LA CALESITA

   Está un loco en una calesita

   casi desnudo y con la vista enferma

   Y daba vueltas y se sonreía

   Y silbaba bajo por no molestar

Fito Paez.

Hice la llamada reglamentaria de todas las mañanas y ella contestó: “Buenos días Joao, ¿te dije alguna vez que no hay nada mejor que tu voz despertador”

Con la sonrisa entre los dientes me levanté, en el baño me miré al espejo y sentí que no existía otra cosa más allá de ella y la Fender, que siempre me respondía con rabia cuando yo quería y con tranquilidad cuando la necesitaba. Ana era así también. Mis dos amores, pensé.

Me mojé la cara con agua helada y me lavé los dientes, me vestí y me quedé en la habitación un poco más para acariciarla un rato. No pude tocar ni dos acordes, “Stairway to heaven” se me quedó atragantada, enseguida sentí la voz estridente, como un mosquito taladrándome el tímpano, “Joao! dejá la mierda esa de una vez, que son las siete de la mañana!”

Mamá no podía evitar odiarla, como yo no podía evitar amarla. Siempre decía que no perdiera el tiempo, que hiciera algo útil.

No contesté. Pero la verdad es que me subió un calor por la garganta, me sentí extraño, y al final conseguí tragar. Dejé la guitarra apoyada en la almohada como cada día y bajé a desayunar. Le dí un beso a la abuela, a mamá y a Luiza y salí por la puerta, cigarro en mano camino del taller.

Cuando iba por catorce y el dedo índice negro de pegar en cada barrote reaccioné, los contaba uno a uno mientras pasaba contra la reja del colegio del barrio, igual que antes había contado las veces que se movía el cepillo en mi boca y las que había tirado agua en mi cara. A veces me reía, a veces me asustaba.

Aparentemente un día como los demás. La media luna a las nueve y media, las súplicas para que fuera a “El Basilón” a tomarme algo, la visita de Ana a medio día con tortilla y milanesas, en fin, un jornal más en el taller del tío Eduardo. Pero había algo que no era como siempre, estaba nervioso y sentía un torrente de imágenes superpuestas en mi cabeza, me caían por los ojos sin parar, y muchas voces que venían desde mí no me dejaban concentrar ni en el trabajo ni en las conversaciones.

Al final esa noche salí temprano con la impresión de tener atada la garganta, igual que esa mañana. Ana hacía guardia toda la noche, y la verdad no tenía ganas de volver a casa, a no poder tocar, a estar en el silencio de la tele de fondo. Pensé por un momento en El Basilón, pero desistí enseguida, estaría, si se podía, más incómodo todavía, rodeado de tres hombres rebosantes de felicidad.

Acabé donde siempre, donde no quería, porque me dejaba con la culpa clavada en la sienes, porque ir a ver una película porno a un cine porno, no tenía nada de malo, pero sabía que Ana no lo entendería. Igual estaba incómodo, tanto como si hubiera terminado en el pub, pero poco a poco ese sentimiento se desvaneció.

Fue una noche perfecta, ahí estaba Marc, haciendo lo mismo que yo. El escapaba de sus voces y yo de las mías.

Marc tenía 47 años y venía de España. Este personaje tenía para mí una historia increíble, envidiable, pero sólo hasta cierto punto. No sabía cómo había llegado a Private, un cine porno ubicado en la calle Convención, entre San José y Soriano, en un país que estaba a años luz de su España natal. Nunca había oído de Uruguay más que el nombre y unos cuantos comentarios sobre un presidente pobre.

No nos habíamos dado cuenta de que la película había acabado hasta que el acomodador del cine apareció encandilándonos con su linterna para decirnos que teníamos que abandonar la sala. Salimos y nos metimos en el primer boliche que encontramos. Yo tenía necesidad de hablar, pero Marc me las triplicaba, venía ahogado, con la lengua atada durante todo el viaje en quién sabe qué medio de transporte.

-Te escucho -le dije-, pero mientras cenamos. No había comido nada desde las milanesas de Ana, y él no podía calcular cuantas horas hacía desde la última vez que había probado bocado, así que pedimos algo. Le sugerí la Napolitana, no falla, pero no pudo creer encontrar en la carta “paella valenciana” y fue imposible resistirse a la nostalgia. Mientras engullíamos seguimos la charla, el vino y yo una Patricia bien fría, la cerveza es lo que mejor me sienta.

Marc no sabía cómo pero se transportaba. Hoy estaba en Uruguay, había decidido ser mi amigo, mi confesor y mi confidente, pero sabía que un día se despertaría en Africa o en Groenlandia, o tal vez volviera a Valencia, a despertarse junto a una mujer que ya no conocía, para la cual no había transcurrido el mismo tiempo que para él.

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