Capítulo uno. Algo ha cambiado.

John está concentrado escribiendo en la biblioteca de su casa, como cada tarde al volver del trabajo, entregado a ese vicio que le da la vida y que lo consume. No, como cada tarde, no. Hoy no puede pasear la mirada por la estancia sin sentir escalofríos. ¿Qué ha hecho?, se pregunta aterrado, ¿qué monstruo ha creado? La librería que cubre la pared es de roble oscuro y se halla atiborrada de libros antiguos. El reloj que siempre lo acompaña hace tiempo que enmudeció y las flores secas esparcidas por doquier en su mesa de trabajo y en otros muebles auxiliares le otorgan a la habitación un aire gótico y decadente que no es fácil encontrar en las modernas casas de ese barrio de la ciudad americana. Es su refugio, su lugar de recogimiento e inspiración. Pero esta tarde no encuentra consuelo. Se sirve una copa de licor para calmar los tensados nervios mientras se mesa la barba canosa con fiereza. No encuentra una solución. Tendrá que huir. Está escribiéndole una nota a su mujer, una carta de despedida.

Ha dejado la novela que estaba escribiendo porque los acontecimientos se han precipitado de tal manera que ya no sabe qué debe hacer. Le gustaria que todo volviera a ser como antes, que su hija fuera de nuevo la chiquilla que dormía en su regazo mientras él le contaba historias. Acaba de regresar del infierno mismo. Acaba de leer su condena de muerte. Pasea la mirada por la novela que tiene a medias y recuerda los acontecimientos de los últimos días.

Un día se paró el reloj a las siete y no volvió a sonar su música. La hora perfecta. Cuando se despiertan los músculos entumecidos de los pensamientos de los pájaros de la noche. Ahora se pondrá a hojear los libros antiguos y, con la retina impregnada de su polvo amargo y oscuro, empezará a escribir. Hoy no llega la musa, falta la inspiración. No, no le bastan los libros ni las flores secas. Hoy saldrá a buscar en la calle. Necesita sangre fresca, pétalos de flores nuevas, quebrar risas y provocar llantos. Sólo así. A las siete de la tarde amanece para él. 

John era un hombre respetado y respetable que vivía con su mujer y su hija en una preciosa mansión de San Diego, California. Leslie estudiaba en Berkley desde hacía dos años y medio. La echaba de menos. Era fruto de su primer matrimonio y pasaba temporadas con él y temporadas con su madre. Dueño de una empresa de informática desde la década de los ochenta, su trabajo se había convertido en rutinario y poco estimulante. Por eso escribía en sus ratos libres, que ahora eran muchos porque había ido dejando la administración de On line en otras manos. Su segunda mujer, María, con la que llevaba cerca de veinte años casado, tenía una cadena de tiendas de moda y casi no paraba en casa. Y él necesitaba darle salida de algún modo a cierta insatisfacción no muy clara, a esas ansias de aventura que nunca se vieron colmadas. Una mañana, cuando más enfrascado se hallaba en su nuevo libro, se abrió la puerta  de su despacho y ahí estaba ella. Vino corriendo hacia él y se abrazaron. Después de los primeros saludos, notó en su hija algo raro.

─¿No deberías estar en la universidad? Si no recuerdo mal, ahora son los exámenes –le preguntó preocupado.  

─ Lo he dejado.

 

─ ¿Cómo? ─la interrogó sorprendido─. Era tu ilusión: estudiar ingeniería aeronáutica y … volar.

Y la muchacha, tan animada como siempre (todavía podía ver aquel brillo en sus ojos), le contestó: 

─ Es que quiero trabajar contigo, en tu empresa. Ya verás. Venga, papá … alguien tiene que llevarla cuando te retires. Y empezaré de cero, quiero aprenderlo todo. 

No se lo esperaba y le costó reaccionar. Lo único que se le ocurrió fue decirle que lo consultara con su madre. No entendió aquel cambio tan radical. Ya en casa, después de cenar todos juntos, se retiró a escribir, la única manera de relajarse y poder pensar:

Baja al garage y coge el coche, se aleja hacia un barrio del sureste, donde nadie lo conoce, y se mete en un antro. Chicas deslizándose por las barras, subidas a los escenarios bailando, música de los  90  y él solo en una mesa. No tarda en acercársele una y acaban subiendo a una habitación. Le paga y vuelve a casa. La chica será titular en el periódico de la mañana. 

Recuerda también como si fuera ahora que salió al jardín para estirar un poco las piernas y contemplar las estrellas. Las noches de otoño en la costa de la Riviera de California son templadas y agradables, la temperatura no desciende por debajo de los 15 grados. Leslie apareció por detrás y le pellizcó el cuello.  La agarró por la cintura y la atrajo hacia sí.

 

─ ¡Leslie, dime la verdad! Hay algo que no me has contado. ¿Dónde está el coche?  

─ Pues … te lo quería decir. Se lo dejé a Martin y tuvo un accidente. Está para el desguace. Lo tuve que dejar en el campus. 

No daba crédito a lo que oía. La conversación continuó y cuántos más detalles conocía, más se enfadaba. Hasta que, alertada por los gritos, llegó su mujer e intentó poner paz. “Mañana será otro día”, pensó. 

Pasó una semana. Era domingo y los tres querían ir al parque, tomar el sol y comer juntos en la pizzería. Entonces sonó el timbre de la puerta. La policía del estado de California había encontrado un coche siniestrado en los alrededores de las Islas Canal, al otro lado del Canal de Santa Bárbara, y se había puesto en contacto con la comisaría local. Querían hablar con la familia, con el conductor  del vehículo. Se trataba de un caso de presunto intento de homicidio y fuga. John observó desde lejos cómo interrogaban a su hija. La conoce bien y sabía que aguantaría sin perder la calma, tiene nervios de acero. Pero la acusación era grave y todas las pruebas apuntaban a ella. Necesitarían un buen abogado. 

Y sigue recordando que al día siguiente, llegó alarmada su madre, Miriam, para saber qué estaba pasando. La reunión fue tensa. Los padres nunca  están preparados para algo así y ellos no iban a ser la excepción. Leslie fue la única que mantuvo la calma. Siguió jurando que no había sido ella,  que todo era un malentendido. Lo extraño fue que no conseguía localizar al amigo que supuestamente conducía el coche, la noche de autos. Al final se vino un poco abajo y confesó que estaba embarazada de él, de Martin. Y que el padre no quería reconocerlo, que por eso volvía. 

La policía volvió dos días después con nuevas pruebas. Él estaba encerrado escribiendo:

De camino hacia el hogar, ve un crimen: un chico asesina a sangre fría a otro por la espalda y él, sin saber por qué, hace varias fotos: de los dos chicos, del reguero de sangre, de los vecinos que salen al balcón. Nadie llama a nadie. Es un ajuste decuentas.

Algo se despierta en su interior cuando escribe: la sensación de que quiere vivirlo, no solo narrarlo. Es como un orgasmo que sube lentamente desde sus muslos y lo inunda todo. Siempre deseó hacerlo y nuncá se atrevió. Esa noche salió de nuevo. Sin saber muy bien lo que hacía, tomó la autopista y no paró hasta llegar a la ciudad en la que estudiaba su hija. Quería saber. Durmió en un motel de carretera y al día siguiente por la tarde enfiló la avenida que conduce al campus y a la residencia en la que había pasado su hija los últimos meses. Pidió la llave de su habitación. Su corazón le decía que algo iba muy mal.

Lo encontró todo en orden: la ropa, en el armario; los libros, en la repisa; su mochila, colgada de la percha. Una estantería llena de cedés casi se caía del peso. Y  había un diario encima del escritorio. Le resultó fácil romper el endeble candado.  

“Querido diario: Es la tercera vez que lo hago y ya no me provoca el placer del principio. Tengo que pensar algo nuevo. Martin ya no me quiere apoyar. No me quería apoyar. Solo me falta un último para ser como papá, para ser él. Tengo que matarlo.  Lo llevo en la sangre, en los genes. Voy a volver a casa.  Lo siento, te quiero, papá.”  John se desplomó cuan largo era en el suelo de la habitación. 

Se despertó al ser zarandeado por unos chicos que habían visto la puerta abierta y se lo habían encontrado en el suelo.  

─¿Qué hace usted aquí? ¿Quién es usted? ─le preguntaron confundidos por la situación. Leslie nunca les había hablado de su familia y él no conseguía convencerlos de que era su padre.

─Veréis … ─empezó, sin saber muy bien cómo iniciar la conversación para no levantar sospechas.  

Uno de los chicos  hojeaba el diario de Leslie y se apartó un poco mientras el otro le ofrecía un vaso de agua y le preguntaba si deseaba que llamaran a un médico. Empezó a llegar más gente: amigas de Leslie, un bedel y un par de administrativos que trabajaban en la oficina del otro extremo del pasillo. Alguien llamó al encargado de la planta, un estudiante más que se ganaba un dinero extra poniendo orden cuando se originaban conflictos, el pan nuestro de cada día en una universidad americana. Un agente de seguridad que llegó uniformado y armado con una porra y pistola al cinto. Inmediatamente se dispersaron todos y el agente lo interrogó después de las primeras formalidades y presentaciones.

 

─¿De dónde ha sacado usted la llave para entrar? No tiene usted permiso para invadir el espacio privado de una estudiante, aunque sea su hija. 

John pidió disculpas avergonzado e intentó largarse. Sólo le interesaba recuperar el diario. Pero no estaba allí. Alguno de los presentes se lo debía de haber llevado. Supuso que su hija iba a montar en cólera cuando se enterara de lo ocurrido. Al final, pudo abandonar la residencia después de rellenar unos formularios y devolver la llave en recepción. Le dijeron que había cometido un error y que iban a tener que comunicárselo a las dos estudiantes que compartían la habitación 506, su hija y Sara, una chica que, de momento, no se había enterado porque había pedido un cambio de habitación hacía una semana y desde que cursara la solicitud no se la había vuelto a ver por el campus.  

Condujo sin saber hacia dónde ir ni qué hacer. Pasaría por su casa, hablaría con su mujer y abandonaría San Diego o  el estado de California, si era preciso.  En un primer momento pensó en llevarse a Leslie para protegerla. Sin embargo, el  pánico que agarrotaba sus músculos le hizo desistir.  Necesitaba, además, tiempo para pensar, para clarificar ideas, para tomar distancia y, sobre todo, para hacer exámen de conciencia.  

Sentado en la butaca, reflexiona de nuevo. En dos días su vida ha cambiado. No sabe por qué en esta ocasión siente miedo de verdad. Si habla con Miriam, la madre de Leslie, no se pondrán de acuerdo. Ella no se lo creerá o le echará las culpas de la evolución de la niña. Leslie ha pasado ya varias veces por consultas de psicólogos y psiquiatras con el resultado de que es una niña muy normal, con un carácter especialmente sensible, con cierto gusto por las extravagancias y algo fría, calculadora, y muy inteligente. Pero nunca había llegado a estos extremos. John quiere pasar unos días en la casa que su amigo Paul tiene en  Santa Bárbara. Ha escrito la nota  pero ahora piensa que no es lo más correcto. La rompe en el momento en que entra Miriam en la biblioteca.  

Capítulo dos. Leslie se va. 

Leslie ha visto llegar a su padre y está pensando en la llamada telefónica que recibió hace una hora de la universidad. Le han dicho que su padre estuvo ayer allí. Ha llamado a su vez a varios compañeros y a Sara. Lo jodido es que solo ella  puede entrar en la habitación pero estará tan cagada de miedo que no le coge el teléfono. Debe de estar en casa de sus padres. ¡Sara!, la boba de Sara … no será capaz ni de delatarla ni de mover un dedo. Por ese lado no hay que preocuparse. Pero la necesita, ahora. No puede estar en dos sitios a la vez y ahora lo prioritario es no permitir que su padre se escape. No se puede arriesgar. Claro que le gustaría echar una ojeada a su habitación y recuperar su diario. Eso fue un fallo de principiante. Sin embargo, todavía puede intentar convencer a su padre de que solo se trata de literatura, de que ella también escribe relatos de horror. ¿Se lo creerá? 

La ola de calor que azota San Diego esos días no invita a salir de casa. En su habitación de adolescente, tumbada en la cama, contempla la puesta de sol a través de los cristales de la claraboya del techo y sube al máximo la potencia del aire acondicionado. Está sudando a pesar de que la temperatura ambiente solo roza los 25 grados: su agitada mente, normalmente en calma, eleva su temperatura corporal y eso le incomoda. ¿Por qué? ¿Por qué no puede relajarse? Eso es malo para su bebé. Piensa en Martin. Tuvo que hacerlo y ahora su hijo no tiene padre. Bueno, no lo tuvo nunca. Martin no estuvo nunca a la altura de las circunstancias. Tenían un plan y él se rajó, él, su novio, en el que creía que podía confiar. La policía se ha tragado el anzuelo, la versión que dio ella en su declaración cuando la policía encontró el coche y la interrogó como propietaria del BMW: “Martin conducía el vehículo cuando se produjo el fatal accidente”. Según los testigos, a continuación se dio a la fuga, acabando por despeñarse en la curva del acantilado de Santa Bárbara. El coche, siniestro total, dijeron los peritos. El cuerpo del conductor no apareció. Sara corroboró su declaracióny le proporcionó la coartada: aquella tarde habían ido juntas al cine. 

A Sara no la ha vuelto a ver. Después de declarar, alegó que estaba conmocionada y decidió recuperarse en casa de sus padres. Poco después, la oficina del estudiante le comunicaba que su compañera había solicitado una nueva habitación en el ala sur. Por alguna razón no deseaba seguir compartiendo el dormitorio con ella. “Pobre Sara”, pensó, “nunca se iba a recuperar del susto”. 

Piensa y piensa. Tiene que hablar con su padre. Ha de convencerlo de que lo del diario eran simples maquinaciones literarias. Si es que lo ha llegado a leer. ¿Por qué no contestará Sara? Oye pasos en la biblioteca, el andar cansino de su padre la pone en alerta. Arrastra una maleta y se dirige hacia la cocina. Decide bajar y hablar con él.  

─¡Hola, papá!, ¿adónde vas? No sabía que te ibas de viaje ─le comenta con su tono de voz más inocente. 

─¡Hola, cariño! Me tengo que ausentar unos días… No serán muchos. Se trata de la feria del libro de Frankfurt. Voy a presentar mi última novela, ─improvisa─ ¿te quieres venir conmigo? Ha sido una decisión de última hora pero si haces la maleta rápido, me puedes acompañar, si te apetece ─le dice temblando.

─¡Qué sorpresa! ¿La novela sobre el escritor asesino? ─le pregunta mientras piensa qué hacer. 

─Bueno, Leslie, me despido de todos y nos vemos en un rato. Mándame un mensaje al móvil si te animas, ¿de acuerdo? 

Leslie se acerca a él y le da un beso. Su padre ya no es el héroe que fue. Está mintiendo y ella lo nota. No es capaz de afrontar la verdad. Está segura de que ha leído su diario y por eso huye. Entonces reúne un poco de valor y se atreve a insinuarle: 

─¿Por qué te has inventado esta historia? La feria de Frankfurt ya ha pasado y tú no te vas a Alemania. ¿Podemos hablar un momento, papá?  

John no tiene fuerzas para escuchar lo que su hija le quiere contar pero accede. La conversación no va a ser fácil y John la conduce hasta la biblioteca. Se sientan en los cómodos sillones y se sirven un par de copas.  

─Hija, te he de confesar algo. Ayer fui a la residencia y estuve en tu habitación. Fue un arrebato y te quiero pedir disculpas por invadir tu intimidad. Supongo que te habrán llamado … 

─Sï, papá. De eso te quería hablar. No pasa nada, solo que me sorprende que fueras sin mí, a escondidas. ¿Por qué me lo ocultaste? 

─Verás, no tiene una explicación. Solo te puedo pedir disculpas.Quería ver el entorno en el que estás. Te noto cambiada ─se arriesgó a decir. 

─¿En qué sentido? ¿Estás preocupado por lo del accidente de coche? No me crees, ¿verdad? ─le dice mientras se acerca a él con cariño. 

─Es que todo es muy confuso, cariño. Ni siquiera pude hablar con tu compañera. ¿Cómo se llamaba? 

─Sara, papá. Se llama Sara y está en casa de sus padres. Yo tampoco la consigo localizar. 

En este punto de la conversación llega Miriam, la madre de Leslie. Sus profundas ojeras revelan que no ha podido dormir en varios días o que ha estado llorando. Ya han hablado y ella está ahora al corriente de todo. No quiere discutir con John delante de Leslie y le hace una seña. Ambos salen, momento que aprovecha Leslie para buscar en la maleta de su padre el diario. Después de vaciarla casi por completo y de rebuscar en todos los compartimentos, no lo encuentra y piensa que lo habrá escondido mejor, pero ¿dónde? La vuelve a cerrar a toda prisa mientras oye los pasos de sus padres en la escalera. Al ver sus caras tan tristes, piensa que no ha podido ser la hija que ellos soñaron. Les da un beso a los dos y sale al jardín. Ellos la siguen y ella se teme lo peor. Van a querer que vuelva a visitar al psiquiatra o al psicólogo o a ambos. No lo va a consentir. Ya son dos los que quieren escapar de la situación. “De tal palo…”.

En el jardín se respira una paz inmensa. El silencio solo es roto por sus pasos en la hierba. Se ha descalzado y se ha acercado a la pérgola. Sus padres se han quedado un poco atrás, en las escaleras, hablando.

 

Aquí transcurrió casi toda su infancia, primero con sus padres y después con María, la segunda mujer de John, una verdadera madre para ella. Entre estos árboles vieron la luz todos sus sueños de volar, se columpiaba en sus ramas y después subía agarrada al tronco hasta la copa verde, como una ardilla de las que comían de su mano. O se tumbaba en el césped y observaba cómo el sol se filtraba a través del follaje haciendo transparentes las hojas de los robles en verano. En invierno, se desnudaban sus ramas ofreciendo la corteza limpia y pura. Entonces buscaban refugio, bajo la capa de tierra y humus, los erizos y las tortugas terrestres que en verano se paseaban por los senderos y tomaban el sol.  En primavera, cuando brotaban de nuevo las hojas, sus perros no tenían paciencia y desenterraban a los pobre animalitos aún dormidos. Este era su paraíso. Se ha sentado en el balancín de hierro forjado y se columpia en un vano intento de echar a volar muy lejos esos pensamientos que no la dejan en paz. Los remordimientos se clavan como agujas de pino en su fina piel. Vuelven y vuelven como los pájaros para hacer su nido: ramita tras ramita, con barro y saliva, levantan sus paredes y al final la estructura es tan sólida que ni la lluvia ni el hielo ni el viento más fuerte lo derribarán. En su mente enferma hay diques secos que ni un huracán podría demoler. Se siente muy mal. Esa es la amarga e inquietante contradicción de su vida, levantarse para caer, subir para derrumbarse. Exaltarse para hundirse en la desesperación.

 

Todo lo que la rodea es hermoso, ella es hermosísima y nadie podría averiguar en su semblante que unas nubes grises como la noche lo enturbian todo. No es posible la felicidad para ella; no en esta vida, no en este mundo. Dicen que ha matado a tres personas y no recuerda haberse sentido mal por ello. La violencia ha formado parte de su vida desde siempre, desde que tiene uso de razón, es una necesidad que debe ser satisfecha para seguir avanzando, creciendo. No se sintió mal, se repite a sí misma, por lo menos que ella pueda recordar. Tiene que haber una razón para ello.

 

Aquella noche del 12 de septiembre fue extraordinaria en acontecimientos. Lástima que los detalles se vayan diluyendo en su mente como las estelas del reactor que cruza el cielo por encima de su cabeza en esos momentos. Habían fumado alguna hierba de las que preparaba Martin y el humo tiene esas cosas, nubla los sentidos. El peatón que murió atropellado, la paliza que le dio a Marta y, por último, Martin. Tres crímenes en su corta vida, tres éxitos, y, a continuación, la huida  buscando a su padre. A él se lo quería contar todo porque creyó que lo entendería. Quiere ser como él, ser él. Esa idea la tortura. ¿Por qué lo quiere asesinar? No lo sabe, es una necesidad que se halla muy adentro, en sus neuronas. Si busca ayuda, si llama a Paul, su médico, el psicólogo y psiquiatra de ambos, padre e hija,  tal vez esté a tiempo de hallar respuestas.

 

El motor que alimenta sus pensamientos, que enciende con sus caballos de vapor los deseos que mantienen viva la esperanza, pide a gritos un engrase, una puesta a punto; tal vez deba reconocerlo, pero no quiere, de ningún modo, que su vida transcurra entre visitas al taller y  pastillas que embotan la mente. Eso sería perder la libertad, dejar de controlar su vida para que otros tomen el mando, dirijan sus pasos. Hace cerca de 6 meses que algo debutó en su mente. No se lo contó a nadie, ni siquiera a su padre, su confidente. En realidad lo vio como una continuación lógica de lo que había sido su vida desde la más tierna infancia, siempre con el consentimiento o el beneplácito de John. Aunque él no le dijera nada, aprobaba su conducta de manera tácita. Nunca recibió un reproche cuando se dejaba llevar por esa vena sádica que en ella habitaba. Al principio, porque era solo una niña y el padre no veía maldad en nada de lo que hacía; después porque su conducta despertaba en su padre una especie de sentimiento de orgullo, de realización del personaje que había ayudado a crear.  A ella siempre le había gustado un poco el sadismo. Molestar a sus compañeros de curso fue un placer, una tentación a la que difícilmente podía resistirse. En su infancia y adolescencia era temida en el barrio hasta el punto de ser considerada por la policía la chica más problemática de San Diego. Los chicos iban detrás de ella. Las chicas preferían, en general, tenerla como amiga, aunque amistades íntimas no logró hacer. Cuánta más caña les daba, más se sometían a ella. Eso la encumbró a un estado de soberbia del que no pudo o quiso bajar. Hace 6 meses, tuvo un brote; debido a las drogas, pensó, en un principio. Empezó a alucinar, a oír voces y a sentir cosas raras en su cuerpo. Las fue dejando y aquello desapareció casi por completo, había sido un susto nada más. Sin embargo, desde entonces, no ha vuelto a disfrutar de la deseada estabilidad. La mala conciencia la persigue, la anima y después la persigue. Sara le dijo una vez que lo que le ocurre parecen los síntomas de una enfermedad maníacodepresiva o bipolar.  Se conocen desde el instituto y ha visto los cambios que ha sufrido Leslie. Tal vez tenga razón. Debería llamar a Paul. Quizá pueda evitarse un nuevo asesinato.

 

Recuerda la cantidad de historias de crímenes que escuchó en brazos de su padre cuando era niña y no tan niña. Le apasionaban y no se iba a dormir ni una noche sin haber escuchado una de labios del escritor. Su imaginación era portentosa. Había creado una serie de personajes a partir de sus relatos, personajes que ella dibujaba luego en sus cuadernos escolares para escándalo de sus profesores, que más de una vez llamaron la atención a sus padres. No eran temas apropiados para una niña que apenas levantaba un metro del suelo. Entonces empezaron a hacerlo en secreto porque su madre ponía el grito en el cielo cuando los veía. Su padre es un escritor de prestigio y es admirado por los lectores y bien recibido en los círculos literarios, aunque para ello haya tenido que abandonar la empresa en manos de sus colaboradores. Eso le preocupa. También tiene que hablar con él sobre ese tema. Si sigue así acabarán arruinados. De las novelas no pueden vivir. Ha publicado varias, es cierto, pero últimamente se halla atascado en un gran proyecto que le está costando la salud. Dice que la inspiración lo ha abandonado, se queja de que le cuesta escribir. Esta novela se le resiste. Se encierra horas y horas, obsesionado por encontrar sus claves.

 

Su padre, el mismo que posiblemente haya leído el diario, huye, tiene miedo de ella. Unas gruesas lágrimas resbalan hasta sus labios cuando sus padres se acercan. Se sientan con ella y le dicen que todo se arreglará. Pero en sus miradas ve otra cosa: el miedo, la angustia. Ambos son mayores y están cansados de luchar. Han perdido la esperanza, se lo nota en sus palabras, en sus gestos. John la vuelve a invitar a irse con él, pero Leslie se da cuenta de que lo hace sin ganas. Ella declina la oferta, ha decidido quedarse aquí en su casa.” No puede escapar cuando la policía la acusa de un crimen. Tiene prohibido salir del estado”, le recuerda. Su padre respira aliviado y ella se da cuenta con tristeza de que no la quiere. No lo va a seguir. Un sentimiento se despierta de nuevo: su padre es un cobarde y no se merece su amor.

 

─¡Te vas, papá, cuando más te necesito! ¡No lo puedo creer! ─le dice con la decepción pintada en sus ojos, con la amargura rezumando en sus labios.

 

─Tengo que irme, Leslie, entiéndelo. Es un compromiso que no puedo eludir de ninguna manera ─es capaz de contestarle John en voz baja.

 

Se le ocurre que, a lo mejor, no es a causa del miedo que se va sino únicamente para visitar a su amigo Paul. Leslie  conoce bien a su padre y sabe de sus escapadas. Siempre vuelve como nuevo de allí, con mejores ideas y renovadas energías.

 

Pero ella no tiene la culpa de las debilidades de su padre, no puede seguir cuidándolo, ocupándose de él … y no desea volver a discutir con él como hace unos meses cuando vino a pasar unas semanas en casa de sus padres con la intención de descansar y de trabajar un poco en la contabilidad de la empresa familiar. La curiosidad  le llevó a descubrir por casualidad que la dirección de On line escondía muchos secretos que no convenía revelar: su padre no es la buena persona que parece. En un principio, ella solo pretendía hablar con el gestor y los administrativos sobre la cuenta de explotación del pasado ejercicio, deseaba poner en práctica los conocimientos adquiridos en la universidad y aprender un poco más, pero cuando fue estirando del hilo, salió una madeja muy embrollada. Las llamadas de teléfono que realizó le llevaron a la conclusión de que las dos personas de confianza de John estaban al corriente de todo. Con una profunda tristeza tuvo que reconocer que la inocencia de su padre estaba en entredicho. Así que, con lágrimas en los ojos y el corazón encogido, llamó a Martin y le pidió que la ayudara a entrar en el correo privado de John. Martin se había revelado como un hacker consumado. Juntos, ella desde el despacho de su padre y él desde Berkley, descubrieron la trama. Había de todos los colores: fraude fiscal, doble contabilidad … El blanqueo de dinero se realiza a través de Inter line, la empresa filial que hace de tapadera, y los asuntos son muy turbios. John Brown está, entre otras cosas de menor calibre,  financiando guerras, cubriendo campañas electorales de políticos corruptos y evadiendo dinero al extranjero. Se ha creado un imperio económico del que la familia no tiene ni idea porque en los puestos directivos de las empresas filiales hay colocados hombres de paja que no pertenecen a ella.

 

Presumiblemente los asesores de John lo habían puesto inmediatamente sobreaviso: su hija estaba metiendo las narices en todos los asuntos.  En los días de su visita, curiosamente, habían sido violadas algunas de las cuentas de correo de la empresa.  Leslie había confiado en Martin, su novio había realizado un buen trabajo, pero se había asustado con la magnitud del imperio criminal. Era una mafia que tenía contactos, al más alto nivel, con la CIA y con la fracción ultraconservadora del partido republicano. Nunca olvidará aquella llamada. Ella volvía a la universidad muy decepcionada. Se había despedido de su padre y de María sin comentar el asunto. Conducía por la autopista una mañana de agosto cuando su padre la llamó al móvil manos libres con cámara que se hallaba instalado en el coche.

 

─Leslie ─le soltó sin preámbulos─ ¿Qué has estado haciendo en la empresa? ¿Estás espiando a tu propio padre? ¿Cómo se te ocurre fisgonear sin mi permiso? Yo te lo podría haber explicado todo.

 

─No, papá, no te conozco. Llevas años cometiendo delitos. Me duele ver que no eres la persona que yo creía, pero lo superaré.

 

─Vuelve a casa y hablamos cara a cara, ¿quieres? Te lo explicaré todo. Si algún día, Martin y tú vais a llevar la empresa, tenéis que estar preparados ─le propuso.

 

Así fue cómo, sentados frente a frente en la biblioteca, en la mesa en la que tenían lugar las conversaciones serias entre los dos, ella retó a su padre. Le dio un plazo de unos meses para que se iniciara una auditoría. Si no cumplía, ella misma lo denunciaría o acabaría con él. Permitió que su padre pudiera percibir con claridad el odio que brillaba en sus ojos. Leslie no era capaz de esconder el asco que ahora le provocaba contemplar al verdadero hombre, su gran héroe. No quería heredar una empresa podrida. Prefería renunciar a todo, no verlo nunca más. Martin también lo sabía y eso era lo que más parecía preocuparle . La discusión fue subiendo de tono. Ella le arrancó la promesa de que haría una limpieza y lo confesaría todo. “Me meterán en la cárcel”, le dijo John suplicándole a su hija con los ojos. Ella no se ablandó. Leslie estaba empezando a curarse del brote sufrido hacía unos meses. No había derecho, era un golpe bajo para su proceso de recuperación. Estaba pagando un precio muy caro: su salud se resquebrajaba de nuevo y empezaba  a perder a Martin. Él estaba escandalizado, no tenía ningún interés en formar parte de esa familia. Leslie insultó a su padre con violencia, estaba fuera de sí.

 

Él la cogió por los hombros y la sacudió violentamente. La tiró al suelo. Ella, cinturón negro de judo, le hizo una llave y lo dejó tendido en el suelo, sangrando. Se dio la vuelta y se marchó por donde había venido. María no se llegó a enterar. John le debió de mentir, supone Leslie. El asunto quedó entre ellos dos.

 

Sabe positivamente que John no se ha vuelto a ocupar del asunto, solo ha iniciado unas tímidas reformas. Claro que ella lo quiere de todas maneras, es su padre. Sin embargo, en momentos como este solo desea gritar, subir a la ventana de su habitación y lanzarse  al vacío. Se aleja corriendo y llorando de rabia. Se irá, volverá a Berkley. Aquí no tiene nada que hacer. No tiene familia. Ya no la tiene. Podría intentar localizar a su hermano. Aunque, ¿qué le puede explicar a él? David ya pasó su calvario y está curado. Si le contara su situación al detalle, solo conseguiría desestabilizarlo de nuevo. No es el momento adecuado para molestarlo con sus problemas. No le queda otra opción que enfrentarse sola a los fantasmas que la persiguen. Sara ha desaparecido. Ya no quiere saber nada de ella. Martin ya no está. “¿Qué puede hacer?”, se pregunta. Del trío, de los tres mosqueteros, solo queda ella.

 

Se halla de nuevo en su habitación cuando llaman a la puerta. Es María.

 

─¿Puedo pasar, Leslie?

 

─Adelante ─le contesta con un hilo de voz.

 

─Tu madre se ha tumbado un rato, Leslie. Son demasiadas emociones para ella.

 

─Ya, no pasa nada ─exclama resignada. Está acostumbrada a no poder contar con su madre en estas situaciones.

 

 Le trae una tila y un trozo del pastel de manzana que ha hecho esta mañana. Hablan un buen rato sobre lo que se puede hacer. Le pide que espere a la policía, que se deje aconsejar por un abogado y finalmente le sugiere llamar a Paul. María considera, y así se lo expresa con cautela,  que no sería una mala idea en estas circunstancias contar con alguien que pueda mantener la cabeza fría.  Leslie la escucha, sabe que su único interés es ayudarla. El problema es que seguramente no sepa lo que ha ocurrido, que lo más  probable es que solo conozca la versión de la policía. Posiblemente no sepa nada del diario y, por tanto, no esté al tanto del resto. Por un lado, eso supone una preocupación menos. No quiere que María piense que ella es una criminal. Leslie se tumba en la cama y se abraza a María. Ella sí es una persona valiente y no la va a abandonar pase lo que pase. María se queda con ella en su cama hasta que Leslie se hace la dormida y la ve marchar despacio. Se despide de ella en silencio. No sabe cuándo volverá a verla.

Capítulo tres. La llamada de John.

 

En la casa solo permanecen las dos mujeres. Miriam y María, María y Miriam. Ambas conocen bien a los dos huidos y están tan desesperadas que no son capaces de salir de su parálisis. ¿A quién llamar? ¿A quién pedir ayuda? Las dos se repiten las preguntas una a la otra y no hallan respuestas. Se sienten muy unidas y actúan como una sola mujer: en sus manos está hacer todo lo posible para que la situación no acabe en una tragedia. Podrían llamar al psiquiatra amigo de John, Paul; podrían avisar a la policía; podrían incluso contratar a un detective para que todo se haga de la manera más discreta posible.

 

 Miriam, la primera mujer de John, sencilla y amable, nunca llegó a comprender bien a su marido. Vivieron juntos un relación adolescente, John la quiso mucho, fue su primer amor. Pero no tuvieron tiempo apenas de consagrarse el uno al otro. Su primer hijo, David, nació a los nueve meses de casados mientras él todavía luchaba por abrirse camino en la facultad como interino. A los cuatro años nacía la pequeña, la mimada de la casa. Él era profesor de informática. Su mujer lo apoyó en todas las oposiciones a las que se presentó hasta que consiguió la plaza y después ascendió a catedrático. Así pasaron diez años.  A ella le costó mucho tomar la decisión de divorciarse de él pero se sentía totalmente relegada, por el trabajo de su marido, por el tiempo que dedicaba a la litaratura o por los celos que la consumían. Unos celos que no se podían confesar sin rubor.  El padre sentía adoración por la pequeña y la niña le correspondía. Fue un gran dolor para ella sentir que padre e hija se encerraban en el despacho o comentaban cosas dejándola de lado. Ella se sentía vacía. Mientras su hijo David se hacía mayor y se alejaba de la familia, ella entró en una depresión  y supo que debía salir de aquel ambiente que la asfixiaba e, incomprensiblemente, la alejaba de ellos. Un hilo invisible fue uniendo a padre e hija en una telaraña, en la que ella solo podía aspirar a jugar el papel de víctima. Era solo un juego para ellos torturarla con pequeñas bromas que mermaban la poca confianza que  Miriam tenía en sí misma.  Cuando consiguió reunir el valor necesario, tiró de la frágil cuerda, sopló y se dejó caer al vacío. No supo cómo pero abrió las alas y volvió a surcar el cielo, el propio.

 

Ya liberada, estableció felizmente a los pocos meses de la separación de su marido, una relación más sana con los dos, con John y con la hija de ambos. No se arrepintió nunca de la decisión tomada. No hubiera sido capaz de educar a su hija. Su instinto maternal sufrió mucho por esa renuncia obligada. Sin embargo, el tiempo la ayudó a entenderlo y a sobrellevarlo, y a admirar y valorar el esfuerzo de su sucesora, quien tomó las riendas de la educación de su hija con mucha valentía y abnegación. Tampoco fue una tarea fácil  para esa mujer que llegó de Europa para trabajar en la facultad con su marido. David, su hijo, se marchó muy joven a Italia a estudiar y ya no volvió. Según los psicólogos, adoptó la solución centrífuga mientras que la hermana, su otra hija, Leslie, había optado por la centrípeta. El padre no mostraba ningún interés por el chico, de modo que a David le resultó fácil ir alejándose de su familia; sencillamente no encajaba en ella, por lo menos, no como su hermana.  Miriam iba a visitarlo a menudo y ambos comentaban que Leslie estaba creciendo con muchas manías, las mismas que el padre. Y se reían.

 

María se había enamorado inmediatamente de él, en el mismo instante en que se vieron por primera vez en el pasillo frente al despacho que John ocupaba en la segunda planta de la facultad, muy cerca de la biblioteca que ella frecuentaba a diario. Ese aire distraído y un poco maligno la cautivó. Hasta el aroma que desprendía a su paso, una  mezcla inocente, y por ende cautivadora, del champú con extracto de hortensias, especial para cabello blanco, y de la colonia fresca bajo la camisa siempre inmaculada, con el cuello almidonado. Hasta el perfume jugó su papel en el cortejo de las feromonas que anularon su capacidad de ver lo que no debía ser visto. María lo conquistó con una ternura y una delicadeza exquisitas y la niña la aceptó como a la madre que había perdido tan pronto. El carácter fuerte y decidido de María la ayudó a salvar todos los obstáculos del idioma, la diferencia de cultura y de religión. Ella, una andaluza de Sevilla,  cantaba a todas horas y alegraba el triste corazón de su marido y la melancolía congénita de la niña. De pelo negro y tez muy blanca, la niña hubiera podido pasar por hija suya por lo mucho que se  parecían físicamente. Ambas compartieron el gusto por la música y la danza y pasaron unos años muy felices. Y Miriam se sintió muy dichosa de que una mujer así ocupara su lugar. Era lo mejor que le podía pasar, reconocía, cuando se paraba a pensar en ello. Ni siquiera ahora le reprochaba nada a María. Ella lo había hecho lo mejor que había podido. De eso estaba muy segura. De John ya no sabía qué pensar.

 

 

─Miriam, te voy a apoyar en todo lo que necesites ─le asegura María para darle ánimos.

 

─Lo sé, amiga mía. Eres como una madre para Leslie y la quieres tanto como yo. Yo no he estado a su lado estos últimos años, no la he visto crecer. Lo que me ha contado John es espeluznante. No me puedo hacer a la idea de que mi niña esté tan trastornada. De pequeña tuvo algunos problemas  pero esto, esto ya sobrepasa cualquier tema. Mira que si nos está tomando el pelo… Es un misterio esta hija mía. Como su padre.

 

María prefiere no hacer ningún comentario al respecto y se limita a apoyarla:

 

─Tú eres su madre y eso no va a cambiar. Yo la he educado lo mejor que he sabido.

 

─¡Ay, María! No, no lo he hecho bien. No te puedes imaginar lo mal que me siento. Preferiría no haber tenido hijos; es horrible decir eso pero es lo que siento. Ya sabes lo mal que lo pasamos con David, su hermano. ¿Qué es lo que hemos hecho tan mal?

 

María no sabe cómo consolarla. Es realmente una situación muy difícil. Ella no ha tenido hijos pero se puede imaginar el sufrimiento de su amiga. Los hijos te dan muchas alegrías aunque la responsabilidad de su educación pesa siempre. Ya pueden decir que los hijos no te pertenecen, que son hijos de la vida, que llegan  a ti y se van, que han de encontrar su camino … La realidad es que son carne de tu carne y vida de tu vida. Ella tiene hermanos y es la mayor de todos. Por eso, les ha hecho un poco de madre y sabe de ese sentimiento de angustia cuando las cosas no van bien, como ahora, nada bien.

Leslie ha desaparecido, al igual que su padre. Hay que tomar algunas decisiones. Es necesario salir del marasmo en el que se encuentran. Se le ocurre que podrían ir a la residencia, hablar con los compañeros de Leslie, con sus profesores, intentar encontrar a Sara. Ha de poner en marcha a Miriam, que en estos momentos no para de llorar. Por otro lado, la conducta de John le parece exagerada. Se ha  portado como un cobarde. Le ha contado lo del diario, sí, es preocupante pero él también escribe cosas sobre asesinos y no por eso es un criminal. Debería confiar en su hija, piensa su mujer, bastante alterada. Necesitan su ayuda y él se larga. Es un cabrón.

 

Han descansado un poco y esperan la visita de la policía. No tardarán en llegar. La huida de los dos no hace más que empeorar las cosas. María no sabe qué les va a decir. El sonido del teléfono la sobresalta y corre a levantar el auricular.

 

─¡Hola, María! Soy yo ─oye al otro lado del cable.

 

─La policía está a punto de llegar. ¿Dónde te has metido? Leslie se ha ido. No sabemos qué hacer … ─le dice a su marido angustiada.

 

─María, ya te he dicho que no puedo hacer nada. Diles que estoy en la feria del libro, en Alemania, si te llaman. Lo mejor es salir de ahí. Escucha, tengo un plan.

 

─¿Cómo, John? ¿Te has ido sin despedirte? ─le grita encolerizada─ No me lo puedo creer, es que no te entiendo … yo pensaba que lo de Frankfurt era una broma de mal gusto.

 

No le salen las palabras, solo puede escuchar el chorro de voz de su marido y las indicaciones que le da. Dice que está bien, a salvo …

 

─ ¡Pero qué coño, a salvo!, pero… ¿qué locura es esta? ─le responde, indignada. Se ha dado cuenta de la estrategia de su marido. Ella se había creído la historia de que se iba a la feria de Frankfurt.

 

─María, ¡tranquilízate, por favor! No tenía otra solución …

 

─¿Quéeeeeeeeeeeee? ¿Abandonas a tu hija en este momento? ¿Dónde estás? ¿Qué misterio es éste?

 

Está tan sorprendida que no es capaz de articular ni una palabra más. John aprovecha para explicarle el plan. Quiere que se marchen de la casa también ellas dos y que se reúnan con él. Sobre todo no deben hablar con la policía. Las espera en una finca a las afueras de Santa Bárbara, en casa de Paul. Tienen que salir inmediatamente en coche. Alguien las irá a recoger en media hora. No se lo explicó ayer por motivos de seguridad. John continúa ahora un poco más despacio para explicarle los detalles:

 

─Coge a Miriam, por favor, y vete con ella a la gasolinera de la esquina cuando oscurezca. A eso de las siete pasarán a recogeros, no te preocupes, he pensado en todo. Un coche con los cristales oscuros, un Ford blanco con matrícula de Arizona. Confiad en mí. No puedo hablar más, seguro que han pinchado el teléfono o lo harán pronto. Destruye el móvil cuando terminemos de hablar. Un beso y … ¡ánimo!

 

María cree estar viviendo una película de terror o peor, una de la historias de crímenes de su marido. Lentamente, sin ningunas ganas, empieza a preparar las cosas para el viaje sin decirle nada a Miriam, que se ha quedado de nuevo dormida en el sofá. Entonces llega el vecino de enfrente. Todavía le quedan ánimos para prepararle un café y explicarle que John y su hija están en la feria de Frankfurt. Pasarán toda la semana fuera. Cuando por fin se lo consigue quitar de encima, acaba con los preparativos y despierta a Miriam.  Mientras ella se viste continúa con el plan. No se olvida de sacar la tarjeta del móvil y tirarla por el váter. El móvil lo mete en la trituradora de basura y echa los restos en el contenedor del compost. Lo vio hacer en una película y le parece lo mejor. Se siente agotada pero no hay tiempo que perder. En el fondo sigue confiando en su marido y no se le ocurre nada mejor. De todos modos, apunta en un papel el teléfono de Mike, un amigo que trabaja para una agencia de detectives. Cree que puede serle de utilidad más adelante. La policía va a llegar en cualquier momento. No le resulta nada fácil convencer a su amiga a pesar de que le ha echado un par de tranquilizantes en el café. Vuelve a sonar el teléfono, esta vez, el fijo. Llaman para avisar de que el pedido del supermercado está listo para ser entregado, en unos minutos pasará el camión del reparto. Prefiere no cancelarlo para evitar sospechas. Por un momento piensa en deleitarse con las gambas al ajillo y los nachos con guacamole. Hace muchas horas que no se mete nada bueno en el cuerpo. La vida es injusta. Empieza a sentir un hambre atroz.

Capítulo cuatro. Hablando con Paul

 

John ha llegado a casa de Paul sin avisarle antes. Son muy buenos amigos y él se lo consiente porque hay mucha confianza, además de que, en secreto, lo admira mucho. El psiquiatra tiene muchos pacientes pero su amigo escritor es uno de los que le da más trabajo. Diagnosticado hace varios años, John se toma en serio su enfermedad y sigue las indicaciones de su médico al pie de la letra. O por lo menos, eso le dice. Paul ha constatado que John pasa por varias fases sucesivas cada año: va siguiendo un ciclo que se repite periódicamente de manera muy regular, casi matemática. Estabilidad dentro de la inestabilidad, lo denomina.  Eso a Paul le extraña un poco, por eso, lo controla de cerca. O eso se cree él.

 

John saca la llave de su maletín, la mete en la cerradura con alivio y se instala en la habitación de invitados. Nada más entrar aspira el olor de la madera, de los libros, del perfume que lleva Paul y su ánimo se estabiliza.  Se siente como en su casa, mejor incluso. Aquí está solo la mayor parte del tiempo, ha hecho realidad el sueño de cualquier escritor: escribir días y días siguiendo ese impulso que lo domina todo, sin apenas ser molestado. Escribe, come y duerme, sin ritmo, de acuerdo con lo que le pide el cuerpo cada día. Su vida en casa de su amigo se podría comparar a la de un rechoncho bebé feliz, sin preocupaciones. Su figura así lo confirma. Nadie sospecharía que bajo esa capa de brillante y cuidada grasa se esconden tantas preocupaciones y neuras. Su blanca y poblada barba y su pelo cano desde los 30 años inspiran confianza y le dan un aire de viejo profesor universitario o de marinero en tierra, cuando abandona un poco su cuidado. Le gusta fumar en pipa, con calma, deleitándose en cada calada y observando a su alrededor. Pocas cosas escapan a su mirada, escondida detrás de unas gafas de montura redonda que no ha sustituido en muchos años. Se podría decir que es un sibarita que disfruta plenamente de pocos y sencillos placeres.

 

Le gusta decir a los pocos amigos o conocidos que tiene que si le dijeran que le quedaban solo unas horas de vida, no haría nada. Simplemente seguiría fumando y escribiendo con su pluma, sin alterarse, ¿para qué? Por eso, le hacía falta huir de su casa y del estrés. No soporta las discusiones ni los enfrentamientos, menos aún con miembros de su familia. Claro que le preocupa su hija. Evidentemente la quiere ayudar, pero necesita tiempo. A las otras dos mujeres de su vida las quiere proteger también de miradas indiscretas. Ha concebido un plan y pobre del que se atreva a contradecirle.

 

La casa se halla muy cerca de la playa, en una zona residencial de lujo. Lo que más le gusta es el ascensor que lo lleva de una planta a otra sin tener que moverse apenas. Le encanta que todo esté robotizado, de manera que las persianas, las puertas,  la luz, los estantes de la biblioteca, el teléfono, los electrodomésticos y cualquier detalle que se le antoje responden al tono de su voz. Al suyo y al de Paul. Cualquier otro tono de voz es rechazado por la máquina que se halla en el sótano y percibido como un enemigo potencial. De tal modo que si alguien intenta acercarse a la casa, esta se convierte en un búnker. Es más, cuando un extraño se halla a menos de 200 metros, el edificio al completo desaparece bajo la tierra; es tragado literalmente por ella y cubierto de una masa forestal en unos minutos.

 

Paul no llegará hasta mañana. Está en un congreso de psiquiatría en San Francisco desde el martes. Hoy ya es viernes, ha pasado algo más de una semana desde que Leslie volvió de la universidad y se presentó en su despacho aquel día. Va a aprovechar para escribir y serenarse. Relee los últimos párrafos del capítulo de su última novela y continúa:

 

De camino hacia el hogar, ve un crimen: un chico asesina a sangre fría a otro por la espalda y él, sin saber por qué, hace varias fotos: de los dos chicos, del reguero de sangre, de los vecinos que salen al balcón. Nadie llama a nadie. Es un ajuste de cuentas. Ahora contempla las fotos en su despacho a la luz de un candelabro de cinco velas. Y se despierta en su interior la necesidad de conocer al asesino, de saber por qué ha matado. Amplia las fotos para descubrir algún detalle, alguna pista que le acerque al barrio donde viven, ese barrio de la “banlieu” de París en el que pasan cosas, cosas que le hacen vibrar. En su piso de les Champs Elisées lo único que rompe la monotonía son las disputas por el ascensor o las reuniones de vecinos. Los chicos que viven en el ático, en la buhardilla, son unos maleducados; bajan la basura en el ascensor y luego huele todo a pobre. También es desagradable cuando suben con la compra: nada de plástico, de modo que los olores de las verduras se mezclan con el aroma del ambientador que pulveriza cada día pacientemente el portero y la combinación es de muy mal gusto.

 

Baja a saludar a Paul, que acaba de llegar. Se abrazan efusivamente y un sentimiento de excitación y de bienestar recorre la médula espinal de John. Hace muchos años vivieron una relación más íntima. Ambos eran muy jóvenes y ponían a prueba la generosidad de sus cuerpos; la curiosidad los llevó a explorar el sexo entre dos hombres atractivos  y llenos de energía, que se sentían excitados por el morbo de la novedad. Él ya estaba casado con Miriam y Paul salía de otra relación homosexual. Ahora se conforman con una mirada, un roce, un saber que están ahí uno para el otro, para lo que haga falta. Le apetece mantener una larga conversación con él, pero su amigo solo desea meterse en la bañera, cenar algo y dormir muchas horas. Mañana desayunarán juntos.

 

Todo está saliendo a pedir de boca. Ha hablado con su mujer y sabe que se ocupará de Miriam. Las chicas vienen hacia aquí, será ya de noche cuando lleguen. Bueno, no vendrán directamente aquí sino que pasarán antes una noche en  Los gauchos, recuerda,  y él irá a recogerlas personalmente. El último tramo del camino lo harán juntos. Los pocos km que separan la casa de Paul de su finca no suponen ningún problema y pronto estarán todos a salvo en el búnker. María no ha estado nunca en  Los gauchos, es una sorpresa que le tenía reservada. Tiempo atrás le sirvió de lugar de encuentro con otros escritores y para ciertos turbios asuntillos de negocio, que le proporcionaron un buen dinero. Ya se encuentra viejo para asumir más riesgos y ha de blanquear un par de millones de euros. Para eso cuenta con especialistas… Gracias a Dios, su mujer nunca sospechó nada. Ahora la piensa renovar a fondo y espera que a ella le guste tanto como a él.  Llamó ayer a Rómulo & Remo para encargarles el caso. Ha trabajado con esa agencia varias veces.  Le han cobrado una buena pasta por el trabajo pero ha valido la pena. “Seguridad ante todo” es su lema. Si quieres calidad, has de estar dispuesto a pagarla. Le dijeron que mandarían a los mejores empleados, gente con experiencia y buenos modos. No había que asustar a las dos señoras. “Confíe en nosotros, no se arrepentirá. Trabajamos para políticos, gente de empresa o del mundo del espectáculo. Somos profesionales. No se arrepentirá, señor”. “¿Ah, que ya nos conoce?, ¿que es cliente nuestro? … entonces, ya sabe”.

 

Paul sigue durmiendo y él, satisfecho con el resultado de sus planes, se concentra en su novela. Se sirve una copa y continúa donde lo dejó. Se deleita con su personaje: una persona decidida, con ganas de nuevas experiencias, al límite de la ley, incluso violándola en ocasiones, en busca de sensaciones que lo hagan vivir a tope. ¡Eso es!, se le ocurre una nueva idea y se pone manos a la obra sin dudarlo.

 

Las fotos son muy buenas, piensa el escritor. Y siente que se halla ante una nueva etapa. Está preparado para avanzar en el camino del autoconocimiento y la superación. Se va a arriesgar a experimentar nuevos placeres.

 

―¿Y si me pongo en contacto con el chico, con el asesino? ―se pregunta entusiasmado.

 

―¿No tienes miedo? ―le interroga su otro yo.

 

En Juan, el protagonista de su novela,  escritor como él, conviven dos “yo” que discuten entre ellos. Su conciencia se halla dividida en dos, según su psiquiatra. Ese es parte del problema y también el origen de su éxito, piensa el escritor. Cuando una parte de él se asusta, la otra lo anima. Cuando ese yo “valiente” se enfrenta a un reto, el otro lo puede frenar y ahorrarle los peligros. Se trata de un equilibrio delicado aunque muy estimulante ysobre todo creador, inmensamente creativo.

 

 Se fija en un detalle de esa foto del asesino, un tatuaje en el dorso de la mano izquierda, que ha quedado bien expuesta cuando apretaba el gatillo del arma con la derecha. Tiene la forma de una media luna de color blanco o gris plateado sobre un fondo lila. No puede distinguirlo bien pero se puede hacer una ampliación. La pistola es de una marca muy conocida. Ha visto ese modelo en alguna parte.

 

Mañana volverá al barrio. Antes visitará a su psiquiatra para que le rebaje la dosis de la medicación por unos días. Siempre lo hace así para acceder con más facilidad a ese otro yo que lo empuja, a su yo más auténtico. De ese modo, vuelve la inspiración, como en los mejores tiempos. Solo así será capaz de visitar al chico y hacerle una propuesta.

 

John se prepara algo de comer y cena viendo una película. Se extraña de que sus invitadas tarden tanto. Ya deberían haberlo avisado. Decide esperar su llamada despierto y, al terminar la película, pone un disco de vinilo de su cantante de ópera favorita. Se recuesta en el sofá y a los pocos minutos cae en los brazos de Morfeo. Sueña como todas las noches con su hija. Están en el campus, ella lleva su diario en la mano y le dice que solo le falta el último capítulo, en el que el protagonista es él. No es el diario, es una novela con una portada muy extraña, no la consigue ver pero le recuerda a algo o a alguien que ha visto en las noticias, en internet o en la televisión, no lo sabe muy bien. Se despierta cuando la música llega a su fin y mira el reloj: las cuatro de la madrugada. Paul se mueve por la casa. Sale a su encuentro y John le pregunta si han llamado por teléfono.

 

―¿Quién tiene que llamar? ―le dice Paul, sorprendido─ tú nunca esperas llamadas o visitas cuando vienes a verme.

 

―¿No te lo comenté Paul? ¡Oh!, disculpa, con el trajín de estos últimos días se me había olvidado decírtelo.

 

─Bueno, ¿y a quién esperas, si se puede saber? ¿Tienes una amante o qué? ¿O te estás escondiendo de alguien? ─bromea, con ganas de sacarle a su amigo algún secreto─ Encuentro que últimamente estás un poco misterioso ─añade para pincharle.

 

John no sabe por dónde empezar y balbucea:

 

─¡Noooo!, si ya sabes que mi vida es muy aburrida. ¿Qué secretos podría yo guardar? Pobre de mí.

 

 Como no consigue disimular su azoramiento, se pone un poco colorado y le dice:

 

─Ya te lo explicaré con calma. No es sencillo.

 

―John, me tienes preocupado. ¿Te estás tomando la medicación? ¿Va todo bien?

 

―!Sí, sí!, no te has de  preocupar por mí ahora. Mi hija … mi hija es la que ha perdido la cabeza. De ella te quiero hablar … ─se para sin saber cómo proseguir y Paul se sienta a su lado atento a sus palabras─ La busca la policía …

 

─¿Cómo, John? ¿Por qué? ¿Me lo puedes explicar todo despacio, por favor?

 

─… porque ha matado a tres personas. ¡Es una asesina en serie, Paul …! Lo he leído en su diario. Y ahora me quiere matar a mí, su padre.─John llora desconsolado y se abraza a su amigo. Lo ha soltado todo sin pensar, sin explicaciones previas. Y su amigo apenas acierta a entender lo que está ocurriendo, lo que pasa por la cabeza de su paciente. Con motivo o sin él, la verdad es que se halla muy alterado.

 

Ya se lo ha contado y se siente un poco mejor pero su vista está nublada, su mente en otro sitio y no puede escuchar las palabras del psiquiatra.

 

 

―¡Tranquilízate, John, venga! Eso no es posible. Pero, ¿qué me estas explicando? ―le dice, intentando calmarlo. La excitación de su amigo aumenta  y empieza a sufrir un ataque de ansiedad. Paul añade como para sí:

 

 ─Ya decía yo que no te veía bien.

 

―Paul, no me crees, ya veo. Ahora llegarán María y Miriam y te lo contarán con detalle. Bueno tengo que salir a su encuentro; por eso te comenté que tenían y tienen que llamar …Ya verás como tengo razón. Tenemos que encontrar a Leslie, tenemos que protegerla. ¡Ayúdame, por favor!

 

―Bueno, John, estoy seguro de que lo que me estás diciendo se aclarará. No pienses más en ello … ―le dice en el tono calmado que usa con sus pacientes.

 

―Venga, Paul, que te conozco. No me trates ahora como a un enfermo que …

 

―Tómate esto y vete a dormir, por favor. Yo esperaré a tu mujer y a Miriam. ¿De acuerdo?

 

John se ha enfadado. No lleva nada bien que su mejor amigo sea también su psiquiatra. Tal vez esa fue la razón de que la relación amorosa y sexual llegara a su fin. Él empezaba a notar los efectos de una enfermedad que le cambió la vida por completo. Paul estuvo allí, por suerte, para ayudarle, pero nunca más lo pudo ver como al amante al que seducir en una noche de placer sin tapujos; desde entonces, no se sintió tan libre como para abandonarse a sus deseos e impulsos. No fue un problema de la medicación, no le provoca efectos secundarios, aparte de la propensión a engordar. Su libido continuó intacta, su cuerpo siguió respondiendo a sus deseos pero su mente ya no le enviaba los mismos mensajes de afan de seducir, se sentía inseguro. Lo superó escribiendo, entre otras cosas; fue y es una buena terapia para su dolido ego.

 

―¡Déjame en paz!, que yo ya sé lo que tengo que hacer. Es mi hija y la conozco mejor que tú―le contesta John, de muy mal humor, y desaparece escaleras arriba murmurando que ya no se puede confiar en los amigos y que él está perfectamente, que nunca estuvo mejor.

 

Paul se ha quedado solo pensando. Imagina que John ha vuelto a hacer de las suyas y no se toma la medicación como debiera para así conseguir alcanzar temporalmente ese estado de gracia en el que la inspiración llega de nuevo y le permite escribir esas obras maravillosas. Claro que lo entiende. Solo va a tener que vigilarlo más de cerca. Forma parte de su trabajo y, tratándose de un amigo como John, lo hace con mucho gusto. Sin embargo, decide no adelantarse a los acontecimientos. Si es verdad que han de llegar las dos chicas, podrá hablar con ellas y hacerse un cuadro más aproximado de la situación. Es raro pero no se han llegado a conocer. John era su paciente y, cuando se hicieron amigos, no quiso nunca que conociera a su familia. Bueno, hace memoria, a Miriam si la ha visto un par de veces cuando acompañaba a su hija Leslie a la consulta. A su mujer, María, no la conoce, solo han hablado un par de veces por teléfono. Tal vez podría ponerse en contacto con ellas. El número de móvil de Miriam no lo tiene. Entonces llama al fijo de casa de John un par de veces pero nadie lo coge. Por un instante duda si llamar a Leslie, pero prefiere no molestarla de momento. ¿Qué le iba a decir? Si ella lo necesita, lo llamará, como hace siempre. Mantienen una muy buena relación basada ante todo en el respeto mutuo. En opinión del psiquiatra, Leslie es un poco  rarilla como el padre pero siempre ha demostrado ser una persona madura y sensata. Además, a lo largo del ejercicio de su profesión ha aprendido una cosa: siempre es más inteligente esperar a que el paciente solicite la ayuda. Las precipitaciones no son nunca buenas consejeras. Por norma general, es el paciente el que toma la iniciativa de pedir ayuda cuando está receptivo para aceptarla. Medidas de fuerza son generalmente contraproducentes. Claro que hay casos y casos, a pesar de todo. Y esta familia de pirados se las trae …

 

 

Capítulo cinco. ¿Dónde está Leslie?

 

Leslie ha vuelto al lugar del crimen, como pasa en todas las novelas. Sentía una atracción irresistible por volver a Berkley. Ni siquiera se lo ha pensado. Tiene que improvisar y rápido. No es su estilo y eso la pone un poco nerviosa. Ha viajado en tren porque ya no dispone de coche, lo cual le ha permitido apuntar algunas cosas en el nuevo diario que se ha comprado. El primero era una impresión que hacía de lo que iba escribiendo en el ordenador, pero se siente más segura escribiendo sobre papel. El diario también se lo pueden robar, claro,  pero es que le da la sensación de que alguien ha estado entrando en su cuenta: la facultad de informática está llena de hackers; lo sabe por Martin, que también lo es. También ha disfrutado de la conversación con sus compañeros de trayecto. Es tímida pero muy segura de sí misma, desprende una gran confianza en sus posibilidades y es una buena comunicadora. Cuando coge confianza, su sentido del humor es brillante. Se ha vestido con esmero, como siempre, y lleva el pelo negro recogido en una trenza que le cruza el pecho. Las botas de tacón afilado y la chaqueta de cuero le acaban de dar ese aire tan sexy que seduce a todos los chicos que la tratan.

 

Se ha permitido el lujo de comer en el vagón restaurante. La ensalada de aguacate está deliciosa con gambas. La ha saboreado sin prisas, acompañada de un buen caldo de la región, una hora antes de llegar a su destino. Cuando tiene un plan a la vista, le entra hambre. Sin embargo le gusta cuidarse. Eso también lo ha heredado de su padre. Ha visto con asombro fotos de cuando era joven y guapo. Leslie hace mucho deporte y así consigue mantener su figura a raya. De nuevo en su asiento, se relaja: el sol entra por la ventana del vagón y la modorra que le ha producido el vino, unida a los nervios de lo que le espera, la invitan a echarse una pequeña siesta reparadora. Solo faltan veinte minutos para llegar, lee en su reloj de pulsera, el que le regaló papá, un Rolls Royce de oro que brilla al sol de otoño.  La despierta el aviso por megafonía. Hay que activarse.

 

Es una mujer bien preparada porque, por suerte para ella y desgracia para sus padres, ha empezado un montón de cosas que no ha terminado. Probó primero con Imagen y Sonido y lo dejó para estudiar Biología. La carrera la abandonó al segundo año por un trabajo de publicidad que le permitió vivir muy bien unos meses. La paciencia no es su fuerte y compaginó el trabajo de modelo con el de camarera en un bar. Fueron unos años muy intensos en los que dormía poco y recurrió a algunos estimulantes para soportar el ritmo. Noches de trabajo que terminaban frecuentemente en la discoteca o en alguna fiesta privada, en las que circulaba todo tipo de droga. Lo probó casi todo y tuvo la lucidez de darse cuenta de que no le convenía en absoluto y la fortaleza de dejarlo. Tenía entonces un motivo de peso: quería ser piloto y la salud era el requisito básico para superar las pruebas de selección. Pero sus padres habían perdido la confianza en ella; ya no esperaban que terminara ninguno de sus estudios. Por eso, no se animaron a pagar los millones que costaba el título privado de piloto y le propusieron que se matriculara en Ingeniería aeronáutica. Ya ha cumplido 28 años y es hora de sentar la cabeza, le dice algo en su interior.

 

Con su novio Martin se llevaba bien, estaba muy enamorada y se quedó embarazada porque dejó de tomar la píldora a propósito. El chico se enfadó con razón, piensa ahora. Un hijo es cosa de dos y no se lo consultó. Ahora se siente sola y abandonada. ¿Por qué sus padres no confían en ella? No es una chica perfecta pero no ha hecho nada malo, solo jugar un poco. ¿Qué culpa tiene si no puede soportar a las personas débiles o poco inteligentes? Y con los chicos le pasa lo mismo: los domina y después se siente mal al comprobar que van detrás de ella como corderitos. ¿Dónde están los hombres de verdad? Ha tenido varias relaciones y está ya un poco decepcionada. Tendrá a su hijo sola. Pero, ¿cómo lo va a cuidar si ni siquiera es capaz de cuidar de sí misma? Está segura de que no quiere abortar, como le ha propuesto su madre. Siempre lo puede dar en adopción si las cosas se presentan muy mal. Solo está de dos meses, tiene todavía mucho tiempo por delante, se dice a sí misma para tranquilizarse.

 

La han llamado a su móvil decenas de veces, su madre, su padre y María. Le han dejado mensajes, le han pedido que vuelva, hasta le han ofrecido un refugio para que la policía deje de molestarla. Sin embargo, tiene miedo de que no puedan protegerla y ha preferido escapar. Su padre le ha mentido. No ha sido capaz de abordar la cuestión, ni esta ni las anteriores, no ha respetado ningún pacto en lo que hace referencia a la empresa, y ha huido. Pues ella hará lo mismo. Sabe dónde puede hallar protección por un tiempo. En la universidad se creó hace unos años un grupo de apoyo a los inmigrantes que vienen a estudiar con una beca desde países del oriente próximo y deciden quedarse en el país. Ella ha trabajado activamente con ellos. Es una magnífica organización que agrupa a musulmanes, judíos y cristianos y, entre otras cosas, dan conciertos por todo el mundo. Ella aprendió a tocar el violín de pequeña y ha vuelto a practicar. El ambiente que se respira en el grupo es maravilloso y le ayuda a olvidar sus problemas. Pero antes debe encontrar a Sara. Tienen un asunto pendiente.

 

Se dirige a su habitación de la residencia sin ver apenas a nadie. La mayoría deben de estar preparando los exámenes y el bar está casi vacío. Apenas un par de grupos de estudiantes que no la conocen. Se toma una bebida sin alcohol, charla un poco con el camarero y se mete en su cuarto. Todo sigue en orden, excepto que el diario ha desaparecido como suponía. Está claro que su padre se lo llevó. El muy cabrón … ¡Hay que joderse! Ahora sí que va a tener que tomar precauciones. Ha hecho bien en venir. Agotada se mete en la cama y vuelve a revivir el sueño de otras ocasiones:

 

Van en el coche, Martin y ella. Hay otra persona a la que no puede reconocer por más que se esfuerza. Le ve los ojos y los pies, solo eso; el resto está cubierto por una túnica, una especie de burka. El coche va a gran velocidad, ella conduce pero no puede frenar. Lo intenta y cada vez que pisa el freno, se equivoca y le da al acelerador. Se pone a chillar y se despierta sudando. Siempre la misma pesadilla. ¿Quién será el acompañante misterioso que no consigue identificar en el sueño? Ha de reconocer que echa mucho de menos a Martin, él era casi su único amigo y le cuesta acostumbrarse a su ausencia. Las charlas a medianoche, las escapadas con el coche, hacer el amor a todas horas… su mirada sincera, sus manos … es algo que no volverá a tener. ¿Por qué tuvo que pasar? Tiene la sensación de que su chico todavía la escucha, de que sigue con ella de algún modo. Intenta volver a dormirse. Tal vez consiga soñar con Martin, sin pesadillas, un sueño bonito y tierno, lo necesita. Mañana será otro día, suspira esperanzada.

Capítulo seis. Camino de Arizona

 

Son las siete de la tarde, empieza a anochecer y hace frío. María se siente muy alterada y disgustada consigo misma: “¿cómo se ha dejado convencer tan fácilmente por John?”, “¿qué están haciendo aquí a estas horas de la noche porque al loco de su marido se le ha ido la cabeza?”  Ya hace diez minutos que esperan y no aparece ningún coche blanco con los cristales oscuros. Miriam ha entrado a comprar algo de comida mientras ella escruta con la mirada el horizonte. “Esta gasolinera no tiene turno de noche”, le dice el encargado acercándose a ella con curiosidad, ¿esperan a alguien?, ¿las puedo ayudar en algo?, continúa atento. María intenta quitárselo de encima con monosílabos y algún movimiento de cabeza, pero el hombre insiste en que ha de cerrar y que no es recomendable que se queden las dos en el exterior solas.

 

─No se preocupe, nos vamos enseguida ─lo tranquiliza─nos habíamos quedado sin pan.

 

─Su amiga ha dicho que esperan ustedes a alguien ─le dice asombrado el buen hombre. No entiende por qué las dos mujeres han dado versiones tan distintas y la preocupación altera su tono de voz cuando anyade: No es nada razonable que se queden aquí. Permítame que insista, senyora. Hace poco que ya tuvimos un disgusto …

 

María no lo deja continuar: “Le digo que no se preocupe, gracias, ya nos vamos.” Mientras en su fuero interno reconoce que volver a casa sería lo más sensato ahora que todavía están a tiempo. Todo resulta tan ridículo que le parece estar viviendo una pesadilla o una película de terror si no fuera porque tiene su lado surrealista. Ella es una mujer con los pies en el suelo y la cabeza en su sitio. Las decisiones que ha tomado su marido en los últimos días no la convencen. No le parece bien que no se lo haya consultado. A decir verdad, hace unos meses que lo nota más raro que de costumbre, que ya es decir, que habla menos y que se esconde más a escribir. Se da cuenta de que sus vidas han tomado caminos diferentes, habitan en mundos paralelos que no se cruzan más que en contadas ocasiones como esta.

 

Se apoya en la barandilla que separa la zona de recreo de los surtidores de gasolina mientras  se pregunta curiosa: “¿quién es ese tal Paul del que he oído hablar tantas veces y no he llegado a conocer?” Si no fuera porque sabe que su marido es totalmente heterosexual, le asaltarían ahora mismo algunas dudas. ¿Qué tiempo hace que no se acuestan juntos? ¿Cuántos meses hace que no hablan tranquilamente de sus cosas? Y lo que es peor, no recuerda la última vez que se rieron  o se sentaron a mirar la tele como una pareja normal. ¿Qué le está sucediendo a su matrimonio? Olvida todos esos pensamientos cuando ve salir a Miriam por la puerta con aquella expresión de inocente que nunca ha roto un plato. Es una mujer encantadora y le cuesta entender qué John la perdiera tan pronto, muchos años antes de conocerla a ella. Le cae muy bien y son grandes amigas.

 

Justo en ese instante aparece el coche, un hombre moreno, bien afeitado, con traje y corbata, se baja del asiento del copiloto y se presenta como el amigo de John que tenía que pasar a recogerlas. Las invita a subir al vehículo y les dice que las lleva a un sitio seguro. El conductor no se da la vuelta para saludarlas y María sigue pensando que todo es un error. Se alegra interiormente de llevar consigo el número de teléfono de Mike, el detective que vive muy cerca de su casa. La excursión resulta ser má larga de lo previsto y Miriam se duerme al cabo de una hora mientra ella se mantiene despierta durante todo el trayecto intentando memorizar la ruta. De vez en cuando hace fotos con el móvil de Miriam. Por suerte, la autopista está bien iluminada. El amigo de su marido les comunica que en un par de horas habrán llegado a su destino y se reunirán con John. A María le ha pasado el tiempo sin darse cuenta cuando ya se divisa la salida que han de coger: dirección Phoenix (Arizona), lee en el panel iluminado. “Pero, ¿qué están haciendo en el estado de Arizona?”, se pregunta. Todavía faltan 20 km. El hambre corroe su estómago mientras sus dedos se deslizan por el cierre de la bolsa de los bocadillos. Miriam ha sido muy precavida al comprar casi una docena, de jamón, de queso, de atún… toda la tienda. Y otra docena de ensaladas con diferentes salsas frías. Despierta a Miriam y los cuatro comparten la cena en los asientos del coche, sin detenerse. “¿A qué vienen tantas prisas?”, pregunta María en voz alta a los dos hombres, pero no obtiene respuesta. Incluso Miriam se ha animado y se incorpora para mirar por la ventana y hablar con su amiga en voz baja. Con la barriga llena se han acallado algunos de sus temores. Ya están muy cerca de su destino y lo único que desea es ver a John. “¿Le dará alguna explicación convincente para todo este follón que ha organizado?

 

Han dejado la autopista y conducen por una carretera polvorienta interminablemente larga, a ambos lados de la cual el paisaje invita a la contemplación. Fincas dispersas  adornan con sus muros encalados la soledad de la tierra sin que ruidos de animales o de personas  alteren el silencio de la madrugada. Llegan a una casa de tejado gris y paredes blancas, “que algún día lo fueron”, piensa desconsolada. Han viajado durante casi toda la noche y ya empieza  a amanecer. Los rayos del sol de noviembre no consiguen calentar los ánimos de María. Con desgana se baja del coche, saca las bolsas del maletero y le pregunta al tipo que las ha acompañado hasta la puerta:

 

─¿Nos va a dejar aquí solas? ¿Dónde está John?  ─Se imagina que de un momento a otro las van a encañonar con un rifle y las meterán en un cuarto sombrío.

 

Pero el hombre únicamente le sonríe y le pide un poco de paciencia:

 

─John llegará de un momento a otro. No se preocupe, señora. Podemos llamarlo por teléfono desde la casa.

 

Ella no quiere entrar pero, por otro lado, piensa que no puede negarse ni va a intentar escapar… “¿a dónde podrían ir?” La suerte está echada. Nunca debió meterse en el coche de un desconocido. Todo le parece una tremenda locura. Con la cabeza baja, agarrada a Miriam, que no abre la boca, sigue a los dos hombres. El ambiente del interior es desapacible, frío y oscuro. No hay electricidad y se iluminan con linternas. Antes de entrar ha podido leer el nombre que figura en lo alto de la fachada: Los Gauchos. El caballero del traje azul consigue encontrar los plomos y se hace la luz. Entonces se dirigen todos a una sala enorme y los dos individuos se separan algo de ellas y empiezan a discutir:

 

─Joder, macho, esto es una pesadilla. ¿Qué hacemos ahora con las tías? Aquí ha habido un error. ¿Tú estás seguro de que ese tal John fue el que nos hizo el encarguito? ─le pregunta desconsolado el que ha conducido toda la noche al del traje, que parece ser el jefe.

 

─¡Tranquilízate, Gregor! Yo también creo que esto se nos ha ido de las manos. ¿Por qué no aparecerá el cabrón ese, hijo de la gran puta? Nos pueden acusar de secuestro y con nuestros antecedentes, no te digo, nos meten en chirona en menos que canta un grillo.

 

─Pues llámalo de una vez, coño, que no pareces el jefe. A ver si voy a tener que hacerlo todo yo …─le responde muy cabreado Gregorio.

 

─¿Y qué te crees que he estado haciendo hasta ahora, capullo? Se ha esfumao,  el número de móvil al que llamo no existe. O eso es lo que responde la operadora cada vez.

 

─¡Calla, calla, que vienen!

 

María ha aprovechado para llamar a su marido desde el móvil de su amiga. Salta el contestador y le deja un mensaje: “Estamos en Los gauchos, ven pronto”. Las dos mujeres se están oliendo algo y la tensión crece por momentos. Al parecer su marido tiene otro móvil y ella no sabe el número. Tiene la horrible e inquietante sensación de que hay más cosas que no sabe de él. ¿Qué tienen que ver estos dos tipos con John? Es algo que no le entra en la cabecita.

 

─Deme el número al que están llamando a mi marido. Lo quiero localizar inmediatamente y aclararlo todo de una vez –le dice María al jefecillo.

 

─Está en la agenda ─le contesta muy sorprendido, acercándole el aparato─ Tenga, usted, puede probarlo usted misma. “Vaya con estas tías”, piensa. Y añade en voz alta:

 

─ Lo puede usted  intentar pero no existe el tal número, hay algún error …

 

─¿Quéeeeeeeeeeeeee? ¿Un error? ─María ya ha perdido toda la paciencia.

 

De la discusión posterior no saca nadie ninguna conclusión. Los dos hombres parecen estar realmente sorprendidos por el curso de los acontecimientos y se hallan tan desconcertados o más que las dos amigas. El cliente ni aparece ni contesta al teléfono. Y en esos momentos grita Gregor:

 

─Siento comunicarles que nos hemos equivocado de gauchos. Yo … solo he seguido las indicaciones del navy  y …

 

─¡¡¡Joder con el tío este inútil!!! Pero, ¿qué estás diciendo, gilipollas? Es que yo te mato … Así no se puede trabajar.

 

─Pues que ahora compruebo que hay otra finca con este nombre ─se atreve a susurrar en voz baja─ en California. Allí deberíamos haber ido. Allí nos debe de estar esperando furioso el señor ese. Nos hemos dado este paseíto para nada.

 

El del traje azul lo agarra por el cuello y lo aplasta contra una de las paredes encaladas. Cuando lo suelta, Gregor se sacude el polvo y empieza a reír, un ataque de risa nervioso. Ha sido un error y eso parece aclararlo todo por el momento. En realidad, María no tiene ni idea de lo que debe pensar. Su mente se ha quedado en blanco y se deja llevar por el cansancio: “el espectáculo de los dos hombres discutiendo es de mala película de policías y ladrones”, piensa. Le recuerdan al gordo y el flaco. No puede evitar reírse también y mira a Miriam:

 

─ No podemos hacer otra cosa que tomárnoslo con filosofía y esperar, amiga mía. Esto es el acabose ─le dice guiñándole un ojo. Miriam no se atreve a decir nada, solo admira en secreto el temple de María.

 

En unos minutos acaban todos riéndose de la situación a carcajadas y el ambiente se relaja lentamente. Se sientan a la mesa y comparten los restos de la comida y después beben juntos a la salud de John. Es un buen vino de la región, famosa por sus caldos,  y acaban bebiendo más de la cuenta. Deciden finalmente por mayoría que lo mejor sería volver a coger el coche y desandar el camino. Sin embargo, tantas emociones los han agotado y van cayendo como moscas en los sofás que hay desparramados por el amplio salón.

 

María es la primera en despertarse. Descansada y relajada, puede pensar con claridad. Lo más importante es ponerse en contacto con su marido y tener la oportunidad de  explicarle dónde se encuentran. El número de móvil que John les dio a los chicos no es el suyo. Está claro que no desea que ellos se pongan en contacto con él por motivos de seguridad. Ella no recuerda el número de móvil auténtico y ha destruido su precioso Samsung y la tarjeta en la que estaban todos grabados. ¿Qué hacer? Se pasea por la casa con el móvil en la mano. Lo ha vuelto a encontrar en la mesa, donde lo dejó Gregor antes de quedarse dormido.

 

“Esta es la mía”, se dice confiada, mientras se aleja para no despertar a nadie.  Tengo que encontrar el apellido de ese psiquiatra. No era muy difícil. Sabe que empezaba por “h” y se pone a buscar en Google. En la lista de psiquiatras de Santa Bárbara hay varios que empiezan por “h”, marca el prefijo de California y prueba un par de veces. Le sale un señor malhumorado, una niña que habla español como ella, un chico que intenta ligar… Y, por fin, acierta. Le parece reconocer la tranquila voz de Paul, a pesar de que solo ha hablado un par de veces por teléfono con él. Se pone tan contenta que no le salen las palabras.

 

―¡Paul!, ¿Paul Hibligs? ¡Qué alegría!, ¿eres tú? ¿Sabes quién soy? ─se desahoga, a pesar de que no se han visto nunca─  María …, la mujer de John Brown, te llamo desde Phoenix-Arizona. ¿Me oyes bien?

 

―Sí, claro, María, encantado de hablar contigo. ¿Cómo estáis? Y … ¿Qué hacéis en Arizona, tan lejos? Pensaba que os dirigiáis hacia aquí, o eso creí entenderle a John ─le dice con la voz entrecortada por la sorpresa y sin saber muy bien cómo tratar a la mujer de su amigo, esa desconocida, en circunstancias tan particulares─ “Demasiadas novedades en un solo día”, piensa, desconcertado.

 

―Bien, bien. Ha sido una experiencia un poco extraña, ya tendremos ocasión  de hablar con calma. Lo importante es que, por favor, tomes nota de donde estamos… ―añade con cierto nerviosismo en la voz al ver que se acerca Gregor.

 

―¿Seguro que estás bien, María? Dime, cojo un papel y apunto.

 

 

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