Capítulo 1.- Las colonias solitarias.
Planeta Enki, año 2193 de la segunda era interestelar.
Los cadáveres resaltaban sobre la nieve como manchas de color en un lienzo blanco impoluto. Un cuadro abstracto desde el cielo, pero su contemplación no producía paz, más bien desataba la impotencia de la joven piloto del cuerpo interestelar que conducía una de las dos naves triangulares cuyas sombras se proyectaban al mediodía sobre la ciudad de Dsimeni.
Una población pequeña. Una de esas tantas ciudades insignificantes que se esparcían por Enki y otras colonias solitarias. Planetas con menos de cien mil colonos, alejados de los centros de poder. Algunos de ellos estaban cerca de Tigris, cuyas fuerzas de protección eran las únicas que podían ayudarlos. En aquella ocasión, habían llegado tarde y Helena no podía dejar de lamentarlo.
Las imágenes que contemplaba, recogidas por las cámaras exteriores de la nave y ampliadas cientos de veces, eran dantescas. Los colonos del planeta habían sufrido un ataque tan cruel como, sin duda, inesperado a juzgar por sus posturas, por la forma en la que habían caído, sorprendidos mientras realizaban sus tareas cotidianas.
Había un hombre inclinado en una posición antinatural, con una motosierra en la mano y un grupo de troncos, a su lado, que debía de estar cortando cuando le arrancaron la vida. Una mujer sin cabeza estaba tendida junto a una cuerda de la que colgaba la ropa de toda una familia. Más allá aparecía un tipo bien vestido, tirado sobre la calle, a la puerta de lo que, a todas luces, era un banco, tal vez el único banco de aquella población de apenas seis mil quinientas cincuenta y seis almas, según informaba ST56 a Helena. Almas cuyos cuerpos, cualquiera podría jurarlo sin temor a equivocarse, ya no se contaban entre los vivos.
—ST —se dirigió Helena a la inteligencia artificial de la nave— compara las imágenes con tus archivos de otros ataques, por favor.
ST56 respondió en menos de 30 milisegundos a la orden de su piloto. Con un 99% de probabilidad, aquel era un trabajo de piratas espaciales. «De los piratas de Macbeth», añadió Helena para sí misma.
—Ian —llamó Helena a través de la radio al otro piloto que, además, era su hermano—. Quiero echar un vistazo allí abajo.
—¿Quieres tomar tierra?
—Sí.
—¿Asegurarte de que han sido los piratas de Macbeth?
—No. Sé que es la gente de Macbeth —respondió Helena—. Pero hay que confirmarlo.
—¿De veras? —preguntó Ian.
Su hermano estaba siendo sarcástico. Ella le envió un mensaje a través de la conexión mental que ambos tenían con sus IAs: «tengo una intuición». Su hermano no respondió, pero dejó sentir su apoyo a través del enlace mental. Es más, frenó y desvió su nave para situarla a la cola de su compañera. La seguiría. Ian confiaba en sus intuiciones tanto como un devoto en su dios.
Helena buscó el lugar propicio para iniciar la maniobra de descenso mientras trataba de dominar su furia. Cuando las imágenes de Dsimeni se difundieran por las redes de información interestelares, muy pocos se atreverían a acusar directamente a Macbeth. Aunque ya casi nadie se llamaba a engaño: el «Padre Protector» de La Tierra estaba implicado, de una u otra forma, en la financiación y el entrenamiento de aquellas hordas que lo arrasaban todo a su paso.
«Parece mentira. Cómo ha cambiado todo», pensó Helena. Había leído los diarios de su bisabuela, que también había pertenecido al cuerpo, como ella. Por ellos sabía que, en la época de la gran expansión interestelar, las pequeñas colonias eran seguras. El cuerpo controlaba el espacio y era, a la vez, fuerza de protección y de exploración interestelar. El pequeño universo humano estaba bien resguardado.
Pero eso había sido antes de que La Tierra fuera redescubierta. Antes de que los planetas malditos se reintegraran a la comunidad interestelar. Antes de que atravesar el espacio se convirtiera en algo más fácil, rápido y seguro gracias a la detección sistemática de puntos de salto. Y antes de que los humanos se encontraran con los primeros alienígenas.
En menos de ciento cincuenta años, la diminuta región galáctica ocupada por la humanidad había experimentado un vuelco de ciento ochenta grados. Ahora las cosas habían cambiado y seguían cambiando muy rápido y no siempre para bien. El universo humano se transformaba a una velocidad increíble y la transformación no había terminado. Nadie sabía cómo acabaría.
Aunque, de no ser por ese vuelco, ella no habría nacido. Una parte de su ser, una esencial, era alienígena. Helena no podía negarla, como no podía negar su parte humana, mucho más visible: los mestizos como su hermano y ella no se diferenciaban a simple vista de un humano corriente.
No podía negar nada de lo que era, como tampoco podía negar que tenía una misión que cumplir.
«Una misión imposible», suspiró Ian.
«¿Desde cuando escuchas mis pensamientos?», bromeó ella.
«Desde siempre. Sobre todo, cuando estás conectada mentalmente a ST».
«Hay que ver. Contigo nunca hay intimidad».
«Esa también es una misión imposible. Lo siento».
«Misión imposible es ésta: para Enki ya es tarde, Ian».
«Lo sé. Esperemos que no lo sea para Innana y Gilgamesh».
Había una mezcla de tristeza y esperanza en el pensamiento de su hermano.
«Ahora los colonos tendrán prisa por evacuar», pensó Helena.
«Y no tenemos espacio para todos en la Ursa Minor ¿lo has pensado?».
«Sí, y eso va a ser un problema».
El peligro acechaba a las pequeñas colonias. El gobierno de Tigris repetía una y otra vez desde hacía años a los habitantes de determinados mundos que debían abandonarlos y emigrar a los grandes centros planetarios. Pero la mayoría de colonos eran tozudos. Tenía su lógica: eran granjeros, agricultores, ganaderos, mineros… Dejar sus tierras era dejar lo único que tenían.
Unas semanas atrás, una pequeña parte de los ciudadanos del sistema estelar de Enki, Innana y Gilgamesh habían decidido por una vez hacer caso a Tigris. El cuerpo había enviado una nave colonial de transporte, la «Ursa» y, por si acaso, una pequeña fuerza de protección. Su hermano Ian y ella eran parte de esa fuerza. Lamentablemente, en Enki ya solo quedaban los muertos.
«¿Cuándo vamos a descender, Helena?»
«Tú cállate y mantén la mente abierta, a la escucha, como hago yo, y deja, por una vez en tu vida, de incordiar», respondió ella.
«Soy tu hermano pequeño. No puedo dejar de incordiar».
«Ya lo sé», suspiró Helena.
Ian y ella posaron los aparatos en una zona despejada, lejos del centro de la ciudad. En las afueras, las viviendas estaban espaciadas entre sí, separadas por campos cubiertos de nieve. Los motores iónicos de plasma levantaron una leve polvareda blanca.
Cuando se detuvieron por completo, Helena se quitó el casco de vuelo y lo dejó en la cabina del Starject X1, el monoplaza último modelo que, equipado con un motor de fusión, era rápido y diabólico en los giros en la atmósfera gracias a sus alas desplegables; y veloz como un rayo y ágil como un duende que aparece y desaparece en el espacio. El X1 era el halcón volador por antonomasia, el que hacía las delicias de los pilotos de Tigris.
El pelo castaño de Helena se agitó al viento mientras abría la cabina y asía un casco más ligero, de marine. Descendió de la nave de un salto. El aire era gélido y el aliento parecía congelarse en minúsculos cristales en cuanto entraba en contacto con el exterior.
Helena le señaló a Ian una vivienda familiar que estaba un poco apartada del pueblo.
—Vamos hacia allí.
Ella caminó al frente mientras él la seguía. Hacia la mitad del recorrido, una de las piernas de Helena se hundió en la nieve hasta la rodilla y ella lanzó un grito de dolor. Ian la alcanzó enseguida.
—¿Estás bien?
—No sé dónde diablos he metido el pie —exclamó desde el suelo.
Ian se inclinó sobre su pierna con un gesto preocupado:
—Deja que te mire.
—Puedo andar —le respondió Helena, que se incorporó rápidamente y apartó la nieve de sus pantalones; quedó una leve polvareda blanca sobre el negro uniforme, el color oficial del cuerpo interestelar. Le hizo un gesto a su hermano para que siguiera adelante—. Vamos a la casa y allí veremos.
Ian llegó antes y advirtió la puerta ligeramente entreabierta: apenas una rendija. Pero no entró. Esperó a su hermana con la espalda apoyada en la pared, junto a la abertura. Ella se movió con sigilo y se puso al otro lado de la puerta. Ambos, concentrados en su trabajo, sacaron la pistola láser reglamentaria. Ninguno de ellos llevaba otra arma y ésta rara vez la utilizaban. Sólo para amedrentar. Tenían medios mucho más contundentes para eliminar a sus enemigos. Aunque era mejor no revelarlos.
«No hay nadie vivo ahí dentro», pensó Ian y, a continuación, dio una patada en la puerta, que se abrió de golpe. Una buena cantidad de nieve entró en la casa y, tras ella, Helena traspasó el umbral. En el recibidor estaba el primer cadáver. Se agachó y comprobó la rigidez del cuerpo. Llevaba muerto días y solo el intenso frío había impedido la putrefacción. Era un anciano, pero, por su aspecto, debía de haber tenido una buena fuerza física cuando estaba vivo. Se había resistido y había recibido numerosas heridas y golpes.
Vio los demás cuerpos en los pensamientos de Ian antes de que él llegara a decir algo. Una parte de su mente siempre veía y sentía lo que su hermano sin prestar demasiada atención a ello, pero aquella explosión de emociones por parte de él atrajo toda su interés enseguida: era el equivalente silencioso de un grito. Se volvió y allí estaban, en medio del pasillo, los dos bultos pequeños que había descubierto en la visión procedente de Ian. Intercambió con él, a un ritmo veloz, frases mentales que eran, más bien, ideas o imágenes que ni siquiera necesitaban una formulación gramatical.
«Son niños».
«El viejo ha caído defendiéndolos».
«Parecen dos. Muertos».
«Eso creo».
Sin embargo, Helena se acercó a los cuerpos. Eran un niño y una niña. Les calculó unos diez y seis años, respectivamente.
«Debajo del niño hay algo», pensó Ian, que la había seguido. Movió el cadáver y con ello dejó al descubierto un tercer cuerpo. Era un bebé.
—¡Piratas, brutos, asesinos! —exclamó Ian, que solía expresar sus sentimientos en voz alta, como ella, cuando estaba enfadado.
—Quién les entrena y les da las armas es peor que ellos —respondió Helena en un susurro—. Por desgracia, Macbeth sabe muy bien lo que quiere.
Helena guardó su arma, levantó al bebé y le acarició la cara con su pulgar enguantado. Parecía dormido. No había sido golpeado ni herido violentamente, como los otros dos pequeños. Quizás se había asfixiado bajo el cuerpo del niño mayor; quizás había muerto de frío. Sintió la furia crecer en su interior. También sintió la de su hermano. Le dijo:
—No van a detenerse aquí, Ian —volvió a dejar con cuidado el cuerpo del bebé junto al de los otros niños y se alejó. Cruzó la puerta y aspiró con fuerza el aire frío del porche de la casa. Ian la siguió y contempló junto a ella las llanuras blancas suavemente onduladas. Helena continuó hablando—: Ian, los piratas van a destruir todas las colonias solitarias que encuentren. Hay que sacar cuanto antes a la gente de Gilgamesh pero, en primer lugar, deberíamos rescatar a la colonia de danaims que existe en Inanna. —Tragó saliva—. Irán a por ellos.
Una imagen del capitán de la expedición de la que ambos formaban parte cruzó por la mente de Ian, junto con una idea que podría formularse así:
«Sí, es verdad. Pero el orden de evacuación lo decide Lutien. Y decidirá Gilgamesh. Es lo que yo haría si no supiera lo que sé».
Helena suspiró y trató de bromear: quitar hierro a la situación ya de por sí complicada a la que se enfrentaban.
«No lo llames Lutien. Es el capitán Thomas. Trata con respeto a tu superior». Helena sonrió. Era la primera vez que lo hacía desde que habían descendido ambos de sus monoplazas. Ian le devolvió la sonrisa.
«Tu recién ascendido capitán».
Ian estaba en plan gracioso. Ya le enseñaría ella. Esta vez habló en voz alta.
—No es mi capitán —dijo. Su hermano y ella solían alternar diálogo mental y vocal con tanta facilidad que apenas eran conscientes del cambio de registro.
—Sí lo es —respondió él.
—No en el sentido que quieres darle.
Ian puso los ojos en blanco y dio por terminado el diálogo sobre aquel tema. La aferró por los hombros y la empujó con suavidad hacia atrás.
—Déjame ver tu pie.
—Ah, claro —Ella dejó que él la tumbara sobre el suelo de madera del porche y extendió su pierna—. ¿Sabes? No duele nada.
—Porque has aislado el dolor lejos de tu mente consciente —dijo Ian. A continuación pensó: «¿De verdad crees que puedes engañarme? Soy tu hermano, Helena. Sé hacer los mismos trucos que tú».
—Aunque no lo aislara, tampoco dolería demasiado —insistió Helena.
Ian giró su pierna, cubierta por la bota desde el pie hasta la pantorrilla. Silbó sorprendido, al mirar la cara interna del calzado, cuya piel estaba rajada en la zona del tobillo. En los bordes de la rotura había sangre. Bastante. Aunque se notaba que había comenzado a secarse.
—Helena, no sé si tienes una torcedura, pero seguro que llevas un buen corte.
Ian agarró el tacón de la bota para tirar de ella y liberar el tobillo de Helena, pero ella puso una mano enguantada sobre la de él y lo detuvo.
—Es mejor que no, Ian. Puedes reabrir la herida. Cuando lleguemos a la «Ursa».
—Me parece que va a tener que venir la nave de emergencias médicas a por ti.
—¡Vamos, serás exagerado! No es necesario. Puedo volver en el monoplaza. Es más rápido.
Ian expresó sus dudas de forma mental. Ella insistió.
«Cabezota», se rindió él. Se puso en pie. «Pues, cuanto antes volvamos, mejor».
Helena, aún en el suelo, se resistió a levantarse. Su intuición le decía que no se marchara, no aún. Trató de poner la mente en blanco o de pensar en algo trivial. Miró la nieve amontonada en los bordes de los tablones de madera del suelo del porche. «Este lugar es tan anticuado», pensó. No sabía por qué los habitantes de las colonias solitarias siempre tendían a vivir como si estuvieran aún en la vieja y solitaria Tierra de hacía milenios. Aunque, en cierto modo, los entendía. Aquella añoranza del pasado. Ella también había nacido… El hilo de sus pensamientos se interrumpió al percibir claramente lo que había estado esperando encontrar desde que había intuido un cambio, una alteración en los campos electromagnéticos apenas perceptible al sobrevolar Dsimeni por primera vez.
—Tengo algo —dijo. Seguía sentada en el suelo, atenta a aquello que sólo podía detectar con sus sentidos no humanos. Ian adoptó una actitud de escucha, como ella. Ambos sintieron una feroz alegría. Su intuición se confirmaba. Intercambiaron pensamientos a gran velocidad.
«Es un danaim, diría», pensó Ian.
«Yo también. Hacia el norte».
«Es mejor que te quedes aquí. Puedo ir yo solo. Se siente muy débil. Quizás esté lejos.»
«No. No creo que esté lejos. Más bien está entre la vida y la muerte. También podría tratarse de un niño muy pequeño.»
Ian se fió de la mayor sensibilidad y experiencia de Helena. Solía acertar casi siempre. Tiró de su mano para ayudarla a levantarse. Salieron de la casa y se encaminaron al norte. Apenas habían terminado de ascender una suave colina en la parte trasera de la vivienda cuando divisaron otra casa de madera. Era mucho más pequeña que aquella en la que habían estado. Ian se adelantó.
—¿Hay alguien ahí?
Ahora, mucho más cerca, el danaim era claramente perceptible. Escucharon un quejido y Ian se precipitó al interior. Helena aceleró el paso y entró poco después en la casa.
«Arriba», pensó Ian.
Subieron las escaleras e irrumpieron en la primera habitación. Vieron un bulto cubierto de mantas sobre la cama. Se acercaron, apartaron la ropa y Helena levantó las sábanas, llenas de sangre. Bajo ellas encontró a una mujer que respiraba apenas y a un niño recién nacido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a la mujer. El niño estaba colgado de su pecho y parecía dormido.
La mujer no respondió. Helena se quitó los guantes y decidió revisar su cuerpo con cuidado, buscando posibles heridas. Pronto comprendió que no las había. La sangre procedía del canal del parto. Había mucha, demasiada. La mujer atrapó la mano de Helena en un movimiento que parecía reflejo. La llevó con dificultad hasta el cuerpo dormido de su pequeño.
—Sálvalo.
El bebé se estremeció al sentir la mano de Helena y lanzó un gemido lánguido, como de cachorro herido pero aliviado al sentir una presencia confortante. Había notado la corriente de energía procedente de Helena. Pero a ésta le preocupaba más la madre. La observó otra vez con cuidado y palpó su frente con la otra mano. Tenía la piel muy fría y los labios morados.
—Me gustaría salvarte también a ti —dijo Helena.
—Yo no viviré.
La mujer hablaba en voz muy baja, como si no tuviera fuerzas. Pronunciaba las palabras sílaba a sílaba. A la mente de Helena llegaron imágenes vagas del ataque. Flashbacks procedentes de la mente de la mujer.
—Todos… muertos —dijo—. Mi padre, mis sobrinos…Todo el mundo, todos.
—Lo sé.
La mujer continuó:
—Entonces comenzaron los dolores. Demasiado pronto. Luego sangre, mucha sangre, durante días.
—¿Cuánto hace de tu parto?
—Ha amanecido dos veces. Pero yo no importo, yo… no vivir. Tú… lleva pequeño Samel… contigo. Cuida… por favor.
Los grandes ojos oscuros de la mujer se clavaron en Helena.
—Mi hijo, fuerte. Vivirá.
—Es muy pequeño. Tengo que llevarlo a un hospital cuánto antes. Es un niño especial ¿verdad?
Los ojos de la mujer se abrieron más.
—Sí. ¿Cómo sabes?
—Mi hermano y yo, especiales.
—¿Danaims? Padre de Samel… danaim. Muerto hace meses. Niño solo. No familia, todos muertos. —Sus ojos, llenos de lágrimas, miraron a Helena y Ian alternativamente:
—Danaims cuidan de danaims. Mi marido dice… dijo a mí. —Volvió a apretar con fuerza la mano de Helena—. ¿Prometes cuidar…?
La voz de la mujer se apagó por completo mientras sus labios seguían moviéndose, pero sus ojos continuaron fijos en Helena con una determinación que la piloto admiró:
—Te prometo cuidar de los dos —respondió—. ¿Cuál es tu nombre?
—Mariet Roberts. ¿Tu nombre?
—Alina Mienskov. Mi hermano se llama Kauza.
— Gracias. —Cerró los ojos y suspiró débilmente—. Estoy mejor. Samel vivirá.
Ian atrajo la atención de su hermana.
«Está muy grave, Helena. El niño también está débil. Respira con dificultad».
«Lo sé, pero debemos intentar salvarlos a los dos. Ve con el monoplaza a buscar al médico. Yo cuidaré de ellos mientras tanto».
Helena acompañó a Ian hasta la puerta de la casa y lo vio correr en busca de su Starjet. Regresó al interior. La casa estaba prácticamente intacta. Apenas algunos destrozos en la planta baja. Daba la impresión de que algo había distraído a los piratas, que se habían marchado sin subir al primer piso y, por tanto, sin descubrir a la mujer.
La red eléctrica del planeta había caído, así que no se podía contar con luz ni con calefacción, pero la casa tenía una chimenea en el pequeño salón comedor. Buscó leña, encendió fuego y derritió nieve para tener agua caliente. Localizó unas toallas limpias.
Volvió al primer piso. La parturienta había entrado en hipotermia, probablemente debido al fallo de la calefacción y a la hemorragia. La lavó con el agua caliente y la secó. Luego la exploró con detenimiento. Había sangre fresca en el canal del parto, así que dedujo que aún sangraba.
Lo mejor sería llevarla a la planta baja, cerca del calor de la chimenea. La mujer era pequeña y delgada. Helena era alta y, aunque tenía una complexión ligera, había entrenado con dureza toda su vida. Intentó levantar a la enferma y vio que podía sostenerla.
Bajó las escaleras con ella a cuestas, con cierta dificultad debido al pie malherido, pero consiguió llegar abajo y la dejó con cuidado en el sofá, que arrimó junto al fuego. Luego sujetó al niño, cortó y desinfectó lo que quedaba del cordón umbilical y lavó su cuerpecillo. Lo envolvió en una manta, buscó y encontró una cuna donde acostarlo, junto a su madre, muy cerca también del calor del fuego.
El niño parecía deshidratado. Apenas habría tomado algo en dos días. Quizás un poco de leche materna, pero no mucha, dado el estado de la mujer. Helena pensó en buscar un biberón. Debería haber algún lugar donde guardara la madre todo lo del bebé hasta que éste naciera. Las embarazadas solían hacer esas cosas. O, al menos, eso creía. No tenía mucha experiencia con mujeres esperando a dar a luz. Con casi ninguna mujer, en realidad.
El único ser humano con el que había convivido durante su adolescencia y su juventud, hasta hacía seis meses, había sido su hermano. Durante ese tiempo, ninguno de los dos había visto otra cosa que kems, que no se parecían demasiado a los humanos, la verdad.
Encontró finalmente los biberones y preparó uno disolviendo un poco de azúcar con agua hervida. Fue a buscar al pequeño y lo encontró profundamente dormido. Pensó que sería buena idea despertarlo para que tomara algo. Al hacerlo, el bebé lloriqueó un poco, cuanto apenas, porque no tenía fuerzas suficientes. Buceó en su mente abierta y vacía y consiguió comunicarse con él, en la medida en que era posible con un bebé. Apenas una ligera caricia mental.
Se trataba de relajarlo, de hacerle sentir que no estaba solo, de darle seguridad. El niño se tranquilizó y respiró mejor. A pesar de ello, no tenía muy buen aspecto. Su largo cuerpecillo era demasiado delgado. Calculó que apenas llegaría a los dos kilos. Le recordó a los conejos que solían criar como mascotas los kems. En realidad, no eran conejos, pero se les parecían mucho.
El niño agarró con fuerza uno de los dedos de Helena. La mente infantil también se aferraba a la suya con gran determinación. Helena dejó caer unas gotas del biberón en su boca. El pequeño sacó la lengua y lamió el líquido. Ella le acercó la tetina a los labios. El niño chupó durante un minuto o dos, pero se detuvo agotado, respirando con dificultad. Lloriqueó un poco antes de dormirse otra vez. «Al menos, ha tomado algo», suspiró Helena.
Miró a la madre, que estaba en un estado casi comatoso y meneó la cabeza. Ian tenía razón. Las vidas de ambos se le escapaban de entre las manos. Se sintió impotente. No podía detener a la muerte. Su poder más bien tenía el efecto contrario: «matar con la mirada», lo llamaba Ian. Producir una sobrecarga eléctrica masiva en las neuronas cerebrales: «freírlas», solía decir su hermano.
Escuchó el leve ruido causado por el motor de una nave en descenso. O Ian había ido y vuelto a la «Ursa» a una velocidad suicida, o había logrado comunicarse pronto con la nave de emergencias médicas y ésta se encontraba libre para acudir. Salió al exterior de la casa y contempló, no una nave, sino tres. Abdel Borunin, el médico de la expedición, acompañado de la teniente Amelia Barca, ambos cargados de bultos, descendieron de la de emergencias médicas, la más grande. Helena corrió a ayudarles pero, antes de que pudiera cargar nada, Lutien Thomas, que se había quitado el casco y asomaba la cabeza rubia desde su Starjet, la llamó.
—Mienskov, no deberías pasear por la nieve teniendo en cuenta el estado de tu pie —dijo, mientras saltaba desde la cabina al suelo.
—Es más aparatoso que real, capitán. Puedo andar sin problemas.
—Es una orden. Vamos dentro.
Helena no disimuló su contrariedad. El joven, alto, de pelo rubio y desordenado, con el rostro sin afeitar y la mirada cansada, era su superior, pero también su amigo. A pesar de lo que le había dicho a su hermano, a ella tampoco le resultaba fácil verlo como jefe.
Él la acompañó al interior. Ian los siguió y Helena percibió la diversión en la mente de su hermano.
«No te rías», pensó, pero hasta ella continuaron llegando aquellas risas mentales que a Ian se le daban tan bien.
Cuando entraron en el salón, Abdel estaba conectando una bolsa de sangre a la vena de la parturienta. Lutien llevó a Helena a uno de los sillones del salón y la obligó a sentarse, pero ella seguía más pendiente de los heridos que de su propio pie.
El médico exploró a la mujer y movió la cabeza. A continuación se acercó al niño y lo exploró también. Lo intubó, introdujo unas gotas por la cánula y la conectó a una botella de oxígeno. Luego, le insertó un gotero en vena para hidratarlo.
—¿Cómo están? —preguntó Helena.
—La mujer aguantará de momento con la sangre que le está pasando, pero hay que hacerle una histerectomía —respondió Abdel—. El niño es prematuro. Espero que con el surfactante pulmonar y con el oxígeno mejore un poco, pero es necesario meterlo cuanto antes en una incubadora. Ni siquiera sé cómo ha logrado sobrevivir hasta ahora. Y los dos tienen que estar en Tigris en diez horas como mucho, o morirán. La mujer puede que no aguante tanto.
—Tigris, antes de diez horas… Eso es imposible —dijo la teniente Barca.
—No tanto —dijeron, a la vez, Ian y Helena.
—Mienscov —dijo Thomas, dirigiéndose a Helena—, antes de irte corriendo a atravesar el agujero negro de Sigma cuatro y estar en Tigris en ocho horas, vas a tener que quitarte esa bota para ver cómo estás —Barca y Ian sonrieron. El capitán se arrodilló delante de Helena y desnudó su pie—. ¿Cómo se ha hecho esta carnicería, sargento Mienskov? ¿Y cómo no está rabiando de dolor?
—Lo aguanto bien.
—Demasiado bien, diría. Doctor, ¿tiene material de cura?
—Está en el maletín azul.
—Cabo Mienscov, tráigalo —Lutien podía ser muy cargante cuando se ponía en plan «capitán» y les hablaba de usted—, y traiga también un poco de agua tibia.
Ian le llevó al capitán lo que pedía. Sonrió a su hermana.
«Parece que le haces más caso a él que a mí».
«Órdenes». Helena puso mala cara.
Lutien comenzó a lavar y a desinfectar la herida.
—Mienscov, eres capaz de cruzar Sigma Cuatro, pero incapaz de correr sobre la nieve sin meter el pie donde no debes. ¿Qué voy a hacer contigo?
Helena percibió el pensamiento de la teniente Barca.
«Está claro lo que le gustaría hacer con ella. Voy a tener que hablar con Alina para prevenirla. Para Lutien, la emoción está en la caza, después pierde el interés».
Ian también lo había percibido todo.
«¿Sabes? Quizás deberías… Digo yo, me gustaría ver cómo el cazador resulta cazado».
«Graciosillo», le respondió su hermana, al tiempo que dirigía una sonrisa a la teniente Barca y ésta le correspondía. Volvió a dirigirse a Ian: «Eso no estaría bien por mi parte».
«¿Por qué no? Al fin y al cabo, papá…»
«Era mamá, ¿vale?, y él estaba enamorado de ella desde que era un crío. Yo no siento nada por Lutien»
«Si tú lo dices».
Todo esto transcurrió en un segundo, mientras Helena respondía:
—Con la nieve era imposible de ver. El agujero, capitán.
—Espero, entonces, que tengas más puntería con Sigma Cuatro, Mienscov.
—¿Eso quiere decir que me envía a Tigris con Borunin? Llegaré a tiempo, capitán.
—No he dicho nada aún, Mienscov. Estás herida.
—Puedo pilotar, capitán.
—Yo podría ir. No estoy herido —dijo Ian.
—¿Puedo opinar? —Dijo el médico—. No quiero hacer viajes suicidas a través de un agujero negro.
Helena percibió la diversión en la mente de Lutien Thomas. El capitán tenía emociones casi transparentes, al menos para ella. Era como si pensara en voz alta.
—Abdel, el viaje sólo es suicida si lo hace un piloto inexperto —dijo Lutien—. Con los Mienskov no te pasaría nada, Borunin.
—Permítame que lo dude, capitán.
—Doctor, es más seguro viajar con ellos que conmigo.
—¿De verdad, capitán?
—Sí.
—Hum.
—¿Eso es un sí, doctor? —preguntó Ian.
—Es un quizá. Pero sólo lo hago por mis pacientes, que conste. Odio las travesías a través de Sigma cuatro. Como cualquier persona razonable que se precie. ¿Puedo elegir el piloto, capitán?
—Depende. ¿A quién quieres?
—La piloto me parece algo menos suicida que su hermano.
Todos rieron, menos Ian, que frunció el ceño.
—¿Has volado con ella? —preguntó Lutien al médico.
—No, pero todo se comenta en la base.
—Te llevará, entonces. Si puede andar, claro.
—¿Qué es lo que tiene en el tobillo?
—Un corte en el que deberías ponerle puntos y, quizás, una torcedura. Alina, voy a moverte el pie.
Helena sabía que le dolería, pero no anuló por completo los impulsos nerviosos procedentes de sus fibras sensitivas. Dejó escapar un grito que no era fingido.
—En efecto, una torcedura.
—Puedo aguantar hasta Tigris para que me curen. Los puntos me los pueden poner allí.
Lutien movió la cabeza y reprimió una sonrisa. «Es incansable», pensó, sin saber que Helena podía oír sus pensamientos.
—De momento, voy a vendarte el tobillo y ya veremos —comentó el capitán.
Cuando Lutien terminó, Helena probó a caminar. Se encontraba mucho mejor.
—¿Crees que podrás pilotar? —preguntó Lutien.
—Estoy bastante bien.
— Tómate un antiinflamatorio. Están el maletín. Puedes ir a Tigris pero quiero que te quedes allí como un herido más.
—La misión no ha terminado, capitán.
—Para ti, sí.
Helena miró a Lutien de hito en hito. Quizás había llegado el momento de hacerle partícipe de sus preocupaciones.
—¿Podemos hablar a solas, capitán?
Quería hablar con Lutien sin la molestia de dirigirse a él como a un superior. Era una pesadez que Thomas fuera tan celoso de su rango. Lo cierto era que tenía razones para serlo. Acababa de ascender y había quién no se tomaba su autoridad en serio. Ian y ella eran su menor problema, la verdad.
Lutien la siguió hacia el porche de la casa. Estaban solos en el exterior. Helena dijo:
—Me preocupa la colonia de danaims de Inanna, Lutien.
—Los danaims saben protegerse.
—Sabes el odio que les tiene Macbeth. Ha exterminado ya a la mitad de ellos desde que llegó al poder. Y los piratas le hacen el trabajo sucio.
—Es verdad, pero pueden defenderse mejor que Gilgamesh. Es el planeta más poblado y el más indefenso.
—Los piratas irán a Inanna.
—Lo dudo. No pueden destruir a una colonia en la cual hay más de cincuenta danaims así como así. Necesitarían el mismo número de soreds para hacerles frente.
Los soredaims —o soreds, que así se les llamaba de manera coloquial— dominaban la Tierra dirigidos por el más poderoso de todos ellos: Macbeth. Algunos, entrenados directamente por éste o por alguno de sus lugartenientes, se incorporaban a la tripulación de las naves piratas.
Helena miró a Lutien con intensidad. Necesitaba convencerlo, pero por la fuerza de sus razones, sin influir en su mente. No le gustaba manipular las decisiones de los demás, ni siquiera por una razón justa.
—Los piratas han ido a buscar soreds, Lutien. Estoy segura. Quieren destruir a los danaims y, si no vamos cuanto antes… Ten en cuenta que la mitad de los cincuenta danaims de los que hablas son niños y adolescentes que no tienen ni capacidad ni entrenamiento suficientes para enfrentarse a soreds adultos bien formados.
—Lo sé, Alina. Sé que no lo tienen fácil. Pero en Gilgamesh solo hay humanos puros. Caerán como moscas bajo un ataque de piratas y más si hay soreds entre ellos. ¿Por qué tienes tanto interés en los danaims?
—Porque Macbeth prometió borrarlos de la faz de la tierra. Sabes que suele cumplir sus amenazas. Si no, pregúntale a los kems.
Lutien asintió y bajó los ojos. Helena vio el flashback en su mente: imágenes atroces del planeta kem llenando los noticiarios muchos años atrás. Otro flashback: los refugiados kems que vivían en Tigris, en especial uno: el amigo que le había presentado a Helena. Para Lutien, como para el resto de sus compañeros, los Mienscov eran humanos normales, supervivientes de un ataque de piratas a una colonia solitaria, y rescatados por una nave kem. Una mentira verosímil.
—¿Esto te trae malos recuerdos? —susurró él—. Perdiste a tus padres en Séptimus ¿no?
Ella asintió. Había perdido a su familia, pero mucho antes de lo que Lutien pensaba.
—Por eso mismo tenemos que ir a Gilgamesh —continuó él—, porque son humanos. Están más indefensos.
—Los danaims también son humanos —susurró ella.
—Lo sé, Alina. —La miró—. ¿No serás uno de esos danaims que se ocultan y no figuran en ningún registro, verdad? Por como pilotas, podrías ser uno de ellos.
—No lo soy. Y si lo fuera, no te lo diría —Rio Helena. Él sonrió por toda respuesta.
Helena miró hacia la puerta entreabierta de la casa y cambió de tema.
—Voy a hablar con Abdel para ver cuándo quiere salir. ¿Cuándo os vais vosotros?
—En cuanto salgáis Abdel y tú. No queda nadie vivo en Enki. Les he ordenado a todos los pilotos que dejen de recorrer el planeta y vuelvan a la Ursa minor. Amelia se encargará de tu monoplaza. Cuanto antes lleguemos a Gilgamesh, mejor.
—¿Qué ha dicho Logan? —preguntó Helena.
Logan era la pesadilla de Lutien. Se trataba del hombre que comandaba a los cincuenta marines que los habían acompañado. Era mayor que Lutien y tenía más experiencia en batalla que el recién ascendido capitán. Además, pertenecía al ejército de Tigris. Lutien, al igual que el resto de los pilotos, formaba parte del cuerpo interestelar que, en principio, era civil, aunque en momentos de conflicto se transformara en ejército. Para Logan, todos los pilotos no eran más que niños mimados. Lutien suspiró y Helena vio en su mente con claridad una imagen del capitán de marines mostrando la cara de pocos amigos con la que con frecuencia debía haberse topado Lutien. Percibió el sentimiento de frustración que acompañaba al recuerdo.
—Logan dice que deberíamos ir a Tigris primero —suspiró Lutien—. A buscar refuerzos. No somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a un grupo grande de piratas. Tiene razón, pero tardaríamos demasiado tiempo. No quiero llegar tarde a Gilgamesh como hemos llegado tarde a Enki. —Lutien la miró—. Cuando llegues a Tigris, me gustaría que intentaras hablar con Afgar Hanur —dijo.
El comandante Hanur era el jefe de la base del cuerpo en Luktar, la capital de Tigris; y también, el hombre al que todos los pilotos admiraban por su capacidad y su cercanía.
»Explícale la situación —continuó Lutien—: el ataque a Enki, la necesidad de evacuar a todos los colonos y no sólo a los que querían venir en principio. Dile que necesitaremos más naves. Cuéntaselo todo, ¿me entiendes? Decírselo a él es como decírselo a Attus Genna. Él llama a la presidenta de Tigris y ella inmediatamente se pone al teléfono, sin intermediarios.
—Así lo haré. Imagino que el comandante actuará rápido.
—Sí, lo hará. Puedes estar segura.
—Partiré enseguida. Estaré en Tigris en cinco horas.
—¿En cinco? No hagas locuras, Alina. Necesito encontrarte con vida cuando llegue. Quiero invitarte a cenar.
—Cenamos juntos muchas veces.
—Me refiero a una cita.
—Lutien, ya sabes la respuesta.
—Quizás cambies de opinión.
—No dejarás de intentarlo, ¿no?
Una sonrisa y un pensamiento fugaz le aclararon cualquier duda que pudiera tener al respecto. «No, no voy a parar hasta derretir a besos esa pose de acero que finges tan bien». La imagen que acompañaba a este pensamiento era tan vívida que Helena la bloqueó. Dejó a Lutien solo con su gran imaginación y entró a buscar al médico.
—Doctor, ¿nos vamos?
—Sí, están estables los dos. Esperemos que aguanten el viaje.
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