientras esperaban a que abrieran los garitos nocturnos. 

8

La doctora Sanders llegó a las puertas del área de cuidados intensivos para encontrarse con 2 vigilantes de seguridad que no permitían el acceso a nadie ajeno a dicha área. Intentó en vano hacerse entender por signos y cuatro palabras que sabía de español mientras recordaba que alguien le había comentado con sorna que en este país no hablaba inglés “ni el presidente del gobierno”. Al final, tras enseñarles la identificación y pronunciar el nombre del Dr. Salas en repetidas ocasiones, logró que uno de los perezosos vigilantes entrara para comunicar su presencia. Enseguida salió uno de los intensivistas para ordenar que dejaran pasar a la doctora.

– Disculpe doctora Sanders. El Dr. Salas enseguida la recibirá – dijo el intensivista en un inglés medio aceptable.

La condujo a uno de los despachos donde se informaba a los familiares y le aseguró que el Dr. Salas se demoraría lo menos posible. Transcurridos 15 minutos se abrió la puerta y apareció quien debía ser el Dr. Salas, pues no había podido observarlo realmente a través de la pantalla reflectora del traje de aislamiento. Vio que era un hombre mayor, vestido con la típica bata blanca de facultativo,  que debía rondar los 60 o 65 años, medio calvo y con gafas, pero con esa chispa en los ojos que indica que todavía le quedan a uno ganas de dar guerra y con una cara que reflejaba amabilidad.

– ¿Doctora Sanders? – Preguntó Salas entre decepcionado y sorprendido tanto por la juventud de la doctora como por el aspecto exótico que le daba su rapada cabeza rubia.

– Encantada Dr. Salas, por fin nos vemos las caras.

– No quiero parecerle descortés pero imaginé que el centro de control de enfermedades de Atlanta enviaría a alguien con más experiencia dado lo excepcional del caso.

– No se lo tendré en cuenta doctor. Pero debe saber que estoy doctorada en epidemiología por la universidad de Iowa. De todas formas en principio sólo debía de asignárseme para el control del paciente durante el transporte hasta esta institución – dijo Sanders intentando que no se notase su incomodidad ante la desconfianza de Salas.

– Supongo que la han mantenido aquí más que nada para supervisar el desarrollo de la investigación e informar a sus superiores de primera mano, aventuró con acierto. Si quiere acompañarme le enseñaré las instalaciones y haré que le asignen una tarjeta identificativa para poder acceder al área de cuidados intensivos. Por favor- dijo abriéndole la puerta y extendiendo su brazo para que pasase ella primero.

Salas condujo a la doctora a través de unos pasillos cuyos azulejos desgastados, y en ocasiones rotos, evidenciaban la edad y el desgaste que había sufrido el hospital. Aunque remodelado y reformado cientos de veces, a los largo de sus ya casi 100 años de vida, las carencias que presentaba la institución no podrían disimularse durante muchos años más a los ojos de la opinión pública. 

Al llegar a la unidad de cuidados intensivos pudo admirar el espléndido trabajo que había realizado el equipo acondicionando la zona. Cuatro cubículos de aislamiento estricto habían sido montados en un ala de la unidad y estaban separados del resto por una habitación transparente cuyas duchas en el techo evidenciaban que se trataba de una zona de descontaminación. Justo en la entrada de ésta unas perchas sujetaban varios trajes de aislamiento estricto que estaban siendo revisados en estos momentos.

– Puedo ver que han realizado un magnífico trabajo teniendo en cuenta el poco tiempo del que han dispuesto – comentó Sanders

– No alcanza el nivel de seguridad del que goza en sus instalaciones de Atlanta pero considero que entra dentro de lo aceptable – dijo Salas en su perfecto inglés con acento americano.

– ¿Puedo preguntarle si no es demasiada indiscreción cómo es que habla usted tan bien nuestro idioma?

– Eso tendrá que comentarlo usted con sus superiores si no quiero meterme en problemas – cortó Salas con sequedad –. A partir de este momento tendrá acceso y puede usted deambular libremente por el área pero si tiene que acceder al paciente para lo que sea comuníquemelo antes. Mi despacho se encuentra justo ahí enfrente- dijo señalando una habitación acristalada.

– De acuerdo Dr. Nos iremos viendo por aquí hasta que ocurra un desenlace. Sea cual sea.

9

Hacía ya unas horas que el paciente había sido ubicado en la zona de máximo aislamiento de la UCI ante la curiosa mirada del personal, que empezaba a formar corrillos y comentar lo que estaba pasando, cuando el enfermero que vigilaba sus constantes vitales avisó al Dr. Salas de que tanto la presión sanguínea como la frecuencia cardíaca se estaban disparando hacia unos valores demasiado altos para ser compatibles con la vida.

Todo lo rápidamente posible, pues tenían que pertrecharse con el farragoso traje de aislamiento, entraron en el cubículo el Dr. Salas acompañado de uno de los intensivistas que enseguida se hizo cargo del carro de paros (es el carro que hay en muchas unidades hospitalarias con toda la medicación necesaria y el desfibrilador para hacer frente a una parada cardiorespiratoria) que habían ubicado dentro del cubículo del paciente.

– Póngale una ampolla entera de urapidilo y prepare una Bomba de aleudrina – indicó Salas a su ayudante tras observar el electrocardiograma del  paciente y los parámetros de la tensión arterial.

Se acercó y retiró la sábana que lo cubría para observar que no se hubiera extravasado ninguna de las vías periféricas que le administraban medicación a través de las bombas de perfusión y lo que vio lo dejó atónito. Todas las venas del paciente, mucho más marcadas de lo habitual, estaban adquiriendo una tonalidad negruzca que Salas sólo había podido observar en alguna trombosis venosa profunda pero nunca en una extensión tan amplia en un cuerpo vivo.

– ¿Pero qué cojones…? – Comenzó a preguntar el siempre correcto Dr. Salas.

De repente el paciente abrió los ojos de forma desmesurada tirando con insistencia de los correajes que lo sujetaban a la cama. Sus ojos, surcados por las mismas venas de color negro, aunque a menor escala, miraron por un instante entre alarmados y suplicantes a Salas.  Un segundo después un chorro de vómito en escopeta hizo que ambos médicos se apartaran de un salto instintivamente, aunque el traje los protegía de cualquier tipo de contagio. A los pocos segundos, y por si fuera poco, el paciente comenzó a convulsionar.

– El vómito en escopeta evidencia que está sufriendo un aumento de presión intracraneal, hemos de bajársela antes de que sufra daños neurológicos- dijo el Dr. Salas más para si mismo que para el intensivista que le acompañaba pues conocía tan bien como él las causas del vómito en escopeta –. Comience a administrarle un vial de manitol inmediatamente – ordenó intentando mantener la calma.

Salas manipuló el grupo de bombas que administraba sedantes al paciente mientras el intensivista administraba la medicación que éste había indicado. Al cabo de cuatro interminables minutos fueron desapareciendo las convulsiones y tampoco se presentaron más episodios de vómitos, aunque las constantes seguían disparadas.

Los dos médicos abandonaron la sala atravesando la habitación transparente mientras unos chorros de productos químicos desinfectantes empapaban sus trajes eliminando toda probabilidad de que el virus pudiera atravesar el aislamiento. Otros dos intensivistas estaban observando el monitor cuando Salas y su ayudante se reunieron con ellos.

– Con estos valores el paciente no aguantará mucho. Además sería necesario colocarle una PIC (Dispositivo para medir la presión intracraneal) pero no podemos arriesgarnos a trasladar el paciente a un quirófano. Tendremos que improvisar uno en su propia habitación – comentó Salas a sus colegas.

El médico que lo había acompañado dentro de la habitación del paciente notó un leve tirón en la piel del antebrazo. Se tocó con la otra mano y descubrió que llevaba un trozo de esparadrapo de plástico arrugado, del que se usa para asegurar los sueros a los pacientes, pegado en el dorso del antebrazo. Por una fracción de segundo dudó en avisar al Dr. Salas. Pero desechó la idea al instante. Podría ser que el trozo de esparadrapo hubiera venido pegado en el traje y al quitárselo se le hubiera transferido a la piel. Pero por otra parte podría ser de cualquier otro paciente de los que había visto esa mañana o que simplemente estuviera pegado en un mostrador y al apoyarse se le hubiera pegado al brazo, pensó mientras lo tiraba disimuladamente en una papelera y se desinfectaba las manos con una solución de gel alcohólico. Además, lo más seguro es que me aíslen preventivamente y acabe siendo contagiado por alguna enfermera o compañero que no sepa, o no quiera, guardar las medidas aislantes pertinentes.

Desechó la idea con rapidez y continuó discutiendo el caso con los otros 3 médicos.

10

La niña se despertó de la siesta, de la que estaba disfrutando en el sofá, cuando los anuncios empezaron a sonar a todo volumen indicando que la película de dibujos, con la que se había quedado dormida, había terminado. Levantó la cabecita del cojín, en el que había quedado una mancha de baba, y miró desorientada alrededor buscando a su madre.

– ¿Mami? – Gritó en voz alta para llamar la atención de su madre, a la que creía por la casa. 

Al ver que nadie respondía bajó del sofá con los pies descalzos y fue hasta la cocina. Tenía mucha sed y tuvo que subirse a una silla para ponerse un vaso de agua de la botella que había encima de la mesa. Su madre siempre decía que no bebiera agua del grifo porque en Palma era muy mala, y ella procuraba hacerle caso siempre. También le decía que no subiera a las sillas de pie, pero ella ya era mayor y además ahora mismo parecía que su madre había bajado a la tienda a comprar algo rico para la merienda.

PAM PAM

De repente sonaron dos fuertes golpes en la puerta del piso, que quedaba al lado de la cocina, cuando apenas había bebido dos sorbos de agua. Se acercó de puntillas intentando escuchar algo del otro lado pero todo estaba en silencio.

PAM

Otro golpe seco le hizo dar un respingo pero no dijo nada. Su madre le había insistido muchas veces en que no abriera la puerta a nadie. “Aunque dijera que era un amigo de los papás”. Se agachó y levantó la plaquita de la rendija para las cartas. Enseguida vio las zapatillas de deporte de su madre y los pantalones del chándal que solía llevar para estar por casa.

– ¿Mami? – Volvió a preguntar mientras abría la puerta poco a poco.

Su madre permanecía de pie e inmóvil en frete de la puerta. Llevaba una mancha oscura y húmeda en una de las mangas del jersey de punto con el que había salido.  Cuando la niña la llamó de nuevo miró hacia abajo sin reconocer a su hija.

– ¿Qué te pasa en los ojos mami?

El vaso de cristal lleno de agua se hizo añicos contra el suelo.

…………………………………..

El teléfono de la habitación de la comisaría donde estaban reunidos los miembros de la Unidad de Intervención Policial viendo la tele, que se encontraban de guardia esa tarde, comenzó a sonar insistentemente a las 18:00.

El policía vio como el sargento de la unidad respondía al teléfono y mantenía una breve conversación. No era anormal que sonara de vez en cuando para transmitir algún cambio de turno de algún compañero o la baja de alguno que no iba a poder asistir al turno siguiente.

– Parece que tenemos lío – dijo aplastando la esperanza del policía que no tenía ningunas ganas de moverse del sofá –. Parece ser que entre unas 40 o 50 personas la están montando cerca del Corte inglés de la calle Aragón –. Que se encontraba al lado del Hospital Universitario –. Hay que moverse.

Corrieron, unos más que otros,  hacia las taquillas donde se guardaba el material antidisturbios y comenzaron a pertrecharse con la equipación pertinente.

– Seguro que son los putos perroflautas del 15-M tocando los cojones otra vez, ¿qué te juegas? – Comentó el compañero que tenía al lado el policía –. Hoy me llevo por delante hasta a mi puta madre – dijo efusivamente ya pertrechado con todo el equipo mientras se golpeaba con la porra en la palma de la mano enguantada.

Tras unos pocos minutos ya se encontraban a bordo de los furgones que los llevaban hacia la calle Aragón a toda velocidad. Llegaron a la calle trasera de los grandes almacenes, frente al cual se estaban produciendo los disturbios, y comenzaron a formar un muro de escudos compacto mientras otros compañeros cargaban las escopetas de bolas de goma y los lanzadores de gases lacrimógenos. Aunque esperaban no tener que utilizarlos.

Avanzaron como un solo hombre hacia la salida de la calle, que daba a una avenida grande llamada Alejandro Rosselló, y en la que ya se empezaban a escuchar gritos, cláxons de coches y sonidos de cristales rotos. No estaban preparados para lo que vieron al llegar a la avenida. 

Coches empotrados, algunas personas tiradas en medio de charcos de sangre, gente corriendo en todas direcciones. Un grupo de unas 20 personas, muchas de ellas vestidas con batas y ropas que les identificaban como personal sanitario, golpeaba los cristales del Corte Inglés mientras gritaba enfurecida. Un anciano y una mujer intentaban abrir con todas sus fuerzas la puerta de una finca al otro lado de la avenida mientras alguien desde dentro intentaba impedirlo. Un hombre y dos mujeres gruesas en bata golpeaban los cristales de un peugeot atascado entre dos coches mientras el conductor trataba a toda costa de maniobrar para salir de allí.

Durante unos segundos los agentes permanecieron inmóviles ante la barbarie que observaban. Luego el sargento reaccionó y encendió un megáfono.

– Dispérsense o serán detenidos. No dudaremos en utilizar la fuerza –  gritó a todo pulmón a través del altavoz.

De repente la mayoría de las personas que se encontraban en la avenida – y que serían más de 200 – giró la cabeza hacia los policías y comenzaron a avanzar hacia ellos. Primero a paso lento para acabar echando a correr. Gritaban enfurecidos y con la cara desencajada mientras se acercaban rápidamente.

– ¡Atrás, atrás! ¡Replegaos en el callejón! – Gritaba el sargento a sus hombres viendo lo que se les echaba encima.

Los antidisturbios retrocedieron unos metros para introducirse en la calle por la que habían venido y evitar que la gente pudiera rodear la barrera que formaban sus escudos. Mientras lo hacían comenzaron a disparar balas de goma y botes de gas lacrimógeno, aunque la turba no frenó nada su avance.

El policía se giró hacia su compañero que ya no exhibía la sonrisa con la que había llegado al lugar y disparaba balas de goma a diestro y siniestro. Desde las filas traseras, donde se encontraban, pudieron observar como la masa de gente impactaba contra los escudos de los compañeros que se encontraban en primera fila y que comenzaron a dar porrazos a todo el mundo. Pero nada afectaba a la muchedumbre que parecía enloquecida y que no tardó en apartar los escudos para, a continuación, atacar a los policías que tenían al alcance a golpes y mordiscos mientras se escuchaba al sargento gritar por la radio pidiendo refuerzos desesperado.

El policía soltó el escudo, que golpeó el suelo produciendo un chasquido, y salió corriendo en dirección contraria.

……………………………………………….

El sacerdote oyó desde la sacristía un fuerte portazo que resonó por toda la parroquia de San Miguel. Soltó la novela que estaba leyendo en la mesa de la cocina y se encaminó hacia la nave donde resonaban las voces cada vez con más fuerza. 

Cuando atravesó las puertas de la sacristía vio a un grupo numeroso de gente que acabada de atrancar las puertas de la iglesia y que estaba colocando incluso bancos de las últimas filas para impedir la apertura de éstas

.

– ¿Qué ocurre aquí, qué es todo este alboroto? – Preguntó el sacerdote con evidentes muestras de enfado mientras se acercaba a las personas que habían entrado en la iglesia a la carrera.

En uno de los bancos de las últimas filas pudo observar como dos mujeres con bata blanca, presumiblemente las chicas que atendían el mostrador de la farmacia de enfrente de la iglesia, atendían a un hombre mayor que acabada de recibir una herida en un brazo y que daba muestras de encontrarse mal pues estaba semiinconsciente y presentaba convulsiones.

– Discúlpenos padre, no hemos tenido más remedio que refugiarnos aquí. Hay gente fuera que parece haberse vuelto loca – contestó por fin un señor mayor que le pareció que solía ir a misa los domingos, aunque no recordaba bien su nombre.

– ¿Alguien ha llamado a la policía? – Preguntó al grupo el sacerdote pensando que no era la primera vez que grupos de laicos exaltados lanzaban huevos, realizaban pintadas en una de las fachadas o atacaban de alguna otra manera la iglesia.

– Las líneas de la policía están saturadas, nadie atiende el teléfono desde hace un buen rato – contestó un chico joven con un móvil de última generación permanentemente pegado a la oreja.

Una serie de golpes y gritos de auxilio comenzaron a oírse de repente en las puertas de la iglesia. El sacerdote ordenó que se abrieran las puertas para dar paso a la gente que demandaba auxilio pero todo el mundo permaneció inmóvil. Finalmente fue él mismo el que se acercó hacia ellas con intención de abrirlas pero cuando estaba quitando el primero de los bancos que ayudaban a mantenerlas atrancadas los gritos de auxilio fueron sustituidos por chillidos de dolor desgarradores, fuertes golpes y gruñidos guturales. El silencio se hizo en la iglesia mientras una gran mancha de sangre se extendía por debajo de las puertas.

El sacerdote comenzó a rezar el padre nuestro mientras pedía a las personas allí reunidas que le acompañasen en la oración. Varios fueron los que hincaron las rodillas en el suelo y comenzaron a rezar con él.

– ¡Dejaros de milongas y ayudadnos! – Gritó una de las chicas de la farmacia que intentaba sujetar al señor herido.

El sacerdote se acercó para ver si podía ayudar en algo, a pesar de la irreverencia de la chica, mientras la gente se arremolinaba alrededor del herido. Cuando llegó hasta él reconoció al señor Pascual, un hombre que solía ir a dar de comer a las palomas en la plaza de enfrente.

– Don Pascual abra los ojos por favor – le dijo al hombre que se agitaba tumbado en el banco de madera cogiéndole la cara con suavidad mientras las dos chicas intentaban sujetarlo para que no se hiciera daño.

Pascual abrió los ojos de golpe. Estaban surcados por unas venitas negras que se extendían rápidamente. En seguida se dio cuenta el sacerdote al mirar aquellos ojos que no podía haber un alma dentro de aquel cuerpo. Con un rápido movimiento Pascual logró soltar sus brazos del agarre de las dos farmacéuticas, agarró al sacerdote de la sotana atrayéndolo hacia si mientras le desgarraba el cuello de un mordisco.

El sacerdote consiguió quitárselo de encima momentáneamente mientras la gente se echaba hacia atrás desesperada.

. ¡Corred! – Gritó con sus últimas fuerzas sabiéndose ya muerto por la cantidad de sangre que salía a borbotones de su cuello empapándole la sotana –. Y rezad – logró susurrar mientras el suelo del templo se acercaba rápidamente y la oscuridad se lo tragaba para siempre.

Capítulo 2

Despertar

1

Pip… pip… pip…pip

El sonido acelerado del electrocardiograma fue lo primero que escuchó David cuando fue recuperando la consciencia. El tubo que tenía introducido en la garganta y que le obligaba a respirar le hizo toser descontroladamente, lo que hizo que la alarma del respirador1 se añadiese al sonido de los latidos de su corazón. 

Su primera reacción fue la de llevarse la mano izquierda, era zurdo, a la boca para arrancarse el tubo pero la correa que le sujetaba el brazo a la camilla se lo impidió.

– Relájate tío- pensó. – Enseguida te quitarán esto, lo has visto cientos de veces.

Abrió los ojos esperando ver al Dr. Pelayo en la cabecera de la mesa quirúrgica pero lo único que vio fue el techo manchado del quirófano y la maraña de cables que ascendían desde su pecho al monitor de constantes. Le sobrevino otro ataque de tos mientras giraba la cabeza hacia los lados en busca de alguna cara conocida y le sorprendió no ver a nadie en toda la sala. Ni siquiera se escuchaba el murmullo de una conversación ni los pasos de alguien que volviese del almacén o del office (la salita de descanso del personal) para vigilarlo. Intentó gritar pidiendo ayuda por si hubiera alguien cerca que anduviera despistado pero sólo consiguió emitir un sonido apagado a través del tubo endotraqueal. Notó la boca y los ojos llenos de secreciones.

– Esto no puede estar pasando joder, tiene que ser una pesadilla – pensó David. – Seguro que el cabrón de Pelayo me ha puesto hasta los ojos de ketamina2 y ahora lo estoy flipando.

Sin embargo otro acceso de tos, y la consecuente alarma del respirador, le devolvieron a la realidad. Se había despertado completamente solo en el quirófano y tendría que ingeniárselas para sacarse ese molesto tubo de la garganta. Agitó la cabeza de un lado a otro desesperado intentando desprenderse el tubo, pero sólo consiguió esparcir saliva por todos lados pues llevaba el tubo bien sujeto a la cara con esparadrapo. Notó que se atragantaba. Le entraron ganas de llorar de impotencia mientras tiraba de las sujeciones de sus brazos con escasos resultados.

– Tiene que haber pasado algo muy gordo – siguió discurriendo mientras intentaba encoger el brazo por debajo de las correas que se lo sujetaban –. ¿Un incendio?… no creo, o ya estaría muerto o habría dado tiempo a sacarme de aquí. ¿Un terremoto?… no parecían observarse grietas ni fallos estructurales en las paredes que justificase la ausencia de todo el mundo. ¿Un ataque terrorista, un aviso de bomba, un tsunami, una epidemia de gilipollez colectiva? – Eran infinitas las posibilidades que le pasaban por la mente y ninguna le atraía en absoluto.

Viendo la inutilidad de sus esfuerzos se decidió por intentar otro método para liberarse de las correas. Comenzó a encoger el hombro y a arrastrar el brazo por debajo de una de ellas. Consiguió pasarlo, arrancándose el suero en el proceso,  y apartó una talla3 de papel de color verde que le cubría la parte superior del torso. Enseguida agarró el tubo que sobresalía de su boca y tiró de él con suavidad mientras  otro ataque de tos le hacía sacudirse. Salió de su boca el último tramo del tubo junto a un pegote de babas sanguinolentas y los quejidos de la alarma del respirador, que parecía haberse vuelto loca. Intentó incorporarse para soltar el otro brazo sujeto por las correas pero una fuerte sensación de vértigo le obligó a volver a tumbarse unos minutos. Se miró el brazo que tenía libre y del cual se había arrancado el suero y comprobó con satisfacción que había dejado de sangrar.

– Fiabilidad española 100% en sus productos – bromeó para sí mismo aliviado, observando lo rápido que le había coagulado el punto de inserción de la vía –. Por Dios que no me hayan dejado abierto antes de salir por patas- pensó alarmado al comprobar que seguía cubierto por las tallas del campo quirúrgico.

Logró por fin liberar el otro brazo y se arrancó las tallas de papel que lo cubrían para poder observar la zona del abdomen. Suspiró con satisfacción al comprobar que no tenía ningún corte abierto ni herida cosida a la altura del ombligo. Aunque le extrañaron tanto la ausencia de la hernia umbilical, que debían de haber reducido manualmente antes de operarlo, como la presencia de manchas de sangre resecas en sus flancos. Se encogió de hombros pensando que ya averiguaría las respuestas más adelante.

Acabó de incorporarse. Se arrancó los cables del monitor, cuya alarma se unió a la del respirador, y temblando debido al frío del quirófano y a que se encontraba totalmente desnudo, descendió descalzo de la mesa de operaciones. Se acercó a uno de los carros de material fungible y abrió una de las batas de papel esterilizadas- que utilizaban habitualmente en las operaciones- y unos guantes de látex para intentar entrar en calor y echó otro vistazo a su alrededor.

Todo parecía dentro de lo normal en el quirófano de cirugía general, exceptuando el que no había ni un solo sanitario. El ordenador del anestesista estaba encendido y reflejando sus constantes hasta el momento que se desconectó los cables. Jeringas cargadas a medias con medicación anestésica estaban ordenadas encima de una batea plateada sobre el carro del anestesista, varios tubos y un laringoscopio permanecían en la bandeja del respirador. Solamente le extrañaron algunas manchas de sangre seca en el suelo, pues a él no le habían operado y entre paciente y paciente las mujeres de la limpieza dejaban los suelos tan limpios que se podía comer en ellos.

Apagó las alarmas del monitor y del respirador para intentar empezar a pensar con un poco de claridad y, enfundado en la bata verde de papel, se dirigió hacia las puertas que conducían al pasillo de sucio4 del área quirúrgica.

Intentó abrir las puertas que daban al pasillo de sucio a ver si conseguía oír el típico barullo del área quirúrgica pero sólo pudo abrirlas medio palmo pues una camilla bloqueaba la salida del quirófano. De todas formas no consiguió percibir ni un solo sonido. Aquello era un mal presagio pues únicamente los fines de semana podía pasearse uno por aquellos corredores sin que una cacofonía de sonidos le volviera la cabeza loca. Se dirigió entonces al pasillo de limpio, que tenía ventanas que daban al exterior y se quedó atónito al comprobar que ya había oscurecido.

– ¿Pero cuantas horas me han tenido sobando estos cabrones? – Se alarmó pues a él lo habrían dormido sobre la una del mediodía y, en las fechas en las que se encontraban, oscurecía sobre las seis de la tarde.

Entró tambaleándose y mareado, debido a los efectos de la anestesia, en el quirófano adyacente. Era el de traumatología. Esperaba ver a alguien pero se lo encontró igual de vacío que el suyo aunque perfectamente limpio y ordenado pues se habían suspendido las intervenciones que se tenían que realizar allí durante el día. Cuando lo estaba atravesando para poder acceder al pasillo de sucio – el cual daba a la salida del área quirúrgica – se golpeó la cadera con la mesa de quirófano. Enseguida de su boca comenzaron a brotar imprecaciones.

– ¡Me cago en la virgen y en todos los santos puestos en fila india joder! – Dijo frotándose la zona golpeada.

De repente se abrió la puerta de uno de los armarios metálicos donde solían guardar sábanas y empapadores haciendo que a David casi se le saliera el corazón por la boca. Una mano se apoyó en el suelo mientras asomaba una cara conocida aunque surcada por las lágrimas y restos de rímel.

– ¿”Deivid”? – Preguntó una voz de chica que lo había reconocido por su forma de jurar como un carretero.

– ¿Marla? – Respondió a su vez David reconociéndola también mientras se agachaba para ayudarla a salir del angosto escondite –. ¿Qué cojones está pasando? – Preguntó preocupado al ver el estado de su amiga.

Marla salió del armario hecha un mar de lágrimas y abrazándose a David. A penas sí podía mantenerse en pie de lo que le temblaban las piernas. David la abrazó mientras ella se desahogaba. Al cabo de unos minutos pareció que ya estaba en disposición de hablar.

– Cuando oí los pasos pensé que eras otra de esas cosas. – Consiguió articular entre sollozos.

– ¿Qué cosas? ¿De qué hablas Marla?

– No se, simplemente gente. Algunos eran médicos que conocemos, otros enfermeros y celadores. Entraron en el quirófano gritando y atacando a todos. Tenían la cara desencajada y empezaron a atacar a todo el mundo a golpes y mordiscos. Pude ver como uno le desgarraba la garganta a la doctora Pérez cerca de la entrada y salí corriendo para esconderme. Fue horroroso – continuó explicando –. Escuché los gritos de la gente desesperada desde aquí dentro- señaló el armario de la ropa en el cual apenas si cabía una persona de tamaño pequeño – y no me atrevía a salir ni a hacer nada – dijo mientras comenzaba a sollozar de nuevo.

– Poco podías hacer tu cariño – dijo David intentando reconfortarla mientras le acariciaba la cabeza. – Ahora vamos a ver que podemos averiguar. ¿Tienes el móvil encima?

– Lo tengo en la taquilla.

David cogió el teléfono del quirófano de trauma, que no tenía comunicación directa con el exterior, y marcó el cero intentando ponerse en contacto con la centralita del hospital.

– Nada, no contesta ni Dios- comentó al cabo de unos segundos. – Vamos a tener que arreglárnoslas solos de momento. 

– ¿No podemos quedarnos aquí y esperamos a que llegue la policía?

David la cogió de los hombros y la miró fijamente a los ojos.

– Marla. Si a estas horas no hay ningún pitufo por aquí dando vueltas – dijo refiriéndose a la policía – es que estamos solos. No voy a dejar que nos pase nada, ¿De acuerdo? Tenemos que movernos, averiguar qué coño está pasando.

Acordándose de los ataques que le había comentado su compañera pensó que lo mejor sería armarse con algún objeto contundente.

– Vamos a pasar por el armario del instrumental de traumatología, que quiero coger una cosa.

Salieron caminando con precaución al pasillo de limpio, donde se encontraban los armarios de instrumental suelto, y fue abriendo cajones hasta que encontró lo que estaba buscando. Sacó entonces un gran martillo de dos kilogramos de peso, de los que se usan para impactar las prótesis de rodilla y cadera y que habían bautizado como “el martillo de Thor”. Estaba envuelto en las bolsas transparentes que mandaban de esterilización y se apresuró a desempaquetarlo haciendo el menor ruido posible. 

Volvieron a atravesar el quirófano de traumatología y, abriendo las puertas con precaución, salieron al pasillo de sucio, que comunicaba con la salida del área quirúrgica. Ya una vez en el pasillo se encontraron con el primero de los panoramas desoladores que iban a presenciar durante el día. Algunas camillas estaban abandonadas, e incluso alguna volcada, en medio del pasillo. Alguien había perdido un zueco de color verde en su precipitada huida, cristales rotos de las ventanas que daban a un patio interior estaban esparcidos por el suelo. Pero lo que hizo que ambos se estremecieran fue un cuerpo que yacía en el suelo con las ropas verdes de quirófano y apoyado contra la pared a pocos metros de donde se encontraban. Le habían reventado la cabeza contra la pared, pues un reguero de sangre serpenteaba por ella desde una gran mancha, donde presumiblemente la habían estampado.

David se acercó con precaución, temblando de frío y puro miedo, esquivando los cristales mientras le hacía una señal con la mano a Marla para que permaneciera donde estaba. Al agacharse junto al cuerpo pudo ver que se trataba de una compañera, Rebeca. Le puso dos dedos en la carótida tratando de encontrarle el pulso pero lo único que notó fue la alta temperatura que desprendía el cuerpo, lo que le extrañó pues la rigidez de su cuello le indicaba que no había muerto hacía pocos minutos. Enseguida regresó junto a Marla.

– Es Rebeca. No podemos hacer nada por ella – dijo apenado –. Lleva muerta un par de horas por lo que se puede deducir del rigor mortis pero el cuerpo está ardiendo. Será mejor que tomemos precauciones por si acaso esto es una epidemia – dijo quitándose el guante con el que había tocado a su compañera muerta.

Volvieron temblando por la impresión al quirófano del que habían salido y ayudó a Marla a enfundarse en una bata quirúrgica como la que él portaba. También se pusieron guantes de látex dobles que les llegaban hasta los codos y unas mascarillas de tela, de las que llevan una pantalla de plástico para protegerse de las salpicaduras. Incluso se ató David a los pies descalzos un par de tallas estériles para no ir pisando la sangre de posibles infectados.

Ya equipados recorrieron con precaución el pasillo de sucio. Pasaron por al lado del office, que presentaba el mismo aspecto de desorden y abandono que el resto, y doblaron la esquina del final del pasillo. Otro corredor desembocaba en unas puertas dobles automáticas. Varios cadáveres estaban tumbados sobre charcos de sangre a ambos lados. Algunos vestidos con batas de médicos y otros con los típicos pijamas verdes quirúrgicos. Reconocieron, ambos compungidos y al borde de las lágrimas, a varios compañeros. Muchos presentaban horribles marcas de mordiscos y desgarros por todo el cuerpo y estaban completamente cubiertos de sangre. Pasaron entre ellos con precaución dirigiéndose hacia las puertas que daban a la recepción del área quirúrgica y a la URPA5. David indicó a Marla que esperara un momento e intentó acercarse muy despacio a las puertas automáticas, que tenían sendas ventanas circulares, para mirar por ellas sin que se abrieran al detectarlo. Pero por muchas precauciones que tomó fue inútil y sus propios temblores hicieron que el sensor detectara su presencia y se abrieron con un sonido eléctrico y un golpe dejándole a él a la vista.

La recepción de quirófano, donde se recibía a los pacientes para hacer la entrevista prequirúrgica y en ocasiones colocarles el suero, estaba en penumbras. Varios de los fluorescentes se habían descolgado del techo y palos de suero y camillas se hallaban tirados por el suelo. El carro de medicación estaba volcado y su material sanitario esparcido por todos lados. En un rincón de la zona había un cadáver sobre un charco de sangre e inclinado sobre él una figura de espaldas que le resultó muy familiar a David. Al oír el ruido de las puertas la figura comenzó a incorporarse y a darse la vuelta. 

– ¿Ramón? – Preguntó David al reconocer la corpulenta figura del celador que practicaba culturismo mientras Marla, desoyendo las indicaciones de David, se situaba a su lado.

Pero no era Ramón. Al menos ya no. El que había sido Ramón hacía apenas unas horas abrió desmesuradamente la boca y los ojos y emitió un fuerte rugido mientras empezaba a correr hacia ellos.

– ¡Corre! – Gritó David empujando a Marla de vuelta hacia los quirófanos.

2

El Dr. Salas apoyó la frente en la ventana del despacho donde había conseguido refugiarse junto a tres sanitarios de la UCI. La ventana daba al patio interior donde ya reinaban las penumbras hacía un buen rato. En las ventanas donde había luz no parecía observarse ningún movimiento, ni en el patio. Ni se oía ningún ruido en el pasillo hacía un buen rato ya. El hospital parecía desierto.

Ana, una enfermera veterana se paseaba arriba y abajo por la habitación mientras discutía con los otros tres. 

– Cinco horas, cinco – dijo malhumorada enseñándoles la palma de la mano abierta – llevamos encerrados aquí dentro.

Las otras dos personas, un enfermero y un celador de la misma unidad, la miraban cabizbajos. Poca gente se atrevía a discutir con Ana cuando estaba cabreada pese a su escaso metro 55 y sus cincuenta y pico años.

– Hace un buen rato que no se oye ningún ruido ahí fuera – continuó –, igual es el momento de salir a ver que ha ocurrido exactamente.

– No parece que se de cuenta de la situación en la que nos encontramos – dijo salas sin apartar la frente de la ventana, cuyo frescor ayudaba a aclararle las ideas. – La infección, que ha escapado a nuestro control por cierto, ha traspasado en pocos minutos los muros de esta institución.

– Pero las autoridades ya deben estar trabajando para encontrar una solución- afirmó el hombre que portaba el uniforme de celador con una plaquita que indicaba que se llamaba Alfonso.

El Dr. Salas habló sin girarse para mirar de frente a sus interlocutores.

– No veo muchos policías rondando por aquí, pese a que hemos visto varios muertos cuando escapábamos de la unidad. Y no creo que vaya a venir nadie por el momento.

– Entonces más a mi favor – dijo Ana señalándolo con los ojos llorosos por la rabia –. Si no va a venir nadie, yo al menos no pienso esperarme en este despacho de mierda. Tengo un hijo y familia fuera y quiero saber que está pasando. Al menos busquemos una televisión o un ordenador a ver si conseguimos enterarnos de algo de una puta vez.

– No me parece ninguna tontería – dijo el enfermero cuyo nombre era Jaime-. El despacho de los intensivistas está sólo a un pasillo y tiene televisión y ordenadores con Internet. Además las ventanas dan a la calle y quizás podríamos ver que está ocurriendo fuera.

– Podría acercarse uno de nosotros hasta allí y volver a buscar al resto en caso de que no encuentre nada raro por el camino – propuso Alfonso.

– ¿Saben ustedes como se transmite esta infección acaso?, ¿Su periodo de incubación? – preguntó Salas girándose al fin para mirarlos a los tres a los ojos –.  Este virus se propaga de una manera que pocas veces se ha visto. Tiene muchísima más capacidad de infectabilidad que la gripe común. El simple contacto con una superficie que haya tocado un infectado puede hacer que desarrolle la enfermedad en pocas horas – continuó –.  Pero en este caso también se transmite por exposición sanguínea o mucosa. En cuyo caso el periodo de incubación se reduce a unos pocos minutos, es casi instantáneo en ocasiones. Cualquiera de ustedes podría estar ya infectado y contagiándonos al resto – sentenció.

– Parece que tú sabes mucho de la enfermedad, ¿eh doctor? – Dijo Ana señalándolo con un dedo acusador –. Aunque el paciente lleva aquí sólo unas pocas horas.

– Hagan lo que quieran – la interrumpió Salas –. Pero al menos tomen las medidas adecuadas para evitar el contagio. Si pudiéramos alcanzar la zona principal de la UCI podríamos coger los trajes de contención biológica que estábamos usando e incluso salir del hospital.

– Yo iré hasta el despacho que ha dicho Jaime –  dijo Ana –. Déjame tu mascarilla – ordenó a Alfonso, el cual la llevaba colgando todavía del cuello.

Jaime rebuscó en sus bolsillos sacando dos guantes de látex y un paquete de gasas sin abrir que llevaba.

– Toma, ponte esto al menos – dijo tendiéndole los guantes – E intenta abrir la puerta de los intensivistas usando las gasas.

Alfonso se puso a escuchar atentamente en busca de algún ruido a través de la fibra de la puerta mientras Ana se ponía los guantes de látex. 

– No se oye absolutamente nada – dijo al fin mientras Ana le hacía la señal de que estaba preparada.

Alfonso, entonces, abrió la puerta lentamente intentando no hacer ningún ruido mientras los otros 3 contenían la respiración. Abrió lo suficiente para que Ana, que no era precisamente una sílfide,  pudiera pasar por el hueco sin tocar ni la puerta ni el marco. Ana salió al pasillo dando pasos cortos y miró a ambos lados. Los fluorescentes, que se encendían automáticamente a partir de las seis de la tarde, alumbraban el pasillo. Una mancha de sangre que se extendía por la pared de enfrente, como si una mano empapada hubiera recorrido la pared  de forma errática, era la única señal de anormalidad que podía vislumbrarse desde ahí. 

Avanzó por el centro del corredor, sin atreverse a acercarse a las paredes, hacia su objetivo. La puerta hacia la que se dirigía se encontraba doblando la esquina al final del pasillo. Otro corto corredor desembocaba desde ahí en unas puertas rojas de las que se usaban como cortafuegos y que tenían una barra de apertura. Ana sabía que tras esas puertas estaba la UCI y que posiblemente hubiera algún infectado todavía en la unidad. Por ello extremó las precauciones reduciendo todavía más la velocidad de sus pasos al doblar la esquina y escuchó atentamente.

Justo cuando creía que estaba a punto de conseguirlo dio un traspié y uno de los zuecos de plástico que llevaba chirrió contra el suelo. Un instante después las puertas se abrieron un palmo mientras una cabeza demacrada emergía entre ellas. Ana quedó paralizada unos instantes. El ser intentó emitir un grito mientras avanzaba lentamente hacia Ana, pero no consiguió emitir más que un quejido ronco pues Ana reconoció enseguida a uno de los pacientes a su cargo, que había sido laringectomizado, y que portaba una cánula de traqueotomía. Consiguió reaccionar al fin cuando estaba a punto de alcanzarla y comenzó a retroceder sobre sus pasos mientras el paciente avanzaba a paso lento, pues se le veía bastante debilitado. El ser apenas pudo llegar hasta le esquina del pasillo pues los catéteres que descendían hasta la vía central (un acceso venoso que se coloca en la vena yugular o en la subclavia) que tenía a un lado del cuello, seguían colgados del palo de suero y éste se había enganchado en las puertas de la UCI impidiendo su avance.

Ana retrocedió sobre sus pasos estremecida de terror y llegó hasta la puerta que habían vuelto a cerrar sus compañeros. Tocó un par de veces de forma suave para advertirles de su llegada. Enseguida se abrió la puerta y tres caras la miraron expectantes.

– Apenas he podido llegar hasta la puerta – les confirmó jadeante una vez hubo entrado en el despacho temblando –. Una de esas cosas, creo que es don Tomás de la UCI 9, me ha escuchado llegar y bloquea la entrada.

– ¿No te habrá seguido hasta aquí? – Preguntó Jaime preocupado.

– Casi no puede andar y se le han enganchado los sueros de la vía central en las puertas dobles del final del pasillo. 

– ¿A lo mejor podríamos empujarlo de alguna manera para poder llegar hasta la puerta de los intensivistas? – Preguntó Alfonso.

– ¿Tú vas a arriesgarte a  tocarlo? – Dijo Jaime poniendo cara de asco.

– Algo hay que hacer antes de que el ruido atraiga a más de esas cosas- comentó Alfonso convencido.

Ana levantó una de las sillas que había frente a las mesas de los despachos enseñándosela por las patas a sus 3 acompañantes.

– ¿Por qué no cogéis, machotes, un par de éstas y obligáis a esa cosa a volver al agujero de donde ha salido?

3

El soldado Thomson levantó la mano enseñándole cuatro dedos a la camarera del bar para indicarle que quería otras tantas cervezas. La mesa en la que estaban sentados, en el Hard Rock del paseo marítimo, estaba ya repleta de botellines vacíos, y no era el primero de los locales que visitaban esa tarde.

– Anda Trejo, acércate tú que hablas español a recoger las birras y de paso le preguntas a esta zorrita a ver donde podemos ir para pasárnoslo bien y conocer mujeres en esta roca – le dijo al mejicano.

– No te molestes tronco- interrumpió Goldstein. – Por lo que tengo entendido las mallorquinas son muy estrechas. Mejor nos buscamos unas rumanas de pago que nos van a salir más baratas.

– Y una mierda – dijo el mejicano mientras se levantaba –. Todavía tengo un champiñón en el nabo recuerdo del club que visitamos en Malasia.

– Eso te pasa por no ponerte chubasquero colega – se defendió dolido Thomson pues había sido él quien los había instigado a visitar dicho club.

– Pero si no han inventado goma que pueda resistir las embestidas de este ariete – dijo Vázquez señalándose el paquete en una de sus típicas bravuconadas mientras balanceaba la pelvis obscenamente.

Antes de que Vázquez pudiera acercarse a la barra una de las camareras bajó el volumen de la música que estaba sonando, una canción de U2, y subió el de uno de los televisores que había en el local y que había interrumpido su programación habitual para ofrecer un avance informativo. Poco a poco, el ruido de las conversaciones fue disminuyendo hasta que se hizo el silencio en el local y todo el mundo estuvo atento a la pantalla del televisor.

“… los disturbios se han localizado en las avenidas y sus alrededores y las autoridades, por el momento, no han sido capaces de contener a los atacantes ni de identificarlos. Las imágenes que pueden observar nos acaban de ser enviadas a la redacción vía Internet por un videoaficionado que las ha captado desde la azotea de su casa en la avenida Alejandro Rosselló”.

Mientras la voz de la presentadora hablaba unas imágenes temblorosas obtenidas por una cámara casera mostraban a un grupo de cuatro personas que acorralaban a un hombre en un callejón y la emprendían a golpes hasta que, una vez en el suelo, se agachaban sobre él. En ese momento el videoaficionado aplicó el zoom de la cámara para mostrar como estos individuos, tres hombres y una mujer, comenzaban a devorar a la víctima que se agitaba con movimientos espasmódicos. En ese instante el temblor de las manos que sujetaban la cámara era tal que apenas podía distinguirse lo que estaba ocurriendo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus