La habitación estaba desordenada totalmente aquella  noche. La ropa diseminada  en el suelo y la cama deshecha. Libros y papeles se amontonaban sobre la mesa. Los cajones del armario estaban abiertos y revueltos. Un figura solo iluminada brevemente por el reflejo de los anuncios de neón de la fachada de enfrente, se vislumbraba entre la oscuridad. Estaba sentaba en un rincón sosteniendo apenas un vaso que no dejaba de mover a un lado y a otro. Sobre la mesa había también un paquete grande sin abrir.

– ¿Todavía estás así?  Llegaremos tarde,- dijo una voz desde el pasillo al tiempo que se entreabría la puerta.

El hombre no respondió. Ni siquiera hizo un gesto. Continuó mirando el vaso ensimismado.

– Pero, ¿qué te pasa?, – insistió la voz aún desde el pasillo.

El hombre levantó la vista.

– Otra vez,- murmuró.- Nunca me dejarán en paz…  Lo saben.

La mujer entró por fin en el dormitorio y encendió la luz.

– ¿De qué hablas? ¡Cómo está todo! Sabes que no me gusta que te pongas así… Y no me gusta que escondas botellas en el dormitorio,- añadió intentando arreglar un poco el desorden de los cajones.

Dorleac mantenía la mirada fija en el paquete que permanecía sobre la mesa.

Al volverse ella se dio cuenta que era aquel misterioso envío lo que le alteraba tanto.

– ¿Es esto lo que te pone tan nervioso?,- preguntó dirigiéndose a la mesa.

– ¡No  te lo lleves!. Es para mí,- exclamó él.

– Está bien, pero vístete de una vez. La fiesta es en tu honor y no estaría bien que llegásemos tarde.

La mujer salió del dormitorio. Dorleac se quedó aún un buen rato sentado en el mismo rincón, con la luz de neón iluminándole directamente el rostro. Unas gotitas de sudor resbalaban por su frente.

– No podréis conmigo… No podréis,- exclamó de repente poniéndose en pie y dirigiéndose con paso que pretendía ser firme hacia el armario.

 Escogió su mejor traje y su camisa más cara y se vistió con parsimonia. Siempre que atravesaba un periodo parecido le daba la sensación de estar suspendido en el espacio y que el tiempo se había detenido en la oscuridad de la habitación.  Se sentía extraño y no deseaba la compañía de nadie. Pero aquella noche era diferente.

– Olga, ¿estoy bien así?,- preguntó saliendo al pasillo dónde esperaba la mujer ya arreglada y lista para salir.

Ella le revisó con cuidado y le ayudó a colocarse bien la corbata.

– Si, así, muy bien. No comprendo por qué has elegido precisamente esta noche para ponerte así. Ya sabes lo importante que es, – comentó mientras le ajustaba el nudo.

– Vámonos ya, interrumpió él bruscamente.

Olga le miró sorprendida. Él se apartó suavemente y salió al jardín. Necesitaba aire fresco, pero después de la atmósfera opresiva que había respirado todo el día encerrado en su habitación, la brisa de la noche le hizo sentirse mareado. Tenía una extraña sensación de vértigo. Con paso lento se dirigió al garaje para sacar el coche y lo llevó a la puerta principal. Allí, sentado al volante, esperó a que Olga se reuniera con él.

– ¿Quieres que conduzca yo?,- preguntó ella nada más subir al vehículo.

– No, me apetece hacerlo a mí,- respondió él al tiempo que ponía el motor en marcha.

– No recuerdo si he apagado todas las luces,- murmuró Olga.

– ¿No irás a entrar otra vez?,- preguntó él con tono irritado.

– No, es igual. Vámonos ya.

Durante la primera parte del trayecto permanecieron callados, como si ambos disfrutaran tanto del silencio que se resistieran a romperlo. La fiesta se celebraba en la casa de campo de un importante hombre de negocios admirador de su obra y deseoso de mostrarlo a sus amistades.  El magnate en

cuestión vivía a las afueras de la ciudad, en un barrio residencial, pero su mujer había tenido el capricho de celebrar la fiesta en el campo, cosa que irritaba profundamente al Dorleac, que, al contrario de lo que le había dicho a Olga, no tenía ganas de conducir.

– Me fastidian estas fiestas,- dijo al fin el hombre dando rienda suelta a su malestar. – Todos esos tipos queriendo dar su opinión sobre mi obra. Se creen muy entendidos solo porque les sobra el dinero para coleccionar cuadros famosos. Como si fueran cromos, sin saber apreciarlos. Y en cuanto a mí…Exhibirme como si fuera un perro de competición.

La mujer sonrió levemente al responder:

–  Vaya, qué humor tienes esta noche, pero recuerda que gracias a ellos tenemos este coche y la casa. Tú puedes permitirte el estudio más lujoso de la ciudad y los viajes…

El pintor hizo un gesto despectivo y permaneció callado. Seguía nervioso. Las luces de los coches que venían de frente le hacían daño en los ojos y no le dejaban concentrarse en la conducción.

– Esos dichosos anónimos,- pensó en voz alta.

Su mujer le miró tratando de adivinar lo que se escondía en su mente en aquellos momentos.

– ¿Por qué te preocupan tanto?. Probablemente se trate de algún pintor desconocido que quiere mostrarte su obra para que le ayudes,- argumentó tratando de tranquilizarle.

– ¿Y por qué son anónimos?. Lo lógico sería que me hiciera saber quién es para que pueda ayudarle, ¿no?.

– Quizá no se atreva. Tú mejor que nadie deberías saber lo pudorosos que son algunos artistas respecto a sus obras. Cuando reúna valor suficiente, verás como te dice quién es.

– ¿Habrán invitado a Leo?,- preguntó ella tras un nuevo y breve silencio. – No lo soporto… Y tú no debes dejarte pisar el terreno.

Dorleac la miró con una sonrisa irónica dibujada en sus labios.

– Sabes que no es mi costumbre.

– Ese hipócrita halagador. No hace más que adular a todo el mundo para conseguir exponer en el Salón de las Artes este año.

– ¿Y no es eso lo que hacemos todos?,- preguntó con sarcasmo.

Olga le miró seriamente. No le gustaban las bromas a ese respecto. El Salón de las Artes era la más importante del país, incluso una de las más importantes del mundo. Exponer allí significaba la consagración definitiva.

– Tú tienes más derecho que nadie a inaugurar la temporada,- respondió secamente.

Dorleac sabía lo ambiciosa que podía llegar a ser su mujer y que no solía tener reparos a la hora de llevar a cabo sus propósitos. Eso era precisamente lo que más le gustaba de ella. Pero ni siquiera pensar en su competidor podía hacerle olvidar el anónimo recibido esa misma mañana. Era el cuarto en los últimos tres meses.

Los invitados ya habían comenzado a llegar. Dorleac los observaba desde el coche. Había aparcado en la oscuridad  y llevaba un rato con la mirada fija en la iluminada entrada de la casa. Olga se limitaba a esperar pacientemente a que se decidiera a salir del vehículo. Sabía que cuando se ponía así era inútil darle prisa. Además últimamente estaba mucho más extraño que de costumbre.Por fin Dorleac abrió la portezuela lentamente y salió muy despacio. La mujer le siguió. Habían caminado en silencio unos pocos metros cuando se detuvo y giró sobre sus pasos.

– No quiero entrar…- susurró.

Ella le miró asustada de que pudiera echarlo todo a perder.

– Pero, no seas niño. Tienes que entrar.

– Estoy más que harto de todo esto,- replicó furioso.

Olga miró hacia la casa y comprobó con alivio que aún no se habían percatado de su presencia en el jardín. Tomó a Dorleac por un brazo y lo llevó a un rincón más apartado.

– Escucha,- le dijo.- No querrás que todos piensen que tienes miedo… Que le tienes miedo a Leo.

Olga conocía muy bien a su marido y sabía cuan grande era su orgullo y  que si había algo que no soportaba era la compasión. Esas palabras bastaron para que el hombre cambiase de expresión y se dirigiera de nuevo hacia la casa.

Los anfitriones estaban en la entrada del salón dando la bienvenida a los invitados. Cuando les vieron llegar se dirigieron inmediatamente a ellos.

– Al fin, el invitado de honor,- dijo el dueño de la casa tendiéndole la mano.

– Empezábamos a temer que no viniera,- añadió su esposa.

El pintor saludó haciendo un gesto con más cortesía que agrado y respondió:

– Deben disculparnos. Ha sido culpa mía, estaba trabajando en una nueva obra y he perdido la noción del tiempo.

– La inspiración ante todo.

– A un artista se le perdona todo. Es natural que sea indiferente a nosotros pobres mortales, – terció la anfitriona en un tono de pedante admiración que hizo que Dorleac le lanzase una mirada de desprecio que solo Olga pudo percibir.

– Acompáñame, – añadió. – Le presentaré a los invitados que no conozca. Hay amigos que están deseando saludarle.

Ambos se alejaron hacia el centro del salón. Olga y el millonario siguieron sus pasos.Enseguida se vieron rodeados por los invitados. El pintor se sentía incómodo y en cuanto tuvo oportunidad de deshacerse de aquella gente se alejó hacía la entrada al jardín, encendió un cigarrillo y salió.

– ¿Dónde está Lorenzo?,- preguntó Olga al cabo de un rato de no verle.

– Se fue por allí… Si le encuentra dígale que quiero hablar con él, – respondió el dueño de la casa.

Olga siguió la dirección indicada. A cada paso alguien la abordaba:

– ¿Trabaja su marido en alguna obra en estos momentos?

– Me gustaría invitarles a mi casa…

– Mi hijo pinta, ¿sabe? Si su marido quisiera echarle un vistazo a sus cuadros…

Ella no prestaba atención a lo que le decía. Asentía, sonreía y respondía mecánicamente con monosílabos.

Por fin pudo llegar a la entrada al jardín y se asomó. Allí vio a Dorleac que fumaba, nervioso, mientras mantenía la mirada fija en el seto que rodeaba la piscina.

– ¿Qué haces aquí a oscuras?, – preguntó contrariada. – Lo vas a estropear todo. Esta fiesta es en tu honor y…

–  ¡Ya lo sé! No creas que me he olvidado de eso, – respondió él furioso.

– Te tiemblan las manos. ¿Se puede saber qué te pasa?, – dijo ella cambiando el tono por uno mucho más dulce.

Dorleac se miró las manos. No se había dado cuenta de que se movían. El cigarrillo se agitaba entre sus dedos dibujando pequeñas espirales de humo.

– Necesito una copa,- susurró.

– Ven dentro,- dijo ella empujándole suavemente de vuelta hacia el salón.

De nuevo en la fiesta, Olga le consiguió una bebida y eso pareció relajarle. El anfitrión no tardó en verle y le hizo una seña para que se acercase.

– Quiere hablar contigo,- dijo Olga.- No olvides permanecer tranquilo. De él depende que te elijan para inaugurar la temporada. Al fin y al cabo es quién sufraga casi todos los gastos del Salón. Su opinión debe prevalecer.

El pintor caminó con desgana hacia el corrillo que se había formado alrededor del dueño de la casa. Estaban charlando animadamente. Entre ellos estaba Leo, su rival. El único que podía hacerle sombra en aquel momento.

– ¡Ah, Dorleac!. Por fin se une a nosotros.  Alguien quiere darle una gran noticia, – dijo uno de los congregados, pero él no prestó atención ni a esa voz ni a las adulaciones de que fue objeto nada más acercarse. Sonreía, eso sí, manteniendo esas apariencias que sabía guardar tan bien.

– Vamos no hace falta que le deis más rodeos, ya sabemos de qué se trata. Nadie tiene los contactos de nuestro amigo, – dijo Leo con mal disimulada sorna.

– Por favor déjate de comentarios desagradables, – le regañó divertida una de las invitadas.

Dorleac se limitó a seguir sonriendo sin decir palabra. No soportaba a aquel tipo, quizá porque le recordaba demasiado a sí mismo. Prefirió callar a decir algo inconveniente que lo estropease todo.

– Ha sido elegido para inaugurar el Salón de las Artes este año, – dijo por fin el anfitrión sin poder contenerse más.

Dorleac respondió con un estudiado gesto de asombro.

– No sé que decir,- balbuceó con afectado acento.

– Vamos, piensa. Seguro que se te ocurre algo,- dijo Leo.

– Nuevamente Dorleac ignoró el comentario. Pasados unos momentos de insoportables halagos y felicitaciones, el pintor sintió que se ahogaba y que no soportaba aquel ambiente ni un segundo más.

– Me disculpan, – murmuró apartándose de los invitados.

– Irá a contárselo a su mujer. La noticia le ha pillado por sorpresa.

– ¿De veras lo cree?, – escuchó al alejarse.

Olga charlaba animadamente con otros invitados cuando su marido se acercó y le susurró al oído:

– Vámonos ya.

Ella le miró a los ojos intentando averiguar el resultado de la conversación, pero no pudo penetrar el hermetismo de su expresión. Se despidieron de todos y ya en la calle, preguntó abiertamente.

 – Lo he conseguido,- respondió él.

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