Las distancias del cangrejo

Las distancias del cangrejo

Sola. Está sentada, casi es mediodía y la plaza y su pequeño elefante en una de las fuentes se mantienen inmóviles. Tampoco brota alguna sensación diferente, aunque esta vez Danielle apoya ambas manos en el banco como ausente y extranjera. Nunca ha creído estar convidada sólo para mirar la ciudad y disfrutar todo lo posible de su tantas veces grata variedad. Pero esta vez observa. Quiere encender un cigarrillo pero hace un año, cuatro meses y siete días ha dejado de fumar. Lo decidió una vez regresado por segunda vez a Lima. Lo había previsto. Está en una Lima donde no sale muchas veces el sol, donde las tardes se presentan congestionadas de nubes grises y laminadas, cuya parca y cándida lujuria te deja las ropas empapadas, avergonzadas, la piel golosa y la lengua colorada. Ciudad de frase atragantada, picante y cebollosa, de un amor hecho a veces en acantilados y de madrugada en el que la tierra reclama prudencia en las convulsiones y en la consecuente conversación tibia, digna de un domingo sin misa y sin familiares. Poco respiraba. Observaba sentada en un banco de mármol de esa Lima que prefiere decir engalanada, bufanda negra o cardenal, que una de sus armas es la apatía y la arrogancia. Capital impaciente, de pequeñas aglomeraciones en las esquinas, de grandes acróbatas que vienen de muy lejos cuyos susurros altisonantes apenas se enroscan en los labios. Es para ti, dicen, mientras el ruido te somete. Distrae sin la mala intención de sobresaltar. Apenas se anuncia. Da los buenos días con una sonrisa enamorada y desprendida. Impetuosa en cada uno de sus cuidados movimientos mientras su otra vez gris pesado manto te va indicando hasta qué altura se ha de crecer. Y así aún se le ve. Entera. De paredes amarillas, violetas, rojas, azules, blancas, ladrillo, blancas humo y azulejos. Con sus peones y sus reinas y con un precipicio seductor que cae al mar como cae su conservadora clase alta y su altruista y mancillada media clase. Dignos. Después te abrazan, te sonríen, te invitan una copa y que te sientes en un sofá o en un pequeño banco. Y tras esa pegajosa muestra de cariño, se esconde una Lima y su tosca tendencia: la energía que busca gastar para alejarte de ella es la que consume con suma paciencia para que la eches de menos, para que devuelvas el abrazo, el beso o el sudor humectante de una u otra manera. Para verte volver. Para que saques ya las manos de los bolsillos y te muestres más efusivo y altanero, ya sea al lado de un portentoso centro comercial que busca enfrentarse al mar, apoyado en fuentes de aguas rítmicas y violáceas, o tal vez en una esquina de techos altos, paredes verdes agua, marcos blancos y colonial madera. O tal vez te encuentres una vez fuera y desfiles por ella y por el Cristo morado para gritar salud, carajo. En todo caso, siempre, ante todo semáforo debes tener listas las piernas para saltar del autobús aún sin que éste se haya detenido del todo o debes tener encubierta una mirada cómplice, auspiciadora, que acentúe el atrevimiento de tu vecino por querer sacarle partido a cada uno de los centímetros que esconde entre sus faldas Lima. Así te espera. Que llegues cuarenta y cinco minutos después de la hora prevista es lo correcto. El tráfico, las malas condiciones de las pistas, una redada de policías, un accidente son conocidas excusas. Un día te arrebata inocencia entre cervezas, pisco y limón, otro te esgrime una bofetada con un guante de cordero gris bordado con lentejuelas mate, mientras el otro sostiene con precaución un palillo de corazón de res flambeado.

Quizá son las 11.15 de la mañana. Domingo. Día de procesión silenciosa. Es aún muy temprano para despertar, calzarse y salir a caminar por el malecón. Si estás solo, es aún muy temprano para despertar y calzarse y salir a caminar por las calles cerca del verde malecón miraflorino o entre las calles cantadas y fabulosas del centro de Barranco. Pero ojo, hay que tener cuidado con la espuma que desciende del cielo limeño, porque es posible que en un descuido te arrebate la mirada siniestra de las cosas y te agripes ante cada honesto pensamiento. Todo ello aprendes a evitarlo si tienes los ojos bien cerrados y si tu disimulo es considerado aceptable entre algunos actores sociales. ¿Qué te parece? Danielle duda. No. Ya ha decidido partir, dejar esta ciudad por el momento incomprensible para ella después de muchos años y esfuerzos. No. Ya se ha sumergido en el cesto lleno de consejos que tiene de su abuelo dentro de sí. Mira el reloj, se pone en pie, se sacude una con otra las palmas de las manos, los dedos extendidos, el aliento francés. Observa el suelo, el pie derecho en él, evita el llanto y busca despedirse cortésmente de su tierra que tanto duda que lo sea. Extiende ambos brazos, apenas, ¿qué te parece?, consciente ya de que el siguiente paso es una invitación al vuelo.

Lunes. Seis y cincuenta y dos de la mañana y aún no desaparece en el ambiente esa especie de desgarro espacial que lleva encima uno al despertar de pronto, sin permiso ni concesiones, con la certeza de haber dejado algo allá. ¿Qué tan allá? Nunca lo he sabido. Y aquí estoy, con los ojos abiertos y sin permitírmelo, quieto al entender cómo emerge cada segundo el dolor que al parecer he traído sin quererlo de aquel otro extremo en el que también camino y grito aunque no existan distancias. O, mejor dicho, el concepto de separación es otro y el tiempo de lo aquí sucedido no es lineal. Aún inmóvil abro y cierro los párpados para verificar que algunas imágenes de ese allá están aquí, al frente, derecha e izquierda, detrás de la puerta de la habitación, flotando con amargura y amenazadoras. Olas de sombras, metrallas de rostros delineados por una oscuridad abierta para mostrarte el miedo, sonidos, otros, ecos de conversación ajena que se acercan cual hocico cuadrúpedo y me husmean sin ninguna lástima. Completamente aislado, pienso que ha sido hoy un error despertar. No a estas horas ni en este lugar. No en esta ciudad. Y vuelvo a preguntarme, después de unos minutos, si en estos casos es conveniente saber si estoy dormido, al menos aún soñando con pavor, o si esto será algo que me consuele días después. O no. Quizá es mejor averiguar si estoy despierto o al menos enteramente drogado. Recuerdo que bajaba unas escaleras muy de prisa y sin cuidado. De los amigos míos que me seguían aún siento la compañía. Habíamos visto un inmenso avión con panza de burro aterrizar a unos pocos metros de la casa que estábamos resguardando de pie en el techo. Tercer piso. Estábamos cansados aunque allá no hay cansancio ni el día o noche terminan. Y era esa nuestra oportunidad. Entonces lanzamos nuestras armas al vacío. No cabía otra opción sino solo la de correr y correr. Era domingo. Escaleras y más escaleras. De metal, eléctricas, de papel y melocotón. Era domingo. Sentíamos las ausencias de unas tristezas y reíamos porque ya todos los días nos parecían tan iguales, como cuando todos en un pequeño pueblo desaparecen porque se está rezando dentro. Dicen. Y allí lo vimos. Un inesperado milagro, un enorme y orgulloso aparato con las alas extendidas se preparaba a aterrizar, tal vez algo herido, algo apesadumbrado, como todos, pero atrevido y aún niño.

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 Carlos está sentado en la parte del copiloto. La calle es estrecha y la gente invade el asfalto porque las aceras son más estrechas aún. Se siente obligado a estudiar a cada una de ellas, pero se harta en tres segundos. Hoy hay lo mismo. Prefiere imaginarlas. Lo hace ahora, lo hizo siempre y lo hará el jueves y viernes, cuando te pregunte qué deseas beber detrás de una barra. Pero hoy no imagina descansando. Tiene en la sangre un cierto remordimiento, un vago temor a que sus cicatrices se desbalanceen o a que termine cayendo en cualquier barranco. Sufre de vértigo. Las calles son estrechas, el cielo cae contemplativo con un matiz de invierno impreciso, la luz rebota, y sentado al lado de un amigo, en la parte del copiloto, esperando que en el coche gris de delante se logre al fin subir una anciana y su hija, no entiende por qué razón ha empezado a recordar la única vez que preguntó si el sexo había estado bien. ¿Qué es para ti hacer el amor? No. No. La palabra exacta que ella pronunció no fue “el amor”, pero eso no importaba. Lo que realmente Carlos quiere entender mientras se come las uñas apoyado en la ventana del coche es por qué esa mujer, gran amiga venezolana, pequeña y delicada, le hizo esa pregunta. Recuerda que después de haberla seducido durante meses, entre miradas y palabras distraídas, relatos espontáneos, durante las fiestas repletas de publicistas, sólo de publicistas, alcanzó por fin una noche el clímax convencido. Pero segundos después no sabe por qué carajo vino la pregunta. Recuerda que estaba cansado de oler los mismos cuerpos una y otra vez, la misma excitación que resuda al saberse ya horas antes penetrada, las mismas estrategias, mismas palabras, mismos ajá, hastiado del mismo roce que entre guetos se ha convertido poco más que un tópico, Carlos se planteó ese año, por qué no, desnudar a aquella amiga con la que nunca se sentiría en la situación apropiada de compartir algunos minutos de duro sexo. Incompatibles, intranscendentes uno al lado del otro, razonables, coherentes. Apoyado en la ventanilla, aún sin saber si la señora mayor lograría por fin montarse al coche que originaba ya una mediana fila, recuerda que al final de aquella fiesta, también atiborrada de publicistas, cuando quedaban cinco o seis personas, fue ella quien se acercó, quien claramente fue retrocediendo, fingiéndose asediada, paso a paso, frase a frase tras una y otra negativa de cabeza, hasta alcanzar un pasadizo que, ante cualquier situación, los arropaba enteros. Estaría ella contra la pared, recuerda Carlos la imagen que se proyectó. Esta vez iré sin suavidad, pensó y entre suaves silencios, salvo cuando dejó caer un vaso, sin saber cómo, empezó a quitarle la camisa que ella llevaba con soltura y la mantenía alejada de muchos. Creía conocer casi todas las respuestas, pero quería descubrir la de su amiga. No hubo segundos para retractar. Fueron lamidos y más lamidos. Estaban de pie. No había razón para frenarse ya y los trozos de vidrio que flotaban junto con el hielo y el vodka debajo de ellos incrementaban la lubricación ante cada más torpe movimiento, minuto a minuto. El parquet resistiría.

Carlos está sentado en la parte del copiloto. Sonríe solo. Su amigo le ha preguntado algo y él aún no contesta. ¿Ah? Recuerda que sin darse cuenta ya estaban en el sofá, los senos grandes se presentaban apretados, duros y entusiastas, los labios, saboreando ya el glande, también se mostraban delicados, desprotegidos, y con suavidad se iban descubriendo enteros, desnudos, y disfrutaban mudos decididos al parecer de que el ambiente no los contaminara. No hubo un beso y algunos amigos estaban en uno o dos sofás detrás durmiendo. Ella estaba recostada en uno más pequeño y él de rodillas a espaldas de ellos. Y basta. Empezaron a hablar de las posibles fiestas de cumpleaños de amigos en común que podrían tener y de las sociedades que se podrían formar. Pero de un momento a otro, Carlos debe girar. Chamo, ¿quieres que te cuente algo? Sabes, ella me miró y así sin más, chamo, y después me preguntó que ¿qué es tirar para ti? Y yo, allí, claro, chamo, empiezo a balbucear palabras sin sentido mientras recuerdo que sólo atiné a acariciarle el pecho, que lo tenía precioso, y el hombro, ¿ah? No sé por qué, chamo. Apenas sus dedos tocaban la piel y el borde del pezón. Pero ella lo volvió a mirar a los ojos con la ternura que es dibujada para una princesa, recogió la mano de Carlos que admiraba el pecho derecho, jugó con ella unos segundos, se levantó del sofá con pudor, se colocó primero las bragas y luego la camisa negra, en todo momento observando, esperando que sus amigos no despertaran, y se despidió. Con tanta amabilidad y con tanta dulzura, chamo, que esta vez quise que la carajo se quedara. Para seguir jugando con las manos, para esperar con una sonrisa que despertaran sus amigos o simplemente para tener una respuesta clara de por qué ella le había hecho esa pregunta. No creo que la haya pasado mal conmigo, chamo. Estaba claro. Dale, chamo, avanza que la vieja por fin nos deja seguir viviendo.

Mare quiere dormir. Tuvieron que pasar tal vez entre cuatro y siete meses para que Mareika se sintiera muy a gusto en la sala de redacción. Recuerda claramente que era un miércoles, cuatro o cinco de la tarde, después de haber comido en la cafetería un menú que incluía sopa de la casa, pescado frito con lentejas y gelatina de postre, cuando decidió preguntarle a su editor jefe si existía alguna ventana desde donde pudiese ver la calle. No sé, respirar aire de verdad, ¿no? Algo que contenga la luz del día, y le sonrió inclinando engreída la cabeza hacia la izquierda. No le importaban ni le importa el invierno ni las patas de arañas de lluvia que a menudo asaltan Lima. No. Ella simplemente quería una ventana allí, desde donde pueda ver todos los sábados por la mañana las calles desiertas, la tierra pisoteada, los nuevos adoquines, los mendigos descalzos, los niños vendedores de golosinas, las personas más tristes y aturdidas que transitan con la ausencia abrazada a su niño o a su madre o tal vez a un ‘flyer’ de una nueva muestra en la misma galería de siempre. Recuerda, frente al ordenador que da la espalda a una pared atiborrada de papeles que recuerdan su agenda y tantas cosas que ha dejado de hacer, que después de no obtener una respuesta concreta, se sentó y continuó escribiendo. No recuerda sobre qué pero al día siguiente, con los pantalones jeans más holgados que encontró entre sus ropas, empezó a buscar entre todas las paredes coloniales recientemente tapiadas de la empresa, en esa esquina hermosa del centro de la ciudad declarada patrimonio histórico, algún rincón oscuro, nada transitable, por donde empezar a hacerles una ventana. Un aire de luz, un hoyo que refrescara todas las memorias y que devolviese al músculo su autonomía y resistencia. Entonces se sentaba frente al ordenador y escribía de prisa sobre las muestras de grandes fotógrafos, sobre desafíos arquitectónicos, que era su carrera, pero por qué no también de pintores contemporáneos, artistas que esgrimían hartos conceptos sobre el hombre y la informática o sobre lo afectuosa y transgresora que es la banalidad. Un moco en el centro de una habitación rosa y como fondo musical el caótico tránsito de la ciudad. Escribía a tientas, sin suspiro alguno, sobre los grandes libros biográficos de guerras pasadas, de aplausos castos y de firmas de paz de inviernos intelectuales por nada. Por nada. Escribía, lo recuerda ferozmente, pensando en su ventana. Leía crónicas de fútbol, riñas de siempre, escribía sobre el campo de golf en Australia con solo pedacitos de grass en los hoyos, el resto tierra, pero contenta porque una semana después, mientras los hombres seguían escribiendo, golpeándose, follándose a sus chicas, ella tenía ya centímetro y medio de ventana, y no habría razón para detenerse, se lo repetía cada vez que sacaba un poco de tierra seca. Entonces recuerda, mientras escribe una crónica sobre el mundo subterráneo de París, que había hallado una pared en el tercer piso, justo encima de donde aparcaban sus coches los directores y editores. No. No la habían visto. No. Ni siquiera su querido Miguel se había percatado de ello. Él sólo observaba cómo Mareika sacaba tierra de sus bolsillos y con el puño apenas abierto dejaba caer cada gramo por donde los pasos los llevaran. Derecha e izquierda, no importa, en las películas siempre ha funcionado. Se muerde el labio y niega avergonzada. Aún recuerda que escribía cansada y excitada. Había que abrirles sin que se enteraran un hoyo a cada uno de sus jefes. Una ventana que después de tres semanas llevaba ya tres centímetros y redondos los bordes cuando Mareika decidió contárselo. La sala de redacción estaba vacía. Un viernes por la noche otra vez. Confiaban en ella y, en su calidad de novata, debía decir que sí a casi todo. ¿Sabes qué estoy haciendo ahora? No. Bueno, un poco de eso, pero no. Es una ventana. Una ventana aquí en el diario, en un lugar inimaginable y todo para que un día tú y tu puta conciencia artística salgan a ver lo que hay afuera. Y ella recuerda que en ese momento cogió con fuerza el auricular mientras titiritaba la última letra que explicaba lo afortunadas que eran algunas personas dentro del mundo literario actual, una nueva generación con dotes cáusticos y transgénicos. Pero no entiendo cómo puedes pensar que los dos estamos bien cuando te importa un pepino lo que estoy haciendo, dijo al momento de borrar la última frase. No entiendo nada. Estuve tragándomelo todo estos días, pero no puedo más. ¡No quiero llorar ni voy a hacerlo!, ¿quién te crees?, ¡olvídalo!, y escribía sobre la libertad de unos para decir nada y cómo es eso lo que hoy busca la gente para aliviar sus vidas. Y no se pone a llorar al recordar que Miguel detrás del teléfono no dijo palabra alguna. No te enfades, contrólate, qué te ha pasado, necesito que conversemos con calma, no descargues conmigo tu furia no fueron palabras para ella.

Tuvieron que pasar entre 12 y 18 meses para que la ventana que Mareika escarbó llegara a medir nueve con dos centímetros de ancho por siete de alto y dejara negras y pequeñas sus uñas. La tierra, eso sí, continuó dispersándola en cada paso que daba una vez se sentía fuera del local y a menudo mientras sostenía el recuerdo de Miguel en cualquier bar. Podía algunas veces más el alcohol que la duda y el enfrentamiento entre seguir allí, vulnerable, o salir de allí sin miedos, hacerlo de pie y sin algún recuerdo. Resistir o decepcionarse. Y recuerda que la ventana fue lo suficientemente grande como para que un 28 de julio de fiestas patrias pudiese ver la seguridad policial desplegada por todo el centro de Lima y pudiese ver la incongruencia de tener eso, solo una pequeña y oscura ventana para ella, cuando afuera nadie la veía ni saludaba, cuando todas las paredes eran igual de grises, cuando todos afuera andaban opacos, a tientas escupiendo, arrastrando babas, recriminaciones superiores y ella de cuclillas o empinada gritando. Los policías pequeños y solos. Su ventana nunca pudo siquiera sorprender alguna mirada. ¿Debía tener un marco de madera rosa, blanco hirviente? La ventana fue para mí, lo piensa ahora ya recostada en la cama, observando el polvo que se acumula en la lámpara de papel, esperando quizá que alguien se una a su lado en silencio para abrazarla y sostenerle la ilusión de despertar. Para despertar y ambos leer una frase de Víctor Hugo que con cuidado ella ha escrito, aún no sabe por qué, en una cartulina gris de 120 gramos que hoy lucha con todas sus fuerzas por mantenerse con dignidad y soltura en la pared blanca de yeso firme, en un claro desafío.

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 Después de tropezarse con todos los tipos de persona que uno no puede imaginarse, un poco después de alguna despedida lastimosa, otras fugaces, con miedo y alguna desproporcional o llena de sobresaltos, eterna, Lucho deja regada una sonrisa cómplice y piadosa frente a un chico que, todo entero, simulaba ser una enorme pancarta de despedida y que entre las manos sostenía un pequeño ramo de flores. Demasiado amor, habrá pensado Lucho mientras el abrazo de la pareja joven era tan incómodo como la situación que ella estaba evitando continuar. Doce pasos, uno a la izquierda. Chao, mi amor, te llamo cuando llegue, quiso evitar escuchar decir a otra pareja que no se dejaba ir con menos miedo que muchos.

Quince pasos, dos a la izquierda, cinco a la derecha. Embriagado de tantos humores juntos, Lucho ha recorrido casi todos los pasadizos del aeropuerto, se ha sentado con una taza de café americano que él mismo había traído hasta su mesa, pero es momento de partir. Sí. A pesar de que muchos ya vuelven y otros han decidido no tener hijos, él se acerca con satisfacción a la puerta que divide a los que se quedan y los que no. Hay un gran nudo, un tumulto, un nudo con sus pequeños satélites. Uno y otro y otro más que una niña observa alejada tres metros de él. Alrededor de su padre, al parecer se han apretado tantos familiares como han podido llegar al aeropuerto. Con sus zapatillas rosadas, con cada minúsculo paso que da con timidez y sin dejar de ver a sus padres, tíos y primos, se va alejando, centímetro a centímetro. La luz es ancha, blanca, impertérrita, y de espaldas a los abrazos y a los vuelve pronto, hastiada se clava en el suelo recién encerado y en todas las tiendas de cosméticos y comida rápida. Más indiferente aún que la música que se desprende del establecimiento que vende pizzas y que se encuentra al lado de la primera puerta que sólo deben cruzar los pasajeros para pagar los impuestos de salida. Lucho espera en la primera cola larga y lenta, mientras la niña de ojos tan tenues como su pensamiento acepta la llegada de otra niña, tal vez su prima, tal vez un año mayor, jeans arremangados, un suéter verde oscuro cuya línea blanca en el cuello apenas le ilumina el rostro serio y que con pasos acompasados, aprendidos, pequeños, invita a la niña a bailar. Ambas se miran. Ni una sonrisa. Lucho también las mira. Ninguna sonrisa. A pocos metros toda la familia. Pasajeros del vuelo IG 6061 con destino Madrid, sírvanse abordar por la sala de embarque 21. Los nudos se desatan, se ensanchan, fijan besos o vuelven a atarse con fervor, conscientes de su efímera firmeza. Lucho cree que ambas niñas no saben acercarse, decir hola o adiós. No es un baile lo que representan, tal vez es una manera inocente de despedirse, piensa. Dan pasos sobre sí mismas cortos, tímidos, desorientados, desentonados. Sin embargo, después de poco más de quince segundos, la más pequeña de improviso se detiene, gira hacia su izquierda y al frente otra vez tiene cerca a sus padres. Su prima también detiene el ritmo que sólo capturó la atención de un niño moreno tal vez de la misma edad y que era sujetado por la madre. Ahora ambas miran a toda la familia. Cuatro metros. Sin frío, sin una respuesta ni gesto alguno en los rostros siguen observando la escena como quien intenta traspasar la materia y sostener con fuerzas sus pensamientos, hacerlos presentes, palparlos y avergonzarlos. El padre apura besos y la más pequeña, sin dejar de ver a sus padres, acerca su mano derecha en busca de la izquierda de quien está a su lado. La otra niña apenas siente algunos dedos y sin dejar de ver perpleja a toda la familia reunida, coge la mano de su prima pequeña. Ahora las dos se sostienen con el cariño distraído y necesario. Miran a sus padres, primos, tíos y abuelos y a Lucho que les dedica una sonrisa. Ellos lloran. Él intenta que no. La madre sostiene los brazos de su padre con fuerzas mientras lo mira como nunca antes se había dejado ver por otra persona. Tampoco entiende qué hemos hecho para llegar a esta situación. ¿Será tarde? Y apenas a tres metros la más pequeña coge tanto valor como puede, se suelta de la mano de su prima, toma el impulso de una cigarra interrumpida en su soleado día y ya entre los brazos de su madre logra despedirse con tanta tristeza que sólo los niños saben esconder. Chau, papi. Chau. Y medio cuerpo en el aire entre padre y madre deja el espacio necesario para que ellos se miren y sonrían y acaricien la espalda y cabellos de su hija. La más pequeña.

Pasajeros del vuelo IG 6061 con destino Caracas—Madrid, sírvanse abordar por la sala de embarque 21. Lucho sostiene con la derecha una mochila pequeña azul que le ha costado cerrar y examina cuidadosamente a quien se acaba de tropezar con él. Lleva unos jeans antiguos, una camiseta verde, los dientes frontales arreglados exclusivamente para el viaje, los ojos aún pequeños y las ganas de llegar a España más propias de un chico de 20 años. Él 48 y quien lo espera tiene 42. Es la primera vez que se sube a un avión pero el miedo que surge se disuelve entero cuando recuerda al coche bomba que casi le despedaza la vida junto con el hijo de su ex jefe. Estuvo unos ochos años al servicio de un comandante del ejército en el Perú. Era la época del terrorismo, de apagones y de coches bomba. Época de encendidos discursos, de respuestas desproporcionadas, de derechos humanos olvidados, de masacres que despertaron conciencias sólo una vez se sumergieron dentro de la capital. Héroes. Fantasmas. Crucifijos y blasfemias. Todo significaba sospecha. Todos los eran y todos enfáticos señalaban. Fue así que se vio obligado a seguir un curso dentro de las instalaciones militares. Curso de adiestramiento antisubversivo. Época en la que nació su cuarto hijo y luego la pequeña. El comandante también era muy fiel y muy pegado a la letra, a cada palabra escrita. Y Lucho siempre lo acompañaba, a cada paso que daba, con el rostro en alto, la mirada tibia y a dos o tres metros de distancia. Detrás. Después debió estar en dos, tres, cuatro y cinco intervenciones y en más de una tuvo que participar con rotundidad. Entonces un día se acercaron a él y le dijeron que tuviera mucho cuidado, que sabían que se encontraba en una de las tantas listas negras que redactaban los subversivos. Los escuchó, se sentó, habló con sus jefes, lo pensó camino a casa y decidió irse. A veces no llegaba a casa durante dos, tres días porque tenía que acompañar al comandante o a su familia. A veces hacían interrogatorios y otras veces se les iba la mano. Se les fue la vida en otras oportunidades dentro de una pequeña habitación. Las horas no importaban. Inocente o culpable, no importaba. La primera vez no pudo dormir varios días, pero después la culpa se desvaneció. Y su vida, metro a metro, se fue transformando en una constante paranoia. Caminaba y giraba y miraba a todos lados y volvía a girar a llegar a casa cada día por diferentes lugares, introducir la llave en la cerradura y volver a girar, observar la esquina y a quienes están en la tienda pequeña a pocos metros. Persona mestiza y extraña, sospechosa. Quizá era aquel hombre de camisa blanca que iba a sacar un arma y de una vez dispararle hasta matarlo tres veces o aquella mujer joven que finge dar de lactar a un niño. Y Lucho se cansó, se dijo a sí mismo que aquello no tenía concepto alguno de vida, tomó sus cosas y se despidió.

—Disculpe, ¿el 32 J? El asiento —improvisa quizá con el objetivo de parecer menos tenso, más amable con las azafatas vestidas de azul, cinturón blanco y un pañuelo amarillo que cuelga en sus cuellos con el fin, se rumorea, servir de habitáculo de todas las sonrisas que deben proferir ante cualquier actitud o circunstancia hostil durante las horas de vuelo. No importa cuál sea. Siéntese, por favor. Enseguida se lo traigo, pero, por favor, siéntese que no puede estar de pie, señora. ¡Señor! ¡Señor! El cinturón. ¿Usted fumó en los servicios? Es decir, una vez aterrizado el avión o aterrorizados los pasajeros, estos hombres y mujeres se desprenden, gracias a Dios, de dicho artilugio y dejan descansar la mandíbula y el aliento. Dicen que la fatiga por todo el esfuerzo es tal que algunas turbulencias se deben al desahogo conjunto de estos empleados mientras se ocultan entre las alas. Quizá por eso también se deba su impasibilidad frente a estos abruptos e inhumanos zarandeos, le habían comentado a Lucho, pero él después de las indicaciones de la aeromoza se sienta convencido de que ello no se iba a acercar una pizca a todos aquellos años que vivió en Lima como guardaespaldas de un comandante del Ejército Peruano. Observa detenidamente a los lados y aún no tiene compañeros de vuelo que ocupen ya los seis asientos con los que podría acaso tomar un respiro, una mirada de complicidad asustada o compartir entre las turbulencias un recuerdo. La mochila en su sitio. Perfecta. Aún del mismo color. Ni más ni menos. La pantalla que intentará con sus películas ofrecerle un chapuzón de absurda letanía está a unos cuantos metros. ¿Cinco? ¿Siete? Ojalá no la haya visto ya. Que sea divertida. Dos filas adelante, a su izquierda, una señora conversa con la que se encuentra a su lado con una desmedida simpatía. Ambas robustas. Ambas muy distraídas de lo que dicen. Un reloj, varios anillos, pendientes de oro, una cadena en el cuello de la cual cuelgan también muchas imitaciones de piedras rosas, verdes, marrones, violetas y continúan hablando de su trabajo: llevar y traer maletas llenas que una agencia en Madrid les ofrece cada vez que visitan Lima. Veinte euros por maleta, no está mal, pero la vez pasada, comadre, ya hace como ocho meses, tuve que cargar con dos maletas llenitas, llenitas que su dueña ni sabía que existían. Esperando, esperando, me tuvo la muy condenada. Vaya, usted a saber. Y extrae del bolsillo del asiento que tiene delante una de las revistas que empieza a revisarla como si ya la hubiese leído.

Lucho tampoco tiene cerca la ventanilla. Sólo todas las ilusiones de llegar a España y, si es posible, al día siguiente ponerse a trabajar. Unos mil doscientos euros le pagarán y así ahorraría para poder enviarles dinero a sus hijos y a su madre. Y el rostro igual. Qué puede estar pensando ahora una persona con ojos pequeños que mantiene una media sonrisa en todo momento, cordial, que a contados segundos escudriña de nuevo su asiento y su postura y que precisamente en ese momento es consciente de cómo se le cae la mirada, cómo ya en este instante un recuerdo, tal vez, la empuja una y otra vez, pero él, inmediatamente fija el rostro sereno y confía en que su media sonrisa lo dejará ir completo a tierras ajenas. Es así, compadre. La vida es así. Y aquí estoy. Chau, hijas. Cuídense, recuerda haberlo dicho.

—Cuídense —apenas se le escucha murmurar mientras con la mano derecha se dibuja sobre el rostro el crucifijo que tanto tiempo llevó en el pecho cuando era adolescente.

—Disculpe —y Lucho levanta la vista.

—Sí, pase, perdón —y Lucho encoge un poco las piernas, las pega a su asiento azul claro con cierta torpeza que no disimula, y una chica de unos 27 años, pelo castaño lacio, delgada, lo observa como si quisiera deshacerse de algún juguete de un niño que impide su paso, se sostiene la falda color bordeaux para quizá, él lo piensa, no se le enganche entre los brazos de los asientos azules y blancos y no deje así más al descubierto sus suaves piernas. Se gira. Lo vuelve a mirar. Él sonríe y ella íntimamente triste se sienta a su lado. No se ha despedido de nadie y nadie sabe que no piensa volver. El gris del día se mantiene y ella lo lleva en cada uno de los movimientos que trata de esconder al examinar con cuidado su rededor. Lucho se ha percatado de ello. La quiere arropar. Falta poco, no te preocupes, ya estás fuera, estarás mucho mejor, ¿no estás feliz de viajar?, le quiere decir.

El avión se va llenando como suele completarse una sala de cine en esta ciudad. Algunos van con mucha paciencia, otros han montado prácticamente una tienda de campaña en el pasillo que impide el paso. Y estos niños de dónde han sacado el barro. Y habrá alguno que se perderá los ‘trailers’ pero que fastidiará al público asistente porque tardará en sentarse en el lugar que le corresponde mientras en las manos lleva el ‘supercombo’ de palomitas de maíz y gaseosa helada. No, aquí no es. Sí, esté es 28 B pero, a ver, muéstreme su pasaje, por favor, usted es 26 B. Ah, disculpe. Y una sonrisa. Así que hoy aquí está. Lucho no tardará en decir que muere por ella, que tendrá que volver algún día por su comida, por su familia, por el caos vehicular, por cómo se desangra frente a la inseguridad, pero allí estará con sus cervezas junto al mar. Arriba desde el acantilado o bajo él. Siempre junto al mar. Disfrutar con un plato de cebiche, siempre la cebolla separada del pescado crudo y, por favor, que el ají pique lo necesario, porque si no, no es cebiche y la cervecita no desparrama así su dulzura; mientras él ahora soporta a las ya más de cien personas que se acomodan en el interior de un avión que por fuera no parece tan amenazador ni que cuente con la capacidad de poder volar. Confiado o no, una y otra vez vuelve a revisar su cinturón de seguridad, gira impaciente a los lados, quiere hablar, quiere poder encontrar a alguien para preguntar. Entonces lo entiende, se llena de toda la cortesía que puede sostener entre sus manos gruesas, de carpintero itinerante, y a la primera aeromoza que ve caminar por el pasadizo revisando los compartimentos de los maletines, le pregunta cuánto iba a durar el viaje hasta Madrid. Lo sabía, lo había averiguado muchas veces pero quería cerciorarse una vez más.

—Debemos primero aterrizar en Caracas, ¿lo sabes, no?, después hacer un transbordo, después de esperar unas cinco o cuatro horas. Tienes que estar muy atento porque ese aeropuerto, me han dicho, es un poco caótico, pequeño pero muy enredado, mucho —le dice a Lucho la chica que se sienta a su derecha, con un pequeño gesto de respuesta automática, de benevolencia, después de que la aeromoza y su moño cuidadosamente sostenido detrás de la cabeza le enfatizara que aún no despegaban y que, por lo tanto, en esos momentos no podría decirle cuándo llegarían. Un ligero gesto de prepotencia entre los pequeños labios cerrados y se marchó apresurada, despiadadamente llevando entre las manos un poder que se desvanece una vez todo avión toca tierra.

—Yo sólo quería hacerle una pregunta —se queja Lucho.

—Estas mujeres viven de un humor que sólo entre ellos se entienden, por todo lo que, ¿quién sabrá? ¿Este avión hace escala en Caracas, no? —se interrumpe Danielle antes de terminar la frase que Lucho tanto quería oír. Antes de apagar esa sonrisa que provocan los ojos divertidos que Lucho pone al dudar aún más de si éste es el avión correcto.

—Sí, eso creo, ¿no? —duda Lucho—, pero volveré a preguntarle a la aeromoza, a esa que me ha puesto muecas de niña con rabieta como si se le hubieran acabado los caramelos —Lucho sonríe, coge con prisa la revista que tiene delante, la abre pero no tiene la más mínima intención de leer. Una semana para él en Gran Canarias está tan lejos como su mente en estos momentos. No tiene idea de dónde está. Tiene el cinturón muy bien colocado y un tanto desgastado—. ¿Así que vamos a Madrid juntos?

La puerta la cierran con fuerza. Tirando con las dos manos. Las aeromozas regadas por los pasillos empiezan a explicar qué se debe hacer si el avión tiene algún percance durante el vuelo. Cinturón. Mascarilla. Puertas y ventanas de emergencia. Chaleco amarillo. Primero tú, luego el niño. Tanto mar, tierra, montañas y cabezas por cruzar y sólo cuentas con un libro, unas películas, dormir y, si es posible, algunas pastillas para no sentir las turbulencias ni los pies descalzos. Y sí, la situación sería imposible de seguir si es que realmente ocurriese algo durante el vuelo. No sólo durante éste, durante cualquiera, también durante aquellos que tardan apenas una hora.

Muchos se habrán preguntado si ellas y ellos lo saben, si creen realmente que seguir cada uno de los pasos que detallan a veces en tres idiomas…

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