CAPÍTULO I

Las figurillas talladas, en algún material que imitaba la madera, no dejaban de llamarme la atención. Realmente estaban muy bien definidas. La trompa, las orejas, el contorno del cuerpo, incluso, las extremidades. Todo resultaba armónico y, por qué no decirlo. Agradable. Aunque, no se trataba de un asunto estético. Iba más allá de cómo encajase  en aquella composición de ornamentos de oficina de caoba oscura y fondos monocromáticos color crema. Lo que daba golpecitos en la curiosidad, como aquel juego de bolas de feng – shui que no cesaban de chocar unas entre otras, y crear pequeñas explosiones de sonidos metálicos y armoniosos, era el por qué, determinados entendidos de la mente, (así me gusta llamarlos), salpican sus fachadas, con pinceladas de esoterismo urbano. Unas veces, se dejaban ver, en forma de piedras, cristalinas, vivas, opacas, coloristas. Otras, en cambio, podían ser máscaras tribales, lanzas, tambores que parecían recién expuestos en algún mercadillo urbano de Nairobi. Y en este caso, elefantes. De multitud de tamaños, y formas. (Me imagino que todos africanos). Aunque, eso sí, todos con la trompa inclinada hacia el techado.

El paisaje era bastante sobrio, solamente la librería rompía el letargo de la linealidad. Multitud de libros, mal ordenados y apilados, rozaban la sublevación: Maquiavelo junto a unos tratados de psicología yungiana. La inteligencia emocional de Goleman, encima de las obras completas de Bécquer. Y justo, al lado de una ventana de imitación en madera, una reproducción de los girasoles, de Bangkok. – Podría tratarse del cuadro más versátil de la historia. – pensé, al mismo tiempo que iniciaba una sonrisa algo forzada, que evitaba contener una carcajada.

Alberto Braün. Así se llamaba el profesional que encontré en su propia página web, después de leer un elaborado artículo sobre los implantados. Desde hace escasos años, los primeros casos de personas con este tipo de implantes que demandaban ayuda profesional, estaban saliendo a la luz. Y, como buen árbitro, el propio mercado se encargaba de que profesionales especializados en tratar a la generación del implante, entrasen en escena.

La mayoría eran terapeutas, psicólogos, coaches, con formación en programación neurolingüística, hipnosis ericksoniana, terapias transpersonales, que se habían actualizado, o, especializado, en este tipo de cliente o paciente.

Nada de otro mundo. Aunque, por los resultados, experimentados en algún conocido, parecían funcionar.

Berto, así me dijo que le llamase cuando contacté con él la semana pasada, se había dejado crecer la barba, y las canas, que pujaban por ganar cada vez más terreno, le daban un aspecto bonachón y tranquilo. Eso también me hacía sentir bien. Parecía rondar los cincuenta, aunque quizás me basase más en la pronunciada curva que sobresalía por encima del pantalón y que con la ayuda de un par de tirantes marrones se encargaban de distribuir eficazmente aquella especie de globo aerostático. Al saludarnos, me dio la impresión de que era algo más bajo que yo, aunque tampoco podría asegurarlo.

Una especie de papá Noel, a escala real. – pensé, mientras me dejaba caer en el robusto sillón de cuero negro, no sin antes observar como Berto, cuadraba, con ambas manos, unos folios que tenía ante su escritorio.

– Sí te parece, Nacho, comentamos el aspecto formal de las sesiones. – exclamó, sin dejar de sonreir.

Sus chispeantes ojos desnudos, detrás de sus gafas de pasta marrón, parecían querer ir directo a algún lugar, más allá de los míos–. – Aunque, me sorprendió, sentir que no era una actitud de intromisión, sino más bien que se encaminaban a iniciar una conexión. –

– nos reuniremos una vez por semana en este despacho, y las sesiones durarán en torno a los 50 minutos, aunque sí nos excedemos, tampoco será un problema… – proseguía Berto con una explicación que olía a trámite.

– un estribillo de una canción de Suede, que, actualmente, escuchaba a todas horas, ocupó uno de mis canales, mientras el bonachón de Berto, me informaba de una especia de alianza que llevaríamos a cabo en cada sesión.

Oh but when she is calling here in my head
Can you hear her calling
And what she has said?
Oh but when she is calling here in my head
It’s like a new generation calling
Can you hear it call?
And I’m losing myself, losing myself to you

Siempre que algo no me interesaba demasiado, o, cuando llegaba algo a mi cabeza que me atraía más, solía alternar los canales de pensamientos que en ese momento concurrían. Aunque, con el paso del tiempo, he perfeccionado esta técnica, de modo que no sólo llego a comprender el 90% de lo que me cuentan, sino que, además mi semblante se asemeja al mejor oyente que se pueda encontrar.

A continuación, Berto mudó de discurso. A uno más comprensivo y empático, me pareció percibir.

– me gustaría que construyésemos una pequeña alianza, dijo Berto mientras arrastraba su sillón unos centímetros más hacia mi posición.

Permanecí, esta vez, atento a sus palabras. Aquel hombre tenía una habilidad, casi hipnótica, para hacer que te fijaras en él. – Debe ser su tono de voz– pensé, sin dejar de mirarle.

– ¿una alianza?, ¿puedes explicarte un poco más?– le pregunté, adoptando un tono de voz más grave. En realidad, imaginaba de lo que me hablaba, aunque siempre tenía la costumbre, (útil, a tenor por el alto grado de satisfacción que obtenía a la hora de decantarme por un determinado servicio), de observar y comprobar, in situ, sí aquello que iba a contratar encajaba con mis expectativas.

– Perdóname, Nacho. Se trata de que expresemos qué actitudes, cualidades, requisitos  queremos que estén presentes en nuestros encuentros. Cualquier cosa qué necesites para sentirte a gusto.  Por mi parte, estarán presentes, la confidencialidad,  el respeto, la generosidad, el reconocimiento– explicó Berto pausada y armónicamente. Me daba la impresión de conocer a Berto de hace tiempo. Sí estaba tratando de crear un espacio de confianza, realmente lo estaba logrando. Aunque el origen de lo que estaba sintiendo no estaba basado en un entrenamiento de habilidades, o en el contenido de  una maleta repleta de experiencia, sino en su autenticidad. Apostaría a que sí después de la sesión nos fuésemos a tomar una cerveza al bar de la esquina, su actitud, y su forma de comunicarse seguirían siendo las mismas. Y pocas veces erraba. Bastaba con saber mirar a los ojos.

– Por mi parte, me parece perfecto– le respondí satisfecho.

– También me gustaría decirte, Nacho, que tengo que pedirte permiso para dejarme que te interrumpa, cuando sea necesario. Y también para retarte. – propuso Berto, aunque esta vez, había dejado descubrir otra faceta que me pareció más circunspecta. Algo que lo identifiqué con la verdadera esencia de su profesión, y que no era otra que conseguir objetivos.

– Permiso concedido. – exclamé, mientras le dirigía una mirada comprensiva y confiada. – ¿cómo puedo ayudarte, Nacho?–. Las palabras, del coach, se enroscaron suavemente sobre mi pecho y me llevaron, a buscar en mi interior para recuperar imágenes y sensaciones que permanecían varadas en algún lugar de mi memoria.

– ¿ahora mismo? – le respondí, mientras entrelazaba, una y otra vez, las manos. – señal, de que me sentía un tanto incómodo, y de que evitaba entrar en ese túnel que se abría ante mí. Su sonrisa seguía siendo afable y protagonista y no se había encubierto desde el inicio del encuentro. Sin embargo, era su claridad, similar a la de un dardo que impacta en el centro, la que me hacía sentir incómodo y huidizo

–la verdad, es que no sé sí me vas a poder ayudar. Quiero decir… que no sé cómo me puedes ayudar. – Acerté a confesarle lo que me preocupaba.

Notaba que mi cuerpo se tensionaba, en un intento de abortar la idea de sacar a la superficie aquello que había traído hasta aquí. Me sentía arrinconado, por la neutralidad de la presencia de Berto. Era cruda, casi transparente. Era como visualizarme reflejado en un espejo.

Berto, permanecía en silencio, con las palmas apoyadas sobre sus muslos y la espalda inclinada ligeramente hacia delante, como esperando una respuesta.

– no quiero morir, Berto. ¿Es eso un reto? –.Le respondí, en un tono serio y dramático, como sí acabara de expulsar una criatura demoniaca sedienta y hambrienta, mientras me asía, rozando la vehemencia, a ambos brazos del sofá. Esperaba encontrar en el coach, alguna reacción de sorpresa, contrariedad, incluso miedo, habituales cuando dejas caer ese lodazal encima de la mesa.

 El coach, guardó unos instantes de silencio, antes de inclinarse hacia mí y formular serenamente otra pregunta.

–  morir… morir– decía zambulléndose en cada letra, sin dejar de mirarme.

–  ¿qué es lo opuesto a morir, Nacho? – me preguntó.

–  Vivir. – respondí amargamente.

–  ¿y cómo eliges vivir?–

La pregunta me llevó a un lugar inesperado. A una dirección que, en lo más profundo de mi alma, había intentado seguir desde hacía mucho tiempo. A ese punto de inflexión dónde sólo existía ese deseo íntimo de existir.

–  elijo saltar al vacío– respondí, con los ojos vidriosos y la cara congestionada.

–  ¿qué significa saltar al vació?– incansable, Berto, continuaba explorando el camino.

–  Significa que debo saltar al vacío y retomar el vuelo. que quiero soltar este lastre de amargura, miedo e incertidumbre. Aceptar lo que no puedo comprender y seguir hacia delante. – noté como esa sensación plomiza iba disminuyendo, que estaba visualizando la mismísima entrada del pozo, mirándola cara a cara, despojado de todo. Sin nada que perder.

–  Qué sientes ahora? –

–  ¿Que qué siento?, siento rabia, tristeza… y también alegría. Quiero despertarme sin preguntarme sí hoy será mi último día. Rabia porque yo no pedí esto. Esto se suponía que era un don. No una maldición. Deseo liberarme de este sufrimiento– le respondí, de forma airada y agresiva.

–  Háblame de esa alegría, Nacho– me animó Berto.

–  Es algo que albergo, también. Está mezclado con las otras sensaciones. En realidad es  una lucha entre las dos partes. La que hace que me olvide de las probabilidades y me sitúa en la realidad que estoy viviendo. En el aquí y ahora. La que me hace verme como uno más. Cómo alguien que también persigue sus sueños. – respondí, con una sensación de satisfacción por haber acertado con la elección del bonachón de Berto.

–  ¿cuáles son tus sueños, Nacho?– Me preguntó, sin retroceder ni un ápice.

–  Mis sueños son vivir sin la losa. Formar una familia. Compartir esta alegría. Vivir en la montaña… en fin… esas cosas, que me hacen sentir mejor. Ya más calmado, pude apreciar la nefasta elección del coach con una corbata marrón que descansaba sobre una camisa de rayas azules. – a fin de cuentas, seguro que Berto aceptaba que sabía tanto de vestir como de las hábitos del macho koala en su hábitat.

–  ¿y cómo vas a conseguirlos?–

–  Comprendiendo y aceptando el momento. Eligiendo el camino de mis sueños y anhelos. Esa dirección es la que tomo, y no la de intentar cambiar algo que no está en mi mano, porque desde aquí sí puedo construir y desde el otro lado, me paralizo y la vida se me evapora entre los dedos.

–  ¿cuál es tu reto, ahora, nacho?, me preguntó, a sabiendas de que era yo quién había dado la vuelta a lo que traía.

–  Sí. ahora sí, lo tengo. Es vivir, dejando a un lado el espectro del miedo y la incertidumbre. Y poner el rumbo hacia lo que de verdad quiero. – dije, para a continuación cerrar los ojos y sentir cómo estas últimas palabras se colaban y resonaban junto a vísceras y huesos.

CAPÍTULO II

El pitido hueco y plomizo del mensaje me invadió. Al principio era sinónimo de alegría, e incluso, por qué no decirlo, euforia. Ahora daba paso al interrogante, a la expectación nerviosa. Meditaba, sin dejar de mirar la carcasa rutilante del celular.

–  TE QUIERO! – era una fotografía de un trozo de papel, dónde se dejaba ver una caligrafía de aspecto femenino. las formas redondeadas se hacían dueñas de las vocales, e incluso de alguna consonante. Y el punto de la i, era definitivo. Una gran circunferencia. Sin complejos.

Me apasionaba ver cómo poco a poco, esto se iba convirtiendo en una historia de amor. Más de lo que esperaba, sin duda. Después del encuentro en su auto, en la primera cita. Pensaba tomármelo como la gran historia del verano. Sin embargo, surgió la frase mágica. Aquella que hacía tambalear mis cimientos, como sí de un terremoto, de nivel 4 en la escala Richter se tratara. Siempre y cuando la persona, en cuestión, me atrajera. Y esta me atraía, como las abejas a la miel.

No era la primera vez, que lo pronunciaba, más bien la segunda. Y esto me hacía sentir que no pisaba terreno firme, aunque el destino nos hubiera puesto en contacto (así solía atribuir Cris la autoría de nuestro encuentro). Tantas conexiones, coincidencias y feelling no se me habían presentado nunca. Y encima me deleitaba con cada poro de su piel. Cuando me mandó su foto, por primera vez, pude apreciar sus curvas. Embutida en un vestido primaveral, estampado de flores y rematado con un bolso, muy práctico, color crema, que hacían juego con unos zapatos de tacón, demasiado altos, para mi gusto.

Recuerdo que cuando enseñé la foto a mi partenaire de teatro, Marta, replicó, sin un atisbo de duda – parece una zorra–. Me hizo carcajear, ya que tiempo atrás, mi amiga y yo habíamos tenido un leve escarceo, después del estreno de una obra. Y aunque, últimamente, nuestra amistad se había fortalecido, por el grado de confianza que ambos nos regalábamos, no podía dejar de atisbar una sombra de celos en lo que respectaba a su comentario.

Decidí, continuar con lo que estaba haciendo, que aunque no era muy creativo, ni siquiera, ameno, tenía fecha de entrega.

Sin embargo, cada cierto tiempo, volvía a contemplar la misiva que me había enviado, esta vez ya, con una amplia sonrisa.

Me quedaba absorto, recordando, las escenas de sexo del pasado fin de semana. Y no podía evitar que dichos pensamientos vinieran acompañados, casi simultáneamente, de una considerable erección.

El pitido del mensaje, volvió a hacer aparición. Esta vez, me apresuré en recibirlo. – ¿qué pasa?, ¿es qué no me vas a responder nada?–. La sonrisa de mi cara desapareció  con la misma diligencia y rapidez, con la aquel escapista famoso ejecutaba sus trucos.

Aunque el sistema de refrigeración del edificio al que, recientemente, la empresa se había trasladado, no daba ningún problema, noté un incremento de la temperatura que me llevó a desabrocharme el último botón de la camisa y con ello, el nudo de la corbata.

–Estate alerta, Nacho– era una débil voz interior que intentaba llegar a la orilla de la amígdala, aunque sin éxito.

Después de recibir, por medio de mensaje, la secuencia de “vete a la mierda”, “¿qué te has creído?”, ante mi retraso en responder a su invitación para quedar un viernes por la tarde, debido a que me quedé dormido después de un baño en la piscina de la urbanización dónde vivía, presentí, que era casi tan buena en la cama, como, iniciando una disputa.

Intuí que era el momento de responder.

Así que, arranqué una hoja de un block que utilizaba para anotar los asuntos pendientes, dudé entre escoger color rojo o azul, y escribí en letras capitales – YO TAMBIÉN! No sin antes, percatarme que el resto de compañeros estaban abandonando las oficinas, al tiempo que me saludaban, con un gesto de alegría. – El horario de verano, produce mayúsculos cambios en el comportamiento de los empleados– observé, divertidamente, mientras uno de mis molares se encargaba de horadar la capucha del bolígrafo que acababa de utilizar.

Repentinamente, como en un juego de encadenamientos de palabras, me vino la imagen de Berto, aquel coach, de aspecto dócil que visité la semana pasada, y recordé lo que me dijo. – ¿qué es lo contrario de vivir?.

No era una pregunta que sonara a reproche, al contrario, arribó como un mensaje exploratorio, en dónde solamente yo, podría bucear y hallar el sentido de lo que me proponía experimentar.

– ¿Realmente deseaba hacerlo?– era el dilema en el que me debatía desde hace varios días. Deseaba crecer, saber qué debería cambiar en mí, qué debía dejar atrás, y someterme a un exhaustivo examen, para pasar a comprender qué era lo que no funcionaba.

Desde que mis padres me dieron la noticia de que  había nacido con una estrella – solían utilizar ese recurso poético para apodar al implante–, en más de una ocasión, y durante algunos años, amé este maldito artefacto y cada día de mi vida.

La verdad. Ese realmente era el fondo. El sentido de justicia. Algo así como una delegación de Dios en nuestro pequeño mundo. Era como sentirte tocado por un don. De niño, fantaseaba con ese poder para poder dirimir conflictos. Incluso en los más triviales.

Sí mis padres discutían, yo me ofrecía para zanjar sus rencillas. Simplemente intervenía alzando los brazos, cómo sí estuviera imbuido de un poder superior. Ellos al escuchar mi solicitud, simplemente, me miraban, se miraban, sonreían, me abrazaban y ahí terminaba todo.

Las peores situaciones se daban en el colegio, ya que mi estado de tranquilidad saltaba por los aires, en caso de ser tachado de mentiroso.

lo que más tarde descubrieron mis padres, debido al seguimiento exhaustivo que realizaban con todos los medios que tenían a su alcance (convenciones especializadas sobre las psicopatologías de los implantados, asociaciones familiares de implantados, médicos especializados que estaban en contacto con las investigaciones que se llevaban a cabo en los países punteros como EEUU, Suiza, y Japón), fue, no que ya no se pudiese visualizar esa información in situ, sino que el paciente o implantado, corriese un grave riesgo en la operación de extracción del implante.

Cuando la noticia de los implantados, dejó de estar de actualidad, la información era cada vez más complicada de conseguir. A pesar de ello, se filtraban rumores de que existía un grave riesgo al pasar de los 40. De hecho, especialistas estimaban el porcentaje de mortandad de los implantados, en un 90%.

La ciencia (y ciertos lobbies del sector tecnológico) presentaron, a bombo y platillo, como el más grande adelanto de nuestra época moderna. El proyecto estrella estaba basado en una tecnología robótica que implicaba la implantación de una especie de banda electromagnéticamente cableada diseñada para captar un conjunto de fibras del sistema nervioso. Una vez colocado, podía programarse para recibir todo tipo de mensajes del sistema nervioso humano y enviarlos a un programa informático para ser descifrados, codificados y disponer de dicha información para visualizarla, estudiarla, realizar tomas de decisiones, es decir, como tener instalada otra fuente de conocimiento adicional. El atractivo consistía en que se podrían ejecutar órdenes sobre un procesador con tan sólo con el pensamiento, y otras ventajas añadidas como el control de las emociones. Un ejemplo sería que un brote de emoción humana violenta podría ser transformada en datos digitales que a su vez puedan convertirse en frecuencias electromagnéticas y ser estudiadas, observadas y rectificadas mediante un programa informático. Dicha  banda microtransmisora informatizada sería capaz no sólo de recibir impulsos neuronales, sino  también de imponer frecuencias electromagnéticas ajenas,  pues la red neuronal humana se convertiría tanto en receptora como en emisora, además dicho software iría creciendo en habilidades sensoriales, según se fuera almacenando información e incrementando así las posibilidades en el espectro de las percepciones humanas.

Resultó ser un fiasco y, dejó de pasar de ser un derecho que iba a ser propuesto en las constituciones de los principales países desarrollados, para ser, relegado, a un segundo plano y eso sí, dejar con aquel implante a aquellos que ya les había sido efectuado, aunque retirando los fondos para continuar con las investigaciones en este campo.

La sociedad, progresivamente, fue tratando a aquellos que habían nacido con una “estrella”, como algo más próximo a lo freak, a lo raro, como un revival de las antiguas atracciones de ferias donde podrías disfrutar de un espectáculo donde la mujer barbuda, el hombre más fuerte del mundo o el hombre elefante compartían escenario y hogar.

La culpabilidad también se apoderó de mis padres. La decisión no fue consensuada, mientras que mi padre, un agente de seguros con dos pasiones no enfrentadas, el fútbol y la informática, era partidario de enrolar en las filas de la nueva generación tecnológica a su primer vástago, su esposa, conservadora y religiosa,  era reacia a hacer partícipe de este adelanto a su único hijo (más por temor hacia lo desconocido, que por una cuestión de beneficio).

Cuando se conocieron los primeros casos de mortandad entre los implantados, el status quo del hogar familiar se rompió en mil pedazos. Las discusiones y reproches sustituyeron al entretenimiento televisivo, alcanzado una escalada prístina donde ambos contrincantes descubrían sus más ocultas inseguridades y rechazos. Los gritos y lloros se amplificaban por cada rincón de la casa, sin que fuera posible amortiguarlos bajo la espuma de la almohada. Y yo me iba haciendo cada vez más diminuto. Hasta que Aquel plato de sopa humeante, que esperaba paciente y puntual, un viernes a la salida de la oficina, recibió un plantón definitivo.

Mi madre, no quiso contarme que había ocurrido, aunque sus ojos enrojecidos y su gesto descompuesto ofrecían mucha más información de la que pudiera explicar con palabras.

Lo que en un principio, me resultó emocionante, e incluso, por qué no decirlo, divertido, mutó, en un sentimiento de rechazo, de tristeza y de rebeldía contra todo lo que tuviera que ver con el implante.

La estrella de la muerte, solía llamarla en momentos de lucidez, provocada por el alcohol.

Esa rebeldía, se expandió, principalmente, por el mermado círculo familiar. El cariño y la felicidad, se esfumaron para dar paso a una ira, a veces controlada, la tensión, y el rechazo hacia aquellos que habían tratado de venderme la idea de que había venido a este mundo con un don.

Los años de adolescencia, potenciaron esta actitud, hasta convertirlo en un nocivo cóctel molotov. Sentí que el mundo, tal como lo conocía, se desintegraba bajo mis pies. Inicié una carrera sin destino, para tratar de sofocar esa angustia, que parecía querer devorarme. Fue un shock, en toda regla. Me dediqué a ir en busca de la felicidad artificial, como solía llamarla. Fue algo gradual. Como pasar de curso. Y me convertí en un alumno aplicado, con un rendimiento sobresaliente.

 Aunque, no pretendía destruirme. Ese no era el objetivo. Trataba de contrarrestar esa losa, insondable y lóbrega, que me arrastraba al vacío. Un espacio desértico y recóndito, donde sólo existía el silencio y la oscuridad. Nada más.

Por lo demás, aparentemente, mi existencia era de lo más reglamentaria. Universidad, amigos, y, de, cuando en cuando, alguna reunión familiar de obligado cumplimiento.

Los fines de semana, no daban más de sí. Salida el viernes y regreso incierto. Billete de ida. Montábamos fiestas en casas de conocidos de una noche, raves en algún lugar poco transitado, o rituales hedonistas particulares en cualquier camping, pueblo o ciudad. Hasta que el cuerpo aguantara, y vaya que sí lo hacía. Parecía ser capaz de engullir todo lo que se pusiera por delante.

 La música se convirtió en algo más que un mero pasatiempo. La afición se tornó en algo más activo, dónde detrás de los controles de la mesa daba rienda suelta hasta el más insignificante de mis sentimientos.  Progresivamente mi nombre fué elogiado de boca en boca (incrementado por la explosiva energía que nacía y perecía detrás de la mesa) hasta granjearme cierta fama y obtener algunos ingresos en pequeños clubes.

La relación con mi madre, se volvió cada vez más tensa y perturbadora. La culpabilidad era una carretera de doble sentido, por donde transitábamos de puntillas. Con mucha educación y respeto. Aunque nuestro interior, se iba consumiendo, como aquellos cirios que ella solía poner en silencio.

La espiral continuó hasta que, simplemente, me desfondé. Estaba exhausto. Era una carrera delirante en la que ya no podía dar un paso más.

Ver a mi familia deshecha, se convirtió en algo que ya no podía adolecer por más tiempo. Así que, una mañana de domingo, cuando mi madre regresó de su rutina de fé, hablé, lloré, grité, temblé hasta quedarme sin fuerzas. Y, volví a sentirme en paz. Fui consciente de la destrucción que campaba a sus anchas, con forma de silencio y rosario, y decidí combatir y extirpar todo rastro de culpa y de lamento.

–  Perdóname, por estar ausente tanto tiempo. No se sí viviré 2, 4, 10 o 30 años. Lo que sí sé, es que voy a estar presente y consciente. – me prometía frente al espejo, antes de acostarme.

CAPITULO III

El sudor recorría un sinuoso camino desde la nuca, hasta la rabadilla. El calentamiento era rápido pero progresivo. Primero sentía un incremento de la temperatura corporal. Más tarde empezaban a aparecer la pesadez en piernas y cintura, señal inequívoca de que el estado de forma no era el idóneo. Me recordaba a aquellos oxidados y polvorientos motores de décadas pasadas, que se retrasaban en emitir el rugido, pasando antes por la fase de ronquera y fatiga que daba forma a esos sonidos ahogados.

Más tarde, el cuerpo parecía acostumbrarse a esa melodía de ritmos y ejercicios, y era entonces cuando comenzaba a exudar. El desalojo de líquido cobraba particular fuerza en la zona del lumbago. –Cada uno tiene su punto de saturación– exclamé para mis adentros.

La siguiente área pertenecía a la nuca. Aunque solían emplear una maquinilla para rasurar esa parte de la cabeza, siempre se emitía un considerable flujo de sudor. Y de ahí, se deslizaba sinuosamente hasta el mismo borde del trasero, empapando gran parte del tejido licra de un pantalón corto negro con bandas en los laterales.

Cuando transcurrían alrededor de treinta minutos, la secreción se tornaba incómoda, hasta el punto de que me dificultaba la visión, debido al efecto de los componentes químicos de la transpiración al mezclarse con el líquido acuoso. Era realmente fastidioso, ya que el ardor y el escozor que me provocaban me forzaba a entornar los ojos de manera extrema, en un intento de zafarme del dichoso binomio. Finalmente, tenía que interrumpir el entrenamiento y rebuscar en una vetusta bolsa de deportes una toalla, ya que, a esas alturas, la sudoración, cubría toda mi faz.

A pesar de estos inconvenientes, la satisfacción me invadía por completo. Realmente, era estupendo sentir como el cuerpo respondía, en ese mismo instante. Cada día era diferente, ya no sólo por las rutinas de ejercicios, sino por tu predisposición previa, marcada por cómo había transcurrido la jornada, el estrés, las preocupaciones que hacían picnic en tus pensamientos, el sándwich frugal o la comida del bar de la esquina, a quien, de vez en cuando, se le iba la mano con las especies., o cómo habías dormido la noche anterior.

Por eso, en ese instante no contaba nada más. Tenías que hacer tu trabajo, lo terminabas, algunas veces, como podías, otras restando algunas repeticiones a la tabla física, y punto.

Incluso en ese momento álgido de extenuación. Tu mente cobraba un color blanco, algodonado, como sí de un paisaje de nubes se tratara, y se vaciaba de pensamientos y reflexiones. Y te invadía cierta sensación de paz.

Una vez a la semana, efectuábamos un ejercicio llamado “sufrimiento”. Y ya lo creo que hacía honor a su nombre. Sólo lo ejecutaban aquellos pupilos que solían acudir con regularidad a la sala. Consistía en una hora, cronometrada, de ejercicio con saco, combinado en intervalos de 3 minutos, con 15 segundos apodados ”velocidad”, donde incrementabas la frecuencia y el ritmo de los golpes.

Dependiendo de tu estado de forma, el maestro, realizaba algunas excepciones, y, sólo en ese caso, pasaban a realizar 45 o 30 minutos.

Aunque la tarea, es la tarea, y aquello que “el maestro” te indica que debes ejecutar, lo ejecutas. Disciplina, en su más puro estado.

En el transcurso del “sufrimiento”, se miraba al reloj. Era un acto reflejo en unos, y en otros, casi rozaba la plegaria porque el tiempo concluyera.

El secreto está en el ritmo y la dosificación. Para ello es esencial conocerse. Saber hasta dónde puedes llegar. Y te sorprenderías lo que pueden llegar a conseguir unas gotas de método, rigor e instrucción.

Coexistían dos grupos: unos, habitualmente, más jóvenes, que competían con regularidad. Y cuyo estado de forma y nivel de técnica era realmente formidable. Y otros, que pretendían regalarse un decente nivel físico y, a la vez, aprender o perfeccionar la técnica.

Últimamente, al ponerse de moda esta disciplina, también acudían, con regularidad, dos chicas. Una de ellas, la de más edad, rozaba la treintena, y era de los alumnos más disciplinados, no sólo completaba su rutina, desahogadamente, sino que tras finalizar, se calzaba otras zapatillas, y salía a correr en dirección a un parque próximo, dónde culminaba treinta minutos extras de entrenamiento.

La otra compañera, más joven y con otro tipo de constitución menos fibrosa, poseía una mejor técnica y, definitivamente, era más osada. Y más holgazana, y menos subyugada, también.

Esta última, estaba iniciando una prometedora carrera, al ganar tres de los cuatro inter – clubs, en que había participado. Este tipo de encuentros, se organizaban, con periodicidad mensual, en las diferentes escuelas. El objetivo era que los alumnos, practicaran y se soltaran. Completamente amateur. De hecho el combate, se alargaba hasta los tres asaltos, nada más, de tres minutos cada uno. Aunque eso sí, el espíritu de los alumnos no era el de un entrenamiento más, y la preparación y motivación estaba en los más altos niveles.

La sala era encogida y ruda. No sólo por el material del que disponía, sino por los efluvios que se respiraban. Un cuadrilátero. Unos cuantos sacos que pendían del techo, como jamones transitando por su fase de curación. Un pupitre, de madera. Azul claro. De esos que utilizaban antes en las primeros cursos de la fase escolar. Y una silla haciendo juego. Que era utilizada para comer por el maestro, y por los alumnos con menor estatura a la hora de realizar ejercicios de dominadas en la escalera que pendía del techo en una de las paredes del gimnasio.

Las paredes se pintaban invariablemente en la misma tonalidad. Azul pastel y blanco. Le daba un aspecto simétrico y muy escolar. una línea transversal que recorría toda la sala hacía las veces de frontera entre los dos tonos. – La delgada línea que separa el cielo de la tierra– me sorprendía pensando durante algún descanso entre asaltos. La renovación de la sala, coincidía con la llegada del verano, ya que por aquel entonces, la afluencia de púgiles era menor, no sólo por la temperatura, sino que era tomado como un merecido descanso de final de temporada.

El maestro no sólo se encargaba de instruir técnicamente a los pupilos, sino que también ejercía como de padre, en su sentido más amplio. Muchos de los chicos no tenían una familia en este momento, bien porque habían decidido trasladarse desde otro país y probar suerte en una tierra con más oportunidades, o porque procedían de entornos desestructurados, dónde su única obligación consistía en no molestar y crear problemas que implicara alguna intervención de los progenitores. En alguna ocasión, mantuve una conversación con un joven de piel aceitunada, rostro enjuto y un cuerpo muy musculado, esculpido a base de muchas horas de ejercicio. En respuesta a mis preguntas, me explicó que no trabajaba, que aún no podía hacerlo por carecer de documentación y que, por esa razón, y porque quería vivir del boxeo en un futuro no muy lejano, entrenaba todas las mañanas, durante 4 horas, sin ninguna excepción, incluso estando enfermo. Después de secarse las manos vendadas, y detener su mirada en ellas, cómo el campesino que consciente y confiado de que esas manos agrietadas y deformes  podrán recoger a tiempo la cosecha, me miró fijamente a los ojos y exclamó en voz baja, – es mi sueño, y voy a conseguirlo–, para a continuación volver a calzarse los guantes y continuar con su rutina.

Por ello, el maestro, de vez en cuando, organizaba encuentros, después del entrenamiento, en alguna cafetería próxima, para tomar un bocado y contar historias sobre viejos púgiles, sobre sus comienzos como boxeador, o iniciar tertulias acerca de la última gran velada retransmitida. Finalmente las conversaciones derivaban en tópicos más personales e íntimos, en donde pedían consejo al “maestro” acerca de cómo poder sobrellevar la tensión que se respiraba en sus hogares, o sobre cómo conquistar a la chica que le gustaba. Realmente ejercía la labor de páter del grupo, y el título de maestro, estaba más que ganado.

Un reducido grupo de voluntarios formado por alumnos y al mando del “maestro”. Era nuestra casa, aunque no gestionadas por nosotros y en base a esa premisa, procedíamos a reparar aquello que pedía a gritos un remiendo. Algunas zonas se desconchaban y se ennegrecían velozmente, provocado en parte por el continuo roce de los sacos contra la pared. Poco se podía hacer en estos casos. En algunos laterales se  habían implantado unas tiras de goma espuma de color negro, que evitaban que estos desperfectos fueran a más. Sin embargo, como si fuera una génesis de renovación y de doctrina, se seguían pintando cada seis meses.

El pavimento estaba amortiguado por unas planchas de un material similar al pvc, que eran, religiosamente, fregados cada mañana, con algún líquido que desprendía un olor a pino, por una señora que se encargaba de la limpieza. En la parte de arriba se había reformado, recientemente, una sala de musculación, que, definitivamente, disponía de mejor material y más espacio. Era como el hijo pobre y el hijo rico. Ya que aunque convivíamos en el mismo edificio, no se podían intercambiar disciplinas, a menos que pagases un extra de cuota mensual. Aún así, cada uno nos dedicábamos a lo que nos gustaba, y esto hacía que el equilibrio fuese tan natural, y, a veces, hasta lógico. –Sí quieres boxear, este es tu sitio y esto es de lo que dispones– esta era la respuesta que se me aparecía, a modo de boomerang, cuando contemplaba la sobriedad, casi primitiva, del recinto –.

–  Hola, me llamo Erika – su tono de voz, estable, perfumado y simétrico, me sorprendió.

Estaba rebuscando la toalla para limpiar el dichoso sudor, que, a esas alturas, me impedía ver, por lo que, sólo pude girar la cabeza hacia el lado izquierdo, y toparme con unas piernas fornidas y ágiles, rematadas con un brillante bronceado, y que culminaban en un short oscuro, que se ajustaba como un guante a sus definidas caderas. Un poco más arriba, mi ángulo de visión se detenía, definitivamente, en un piercing, rematado por un sharowski, del tamaño de una lenteja pardiña, que, armoniosamente, descansaba en la parte inferior del ombligo.

–  Perdona, es que, en algunos momentos tengo que parar a secarme, porque me empiezan a escocer los ojos y es insufrible, y este es uno de ellos. – le respondí, mientras me incorporaba y secaba la mano izquierda en la zona de la toalla que estaba intacta.

–  Yo soy Nacho– mi mano izquierda buscó la suya suavemente y mis ojos, se toparon con otros que estaban repletos de preguntas, que parecían ser dirigidas a mi. Aunque de forma muy cortés y paciente, es decir, parecían estar formando una fila india, en espera de ser respondidas.

–  Sí te cortas un poco el flequillo, seguro que el sudor no te cae directamente  sobre los ojos. Aunque la verdad es que no te queda nada mal– me sorprendió contemplar, como su mano izquierda buscaba los mechones caobas de su flequillo y los apartaba con un movimiento etéreo y esponjoso, a pesar de llevar enfundado el guante.

El reloj volvió a emitir su irreverente sonido, y se erigía como el capataz de la fábrica que ordenaba retornar al trabajo. Giró sobre sus zapatillas anaranjadas y buscó el contacto con el saco, dejando un rastro de femineidad formidable y, decididamente, provocador.

El recuerdo de los mensajes que tenía pendientes de revisar me retornó a la realidad, y me trasladó, nuevamente, a ese universo de urgencia, inestabilidad, excitación y alegría.

CAPÍTULO IV

El trayecto que recorría desde mi trabajo hasta mi cita semanal con el coach era gratificante. Disponía de una oportunidad inmejorable de dar un paseo por el casco antiguo de la ciudad. A esa hora los viandantes se desparramaban sobre el asfalto como el público que hace las veces de figurante en una producción de cine. Muy naturales, aunque sí enfocabas tu atención por unos instantes, podías saborear esos detalles delatadores, como las miradas furtivas para volver la vista hacia atrás, o de reojo, para comprobar quien es el desconocido que te acompaña, casi rozándote, hombro con hombro. Era también una gran ocasión para pasar lista a la docena de artistas y estatuas callejeras, que desempeñaban su oficio, con irregulares muestras de creatividad, aunque, el profesionalismo, en forma de constancia y tenacidad, por conseguir algunas monedas, estuviera ligado a ellos como una etiqueta de segundo precio rebajado cosido a una chaqueta en un típico almacén de saldos.

Los aromas tampoco faltaban a su cita. Se sucedían en forma de suculentos asados, dulces horneados, pan recién hecho, o, en contraposición, pesados efluvios pertenecientes a una orgía de fritanga y planchas grasientas atiborradas de carnes de segunda, ideales para atrapar la gula de la masa, cada vez más completa de turistas que ataviados con ropa multicolor y deportiva, hacían estragos en cualquier comercio de la zona. Era una escena costumbrista de los tiempos que vivimos. Todos mostraban rostros sonrientes, donde el fotógrafo de turno, podía captar la misma instantánea, tarde tras tarde.

El edificio que albergaba la oficina de Berto, había sido reformado recientemente, a tenor de la limpieza y cuidado de líneas y colores que ofrecía la fachada. Modernidad y austeridad, a partes iguales. Estaba situado en mitad de una calle aledaña a una calle que recientemente se había transformado en peatonal. antes de llegar al portal, me topaba con un bar, en cuyo luminoso rezaba que eran especialistas en bocadillos, mejor dicho, habían obtenido la calificación de gourmets, y eran elaborados con un sinfín de ingredientes, algunos de ellos, según mi parecer, exóticos y extraños para combinar en dos trozos de pan. Aunque sólo sería cuestión de probarlos, murmuraba para mis adentros, casi simultáneamente,  al escuchar las protestas de mis intestinos, que parecían hacer caso omiso de mis opiniones.

También había una tienda de artículos esotéricos, a la que aún no había decidido visitar. Sin embargo, había observado en el escaparte, unas semanas atrás, un libro que trataba sobre el significado de los sueños, y que atrajo mi atención porque aparecía en la portada una joven vestida con una túnica blanca, que tenía un parecido extraordinario con Cris.– de nuevo el destino– pronunciaba para mis adentros, mientras esbozaba una abierta sonrisa de complicidad.

A la derecha de la tienda, se encontraba un edificio atípico en esa zona, con forma de caserón, donde se podía apreciar en una marquesina desgastada las palabras “teatr marí ferm”. La fachada era magnífica. Relieves, arcos y volutas se alternaban con gran sobriedad, ofreciendo una visión de un gran teatro aunque con muchas deudas también, a juzgar por el cartel plastificado naranja que anunciaba “se vende”. Recordé las palabras de mi compañero, Felipe, quien, un martes, después de los ensayos, y ya en la ronda habitual de cervezas en el bar de enfrente, me confesó que su sueño era poner en marcha un proyecto relacionado con las artes escénicas, abandonar su oficio de instalador de gas, y vivir de ello. Presa de la excitación de esa imagen, me explicó, mientras apuraba la segunda cerveza, que su idea era alternar estrenos de compañías ya consolidadas, y dar también oportunidades para que se pudieran estrenar obras de infinidad de grupos como el nuestro, que acababan dejando a un lado esa pasión por falta de medios. Me imaginé ese teatro volviendo a reabrir y a Felipe, recibiendo al público, disfrazado de ama de casa con bata de guatiné y rulos, o con un frac impecable, sombrero de copa y bastón. En realidad, no sabría decir que le gustaba más, sí caracterizarse o actuar. Lo que sí lograba hacer era contagiarte con sus proyectos, y, con éste en concreto, lo logró desde el principio.

El acceso al segundo piso se hacía a través de las escaleras. Al parecer, los propietarios no lograron un acuerdo para instalar un ascensor, y, aunque solamente constara de cuatro pisos, y poblado en su mayoría por despachos profesionales, según me confesó Berto, se me antojó como una decisión errónea.

El recibimiento que me dispensaba Berto siempre era muy emotivo, aunque con un punto de distancia. Sin embargo, cuando me ofrecía asiento, empezaba a sentirme incómodo. – Es la hora de la verdad, ¿no?– solía comentar, subiendo el tono de voz, como en un intento por exorcizar a los fantasmas que, sin duda, pugnarían por mantener el status quo de las cosas.

–  ¿cómo te sientes, nacho?– los ojos de Berto proyectaban una amalgama de sentimientos que me hacían reconfortarme y que pivotara la postura de mi cuerpo en un ejercicio de liviandad y ligereza.

Simultáneamente, la pregunta se enroscaba en mi cuerpo, como un reptil que, trata de asfixiar a su presa. Podía sentir una corriente débil de pinzamientos que recaían en el pecho, en los muslos, en los hombros y en las sienes. Y al mismo tiempo, un revoltijo de energía, que pululaba, abiertamente por mi interior, dejando un rastro de pesadumbre, inquietud e inseguridad.

Era un buen contrincante. Ligero de piernas y muy ágil de movimientos, te tocaba con su yag, simplemente para marcar la distancia y establecer un previo contacto.

Después todo se asentaba. La presión cedía y la energía se posaba en algún lugar de mi interior. Y entonces emergía una claridad, casi celestial, que hacía que reflexionara, como el espectador que permanece en la sala mientras los títulos de crédito avanzan marcialmente ante su mirada e inicia un rompecabezas que, más tarde, se solidificará en forma de crítica y valoración.

–  Siento que estoy siendo el protagonista de una película– exclamé, mientras mi mano derecha corregía la descarada invasión del flequillo en mi campo de visión, y me giraba para fijarme en las oscuras tallas de elefantes, con la trompa hacia arriba, que descansaban sobre la mesa de Berto, y que, desde la posición en que se desarrollaba la sesión, frente a frente, quedaba fuera de mi campo de visión.

–  Aunque esta trama, a veces, me inquieta y me desconcierta. – confesé, como el operario que revisa el producto final en una cinta de producción y da el visto bueno, con un gesto vertical de la barbilla.

–  ¿qué más protagonistas hay en esa película, Nacho? Sus preguntas, avanzaban, firmes y delicadas a la vez. Como el artesano que graba una misiva en una magnífico anillo.

Finalmente, me acomodé en el frío sofá y decidí que era el momento de soltar lastre y empezar a tomar altura.

–  Hay otra protagonista. Se llama Cris. Cristina. La conocí hace unos meses y, creo que es la mujer de mi vida. Es increíble. Esta vez me gustaría hacer las cosas bien.

–  Berto permaneció en silencio, durante unos segundos, en espera de captar algo. Desde mi posición, me pareció confundirle con un pescador. Un chaleco multibolsillos verde y un gorro informe, de esos impermeables harían el resto, pensé,  mientras los pensamientos furtivos se retiraban. 

–  – ¿Nacho, qué significa hacer las cosas bien?– las palabras parecían deslizarse de su boca y cobrar vida propia en el espacio que había entre nosotros.

–  No lo sé. Quizás me refiera a contarla la verdad sobre el implante. no quisiera perderla. Y esto me frena. Es la misma historia de siempre. A ser visto como alguien que puede tener los días contados. O a ser yo mismo quien me limite y acepte que nadie se merece una vida de incertidumbre. ¿qué planes de futuro vamos a hacer? Y siento esa losa cada vez más pesada. Que me lastra. Que me arrastra hacia la oscuridad. Y yo lucho, Berto, por salir. Por flotar, en medio de la tormenta. Créeme. –

Sentía los ojos húmedos. Y una mezcla de rabia y culpa, que me era familiar.

Sin embargo, Berto permanecía cercano y pendiente en la distancia.

–  ¿Y qué más, Nacho? – Berto mantenía el contacto visual, mientras su espalda inició una suave y lenta inclinación que le situó en una postura que denotaba interés e incluso me pareció atisbar un reflejo de curiosidad en su mirada.

–  Qué más… – me sentí tensionado. No era fácil. Me pareció que una manada de caballos mutilados y deformes, empezaban a provocar una estampida desde la base del estómago y pugnaban por salir en forma de palabras, no sin antes arrasar con cualquier vestigio de razonamiento que pudiera ofrecer a los interrogantes que, desde hacía mucho tiempo, permanecían anclados en lo más profundo de mi, como almas que permanecen inertes y aletargadas en espera de ser liberadas.

–  Se trata de miedo. no quiero llevar esta carga por más tiempo. No es mi culpa… – noté como mi cuerpo, se hundía sobre el respaldo del sofá, como el funanbulista, que tras un traspié,  se precipita al vacío, esta vez, sin red.

–  Yo no elegí esto. Sólo quiero ser alguien normal, que puede llevar una vida normal. No quiero morir. Deseo vivir. Saber que no estoy recorriendo un campo de minas, que en cualquier momento, puedo detonar y descomponerme en mil fragmentos, y que ya no podré recomponer nunca más. – las palabras parecían haber brotado de mi interior, cómo si llevaran tiempo en espera de entrar en erupción.

–  Comprendo tu dolor, Nacho y reconozco el coraje que te ha traído hasta aquí. ¿dónde sientes este dolor, Nacho? Incansable. Berto continuaba explorando. A veces, me daba la impresión de que se hubiese fundido conmigo, en algún momento de la conversación.

–  En el corazón. Lo siento aquí. – exclamé, mientras los nudillos de mi mano derecha, rebotaban, insolentemente, contra mi pecho.

–  ¿qué forma tiene?– las preguntas de Berto, progresaban como un ejército que sólo busca el camino de regreso a casa, sin siquiera haber presentado batalla.

–  Es como una Estrella… La figura de una estrella de mar invadió mis pensamientos, simplemente, brotaba en escena iluminada por una luz tenue. Inerte, negruzca y pesada.

–  Examínala, Nacho. Descubre su textura, su color, sus formas, su peso. Tómate tu tiempo.

Permanecí observándola, mientras todo lo demás se evaporaba a mi alrededor.

–  Perfecto, Nacho. Ahora qué te parece sí hablases a esa estrella. Que te dirigieses a ella y le dijeses lo que nunca le has dicho hasta ahora. Deja que fluya desde tu interior– propuso.

La figura de Berto se desenfocaba. Sólo podía apreciar su contorno grisáceo, como sí su barba canosa se hubiese transformado en un manto espectral y le hubiese cubierto por completo. Tan sólo ese tapiz cobraba vida en dónde antes habitaba su boca, que acompasaba sus palabras con ligeros rebotes y vaivenes.

Noté como algunas lágrimas resbalaban, ya sin tope alguno, camino de mis pómulos. La tensión había desaparecido. Mis brazos ya no permanecían amarrados a los poyetes del asiento. Se encontraban en mi regazo, casi desmayados, como los de un muñeco de goma al que se le ha practicado una incisión y la tensión le abandona sin pausa. Mi cabeza realizaba una especie de extraña y grotesca reverencia hacia el lugar donde mis manos descansaban.

–  Te estás muriendo. – exclamé en un tono que desprendía compasión y lástima. Tu cuerpo se está quedando sin vida. Mira tu piel. Se está agrietando y ya no luces aquellos colores tan hermosos. Y estás haciendo que yo también me quede sin aliento. Deja que te coja y que te devuelva al mar. No necesitas estar acompañándome. Ya no. Deja que te devuelva al lugar de donde procedes. Así está bien. –

Empecé a percibir una cálida y aterciopelada energía en los pies. Un calambre indolente y agradable que recorría los muslos, la cadera, el abdomen, el pecho, hasta llegar a mi cabeza y acomodarse en ella. Y no sentí nada, por unos instantes. Sólo ese flujo, que ahora, permanecía vibrando por todo mi interior. Sin molestar. Sin hacer ruido.

La presión y la tensión se habían evaporado. Mis ojos, parecían querer alegrarse por ellos mismos. Permanecían ligeros, casi gaseosos, aunque dotados de un poder invisible, que no necesitaba manifestarse ni ejercer ningún tipo de autoridad o coacción.

Miraba mis manos, como si fuera la primera vez que lo hiciera. Como un recién nacido juguetea embelesado con sus pies.

Berto ya no estaba situado frente a mí. Ahora permanecía  a mi lado derecho, mientras su mano se posaba en mi hombro, casi sin llegar a tocarme, me pareció, o tal vez, seguía invadido por esa sensación de ligereza.

CAPÍTULO V

Cerré la puerta de caoba clara tras de mí, y me crucé en el pasillo de baldosas grises y lustrosas, con una cara que me resultó familiar.

Algo hizo que articulara unas palabras: – Tú cara me suena, ¿nos conocemos?– exclamé, como si fuera un autómata, realmente esas palabras parecían haber sido pronunciadas por otro cuerpo.

Ella se detuvo, más bien diría que se paralizó e inició una sesión de escrutamiento y escaneado, que al cabo de unos segundos hizo sentirme incómodo.

–  ¡Ya caigo!– me dijo, mientras sus brazos rodeaban mi cuello, como la de aquel muñeco, con forma de mono, que poseía unos brazos más largos de lo habitual, y cuya, especial habilidad consistía en que podías alargarlos y estirarlos hasta una distancia considerable.

–  Soy Ada. ¿No me recuerdas?– algo en su voz hizo de catalizador de inicio de un viaje al pasado. Y me vi en una angosta y bien provista sala de juegos, de un hospital. En esa escena, dos niños intentaban componer un puzle, de varios de miles de piezas, mano a mano. Ambos intentaban descifrar qué minúscula porción de aquel mosaico seguiría a su compañera. Absortos en su tarea, habían descuidado la merienda frugal e invariable, formada por un par de piezas de frutas, un zumo de naranja y unos trozos de chocolate.

Ella, vestía el pijama oficial blanco, que dejaba la espalda al descubierto, al igual que el mío. Su pelo rubio abundante, solía dejarlo descansar en dos coletas, que le deban un aspecto divertido y más inocente, si cabía aún, que el que desprendía su rostro. Unos ojos verdes, chispeantes y una pequeña nariz respingona, hacían de mi compañera de juegos una especie de ángel venido a la tierra, que no hacía sospechar de su naturaleza humana, salvo cuando rompía en gritos, se desplazaba en saltitos por la sala o me zarandeaba en un intento de hacerme articular algún secreto, sin importancia, que me negaba a desvelar.

–  Claro que me acuerdo. ¡Eres Ada!– me sorprendió la energía con la que pronuncié su nombre. la distancia que aún nos separaba, pese a estar rodeados fuertemente por nuestros brazos, me hizo especular que se había convertido en toda una mujer.

Aún conservaba ese halo de ángel y demonio juguetón. Ya que su forma de reir, aún le hacía desplazar esa nariz, en movimientos pequeños y contraídos.

–  Dios, Ada. ¿cuánto tiempo? ¿qué haces por aquí? – . Casi al instante de formular esa pregunta, emergió la respuesta, como en una secuencia de cartas, dónde al dos de corazones, le sigue el tres de picas. Lo que hizo que me invadiera una leve sensación de pesimismo y desánimo, casi imperceptible. Aunque en contraste con el aluvión de emociones que estaba experimentado, hizo que no reparara en ello.

Hacía tiempo que había perdido la pista de Ada. Después de la etapa del hospital, solíamos vernos con frecuencia. Incluso alguna vez compartimos destino vacacional, en algún lugar de la costa. Nuestros padres, al igual que otros que se encontraban en la misma situación, solían establecer fuertes lazos durante las largas jornadas de espera en el hospital y eso se traducía también en compartir planes, más allá de los muros blanqueados de los centros sanitarios.

No volvía a saber nada más de ella, hasta ese momento. Tampoco hice mucho por mantener ese contacto. Según ibas avanzando en tu desarrollo, parecías querer despojarte de todo lo relacionado con médicos, enfermeras y pacientes. Simplemente querías sentirte como una persona normal, y tus caminos te conducían a alejarte, en primer término, de los implantados. Lo más parecido a un tratamiento de anestesia inconsciente.

–  ¿y tú qué haces por aquí? Respondió sin parar de sonreir, mientras me guiñaba su ojo derecho, y hacía un intento por zafarse de mis brazos y buscar, sin dejar de tocarme, el contacto con mis manos. Entonces, inició un movimiento circular impulsado por todo su cuerpo que provocó que mi centro de gravedad rotara en la misma dirección que el suyo. El desplazamiento iniciado me obligó a inclinar mi espalda en dirección contraria a la suya, a la vez que me asía con renovada fuerza a sus manos. Antes de que me diera cuenta, estábamos reproduciendo uno de los juegos preferidos de Ada en el hospital. Dar vueltas y vueltas. Por unos instantes, me trasladé a esa escena. Me sentí niño. Y muy feliz. Su risa parecía atravesar una nebulosa, como un muro invisible, aunque su boca no distaría más de un metro de la mía.

–  Cierra los ojos, Nacho. ¡Y no pares de sonreír! – me ordenó. Como en tantas ocasiones, solía poner reglas en los juegos que ella misma había inventado unos momentos antes. Aunque el sello de sus dinámicas, siempre estaba marcado por la sonrisa y el movimiento.

Mi cabeza daba vueltas, y se quedó en blanco. Solamente me llegaban las risas y palabras de ánimo de mi compañera de juegos. Mi cuerpo se desplazaba, impúdico y volátil, por el espacio, hasta que un tardo movimiento de pies, nos llevo al suelo.

Ella aterrizó encima de mí. Su rostro, permanecía a escasos centímetros del mío. Nuestras bocas se habían silenciado. Y nuestras miradas parecían interpretar algún lenguaje, todavía no codificado por nosotros. En algún lugar de mi mente, se encendió un piloto ascentral, provocado por el tacto de su cuerpo contra el mío. Me ruboricé ligeramente, al descubrir que sus curvas eran casi tan hipnóticas como sus carcajadas. Casi al instante, empecé a notar un incremento de actividad en mi zona genital, lo que hizo que me sintiera aturdido y desconcertado. Sin embargo, a Ada no pareció importarle. Todo lo contrario, me pareció advertir.

–  ¿ya te has puesto serio, Nacho?. No cambias. ¿ya lo has olvidado?– espetó, mientras se retiraba unos mechones de pelo que habían invadido parte de sus cejas. Su expresión era una mezcla de enojo, reproche y rebeldía, que le daba un aspecto extrañamente, sensual y jovial, pese a que debía estar rondando la cuarentena. Realmente se había convertido en una mujer muy bella que parecía seguir conectada con su niñez, sin artificios. Todo en ella era natural. Me sentía cómodo y rejuvenecido a su lado. Aliviado.

Intenté esquivar el golpe, en forma de reproche, que me lanzaba.

–  Te preguntaba, ¿qué hacías aquí? Todavía no te has pronunciado –.Reclamé, mientras trataba, torpemente, de ponerme en pie.

Su cuerpo pareció erguirse. Incluso sus facciones cobraron un repentino punto de tensión. Me pareció que, esta vez, sí podría aparentar la edad que debería aparecer en multitud de documentos personales, a pesar de poseer un cuerpo esbelto, una piel rosada y tersa, e ir ataviada con unos pantalones ceñidos blancos, unos zapatos con un tacón medio, que me parecieron elegantes y discretos, y una especie de chaleco color crema. En definitiva, un conjunto de piezas que, bien ensambladas, ofrecían la imagen de una mujer de poco más de treinta. Por un momento, me sorprendió la idea de que se estaba enojando ante esa pregunta, ya que, sólo pretendía satisfacer mi curiosidad, más allá de parecer un acto de intromisión.

–  Sí quieres saber qué hago aquí, te lo diré. – Su voz adoptó un tono metálico. De nuevo, me asaltó la idea de estar delante de otra persona.

Ada me explicó que en los últimos años, había estado viviendo en Estados Unidos y que se había esforzado por contactar con grupos de implantados de aquella zona. Allí, según sus indicaciones, esta comunidad se había hecho más fuerte, y no habían dejado de luchar por su integración y sus derechos. No habían caído en el olvido, como había sucedido en este país.

Me dijo, que la ciencia seguía experimentando y que, tras muchos años de estudios, habían conseguido avances muy importantes, y, sobre todo, habían logrado integrar y, poner al servicio de la comunidad, aquello que nos hacía diferentes del resto.

Según ella, las aplicaciones de nuestros dones en la vida actual se estaban duplicando, y los “implantados” estaban cobrando relevancia, respeto y reconocimiento por parte de la sociedad.

Concretamente, Ada me habló de avances, más cercanos a lo artificial, dado la posibilidad de acceder a esa base de datos implantada y poder ejecutar sus funciones desde el propio cerebro.

–  ¡Es cómo tener dos discos duros!–

Exclamó, mientras dibujaba una uve de victoria en el aire, valiéndose del

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