A mis padres por ser de donde soy, a mi mujer y a mi hermana por ayudarme en este proyecto y a mi hijo, futuro olímpico.
Estupidez humana. Humana sobra, realmente los únicos estúpidos son los hombres.
Jules Renard
CONSPIRACIÓN SS
CONSPIRACIÓN SS
VIAJE DE VUELTA
CAPÍTULO 1
– ¡Ten cuidado no te quemes!, me decía mi abuelo cada vez que intentaba sacar una patata de la chimenea, donde él las asaba entre los rescoldos de la lumbre mientras oía la vieja radio Marconi sentado en el escaño.
Tenía yo cinco o seis años. Vivía en un pequeño pueblo de la montaña de León. Allí la vida para los niños era bastante tranquila y divertida, mientras que para nuestros padres y abuelos era dura y muy sacrificada.
Casi todos los vecinos se dedicaban a la agricultura y a la ganadería. Quien más y quien menos poseía algunas tierras, prados para segar, la mayoría tan empinados y lejos del pueblo que costaba más sacar la hierba de allí que lo que en sí valía el alimento para el ganado. También tenían algunas vacas, ovejas, gallinas y la mayoría un cerdo que sustentaba a la familia una buena temporada después de la matanza.
El principio del verano era la época de la siega con la que se obtenía el pasto necesario para dar de comer a las reses durante todo el invierno en las cuadras, porque durante la primavera y el verano pastaban tranquilamente por las zonas acotadas para ello en el monte.
Recuerdo a mi padre madrugando para ir a segar. Nada más desayunar cogía los aperos y la bota de vino, y andando se dirigía hasta los prados. Después, a media mañana, mi madre le llevaba la comida y esparcía la hierba ya segada para que secara.
– ¡Ya esta ahí Alberto!, decía mi padre al oír picar la guadaña en una finca cercana. Era un ruido muy característico en esa época y a esas horas. Había que afilarlas bien para que hicieran el trabajo un poco más llevadero.
Al atardecer regresaban al pueblo. Días más tarde se comprobaba que la hierba estuviera seca y se apilaba en montones para después ir con un carro tirado por bueyes a recogerla.
– ¡Yo me subo arriba! Ese era el grito de todos los niños que ese día acompañábamos a nuestros padres. Nos subíamos encima de ella una vez cargada en los carros y nos dirigíamos de regreso a casa como si fuéramos pilotando un coche de fórmula uno pero más despacio y sin derrapar en las curvas.
Se descargaba en los pajares y cuando ya no cabía en ellos si había sido un año de gran producción, la sobrante se apilaba a la intemperie cerca de las cuadras en unos montones llamados hacinas. Para ello, se plantaba en la tierra un poste de madera bastante profundo, alrededor de él se colocaban ramas gruesas, unas sobre otras con el fin de evitar que la humedad del suelo afectara a la hierba que se ponía encima en redondo. Mientras una persona la iba echando, otra la iba pisando y repartiendo alrededor del palo con el fin de compactarla, quedando al final en forma de cono, lo que permitía que el agua de la lluvias resbalara desde la parte superior hasta caer al suelo, y así solo se estropeara la que estaba en contacto con el agua mientras que la del interior permanecía en buenas condiciones para alimentar al ganado. La zona de arriba se tapaba con un plástico para que no entrara agua a lo largo de la madera.
Pero el día seguía y las labores no acababan. Después de descargar el carro en el pajar había que atender a los animales que estaban en la cuadra, arreglar lo que se hubiera roto, cuidar el huerto o simplemente como mi padre, echar un vistazo a las colmenas que estaban en plena ebullición, pues las abejas no paraban de recolectar polen ya que la primavera había venido demasiado tarde.
Las madres además de todos estos trabajos tenían que atender a los hijos, preparar las comidas, arreglar la casa, etc.
Nosotros, sin embargo, disfrutábamos del pueblo a nuestras anchas. La única labor que teníamos era ir a la escuela e intentar que no nos castigara el profesor que en esa época, como en la mayoría de las escuelas, era un cura y además Don.
No sé por qué al alcalde, al médico y al sacerdote había que tratarles de Don y a los demás con el nombre a secas.
Pero no acabar el día castigados era una tarea casi imposible, cuando uno no terminaba encerrado en un cuarto, lo hacía con la cabeza tapada con un cubo o con un par de golpes con ese puntero que estaba siempre en posición amenazante.
Todavía recuerdo el día que nos castigó a Javi y a mí, por alguna travesura de la que casi con seguridad éramos culpables, encerrándonos en una sala con grandes ventanales que había al otro lado de la escuela hasta la hora de comer, porque por la tarde no había clase. Pero ese día, como otros, a don Segismundo, que así se llamaba el cura, se le olvidó que estábamos allí y se fue.
Esperamos en vano que nos abriera para ir a comer, pero no era nuestro día. Al cabo de bastante tiempo y al ver que las tripas empezaban a rugir con fuerza y no podíamos pararlas, observamos que en unos estantes de la pared del fondo había un par de docenas de tarros de miel que don Segismundo sacaba de las colmenas que tenía. Nos miramos los dos y, sin decirnos nada, cogimos varios, los abrimos para probarlos y a la vez para calmar el hambre que nos perseguía desde hacia ya un par de horas.
Aunque quizá no fuera tanto el hambre como el querer fastidiar al cura, al final le destapamos todos y los degustamos.
Al llegar la tarde y en vista de que no nos sacaban de allí, decidimos saltar por una ventana que daba al camino que subía a la carretera e irnos a casa a explicar el porqué nos habían castigado. Nuestras madres sabían perfectamente que el tardar tanto era por haber hecho alguna trastada y que don Segismundo nos había llamado al orden, como había sucedido otras veces y no porque no tuviéramos hambre, ya que a la hora de la comida devorábamos más que comíamos.
La verdad es que éramos unos piezas, pero unos más que otros, incluso alguno podría decirse que era más que travieso, un poquito cabrón, como Raúl, que un día en el patio de la escuela, del tejado donde solían anidar algunos jilgueros, verderones o gorriones, se subió a una escalera y cogió del nido un pajarillo al que le arrancó la cabeza de cuajo.
Pero bueno, entre travesuras, patadas a algún balón o intentar llegar a los bolos en la bolera del pueblo, pasábamos los días. Días alegres y felices sin lugar a dudas.
CAPÍTULO 2
¡Boom! ¡Boom!, sonaban los primeros voladores y en el cielo se podía ver el humo de la pólvora al explotar. Era el anuncio de las fiestas que se celebran en honor a la Patrona.
Este año el tiempo parecía que se había aliado con los santos y los días anteriores y los de la verbena fueron estupendos, sin una sola nube en el cielo.
Ya una semana antes se presagiaba la llegada de esas jornadas porque al pueblo, que en invierno tenía sólo unas pocas decenas de habitantes, empezaban a venir familiares y forasteros a disfrutar de esas fechas con tanta tradición y aumentaba considerablemente la población.
Los chavales mayores que formaban la «comisión de festejos» se encargaban de contratar la orquesta, poner el escenario para los músicos, la barra del bar y de preparar todo para que fueran ese año las mejores fiestas de todos los alrededores.
Todos los vecinos ayudaban a adecentar las calles limpiando las orillas de la carretera y colgando banderines y farolillos, que como casi todos los años eran de Tío Pepe.
Nosotros los más pequeños intentábamos arreglar la bolera, que era de tierra y con la primavera y las lluvias se cubría de hierbas y ortigas. Allí tenía lugar uno de los pasajes más importantes de las fiestas: «las partidas de bolos».
Pero volviendo a las travesuras, una de las más importantes en esa época del año la realizaban los rapaces mayores y era la de engañar a algún forastero o familiar que venía de la ciudad a pasar las vacaciones e ir por la noche a la caza del cordobeyo o también llamado en otros lugares gamusinos.
Nosotros que teníamos menos años íbamos con ellos y nos reíamos un montón, bueno, nos reíamos todos menos el inocente que le tocaba cargar con el saco lleno de cordobeyos.
– ¡Zas! ¡Zas!, aquí tengo otro, decía uno de la comparsa que iba con un palo bastante largo.
– ¡Corre, trae el saco Jesús!
Y le metían en él una piedra, cuanto más grande mejor.
Y entre ¡Zas! y ¡Zas!, lográbamos que Jesús llegara al pueblo con un buen cargamento de cordobeyos.
– «Venga, saca los bichos del saco, Jesús, que creemos que este año hemos batido el record». La cara de Jesús era un poema, entre sorprendido, enfadado y una sonrisa a medias al ver la cantidad de piedras que había cargado durante un par de kilómetros cuesta arriba.
Lo único que dijo fue:
– «Sois unos cabrones». «Iros a la mierda». Después se marchó y estuvimos un par de días sin saber nada de él.
Pero lo que más nos gustaba a los chavales de mi edad era ir «a la caza del renacuajo».
En los diferentes pilones que había en las fuentes del pueblo, como por arte de magia y todos los años en las mismas fechas, aparecían para nosotros los valiosos renacuajos. Los cogíamos con un colador que robábamos a nuestras madres y los metíamos en frascos de cristal para poderlos ver mejor. Unos tenían todavía solo cola pero otros, que eran un poco más grandes, ya tenían patas, aunque todos al final perecían al sol en esos recipientes, a pesar de que nosotros los alimentábamos, o eso creíamos, con un musgo verde que se formaba en el fondo del pilón, pero ni así se salvaban.
Luego, ya siendo mayor, entendí la extinción de los dinosaurios, pero lo que nunca alcancé a comprender fue como no se habían extinguido los renacuajos con la gran cantidad de fallecimientos que se producían cada verano. Pero llegaba el año siguiente y allí estaban de nuevo, me imagino que pensando: «a ver si este año pasan de nosotros esos críos y se dedican a cazar lagartijas». Lo que no sabían los renacuajos es que también nos dedicábamos a eso.
Asimismo era habitual, cuando alguien del grupillo conseguía un cigarro, que ya los había con filtro, irnos a las afueras del pueblo a fumarlo, donde nadie nos viera.
La verdad es que pasábamos más tiempo en la calle que en casa. No había peligro, circulaban pocos coches por la carretera que partía el pueblo en dos, aunque en esa época del verano solían transitar bastantes.
Pocas distracciones más había salvo la única televisión que existía en el pueblo y que estaba en un bar. Era una Werner en blanco y negro, pero que a nosotros nos parecía lo máximo. Pensándolo ahora, no hacia falta ni el color ni el 3D ni el sensurround. Nos valía así.
CAPÍTULO 3
Mi padre tenía unas colmenas en la tierra que estaba al lado de casa. Cuando llegaba la época de la recolección de la miel era todo un espectáculo.
Solo se protegía la cabeza con un gorro de apicultor y sacaba los panales como si nada. Echaba un poco de humo sobre ellos para quitar las abejas que se quedaban arremolinadas a su alrededor y los ponía en una carretilla.
Después nos íbamos al desván donde tenía la máquina para extraer la miel. Primero había que quitarle la fina capa de cera que recubría las celdas con un cuchillo para que pudiera salir ese manjar. A continuación depositábamos los panales en el artilugio que consistía en un bidón grande de metal con un mecanismo en el que había unos topes para poder meterlos unidos a unos engranajes y, mediante una manivela, lo girábamos, cuanto más deprisa mejor, haciendo que la miel saliera de las celdas hexagonales disparada hacia las paredes interiores del bidón depositándose en el fondo, y ¡milagro!, aparecía por un tubo que tenía en la parte de abajo el preciado líquido.
Allí nos juntábamos varios chiquillos, porque quizá, lo que más nos gustaba, aparte de extraer la miel, era coger un trozo de panal y masticarlo hasta que la sacábamos toda y no quedaba más que la cera.
A mi padre también le gustaba mucho la pesca. Era un gran pescador. Todo lo que sé actualmente se lo debo a él por meterme el gusanillo en el cuerpo.
Para ir de pesca, el día anterior nos íbamos a coger al río unas larvas que se encontraban dentro de un canutillo pegadas debajo de las piedras, porque así al día siguiente no teníamos que perder el tiempo buscándolas.
Iba con él y me quedaba en la orilla. Cada vez que sacaba una trucha me la lanzaba y yo la metía en la cesta, que por cierto, pesaba tanto que casi no podía con ella. Pero al final la acabábamos llenando.
Fue un época en la que las truchas abundaban, aunque había que ser muy hábil como lo era mi padre, porque al traer poca agua el río por encontrarnos en su nacimiento, las truchas son muy vivas y al notar cualquier cosa rara: una rama que se movía diferente, un chapoteo extraño en el agua o una sombra que no debía estar allí, era suficiente para que las escurridizas pintonas, por mucha hambre que tuvieran, no picaran y se escondieran debajo de alguna piedra.
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En casi todas las casas del pueblo se realizaba la matanza del cerdo. Era algo habitual que los vecinos se ayudaran unos a otros en esa labor.
Nosotros lo que queríamos, cuando troceaban el cerdo, no era el solomillo, ni las chuletas, ni cualquier manjar del animal, lo que de verdad deseábamos era la vejiga. La hinchábamos y la utilizábamos una vez seca como globo o como balón.
Cuando caía una buena nevaba nos íbamos a las afueras y con unas tablas a modo de trineo nos tirábamos por una cuesta que llegaba directamente a la carretera. Más de una vez con la velocidad saltábamos a ella, pero con la suerte de que por allí no pasaba casi nunca ningún coche.
En la vida de este pueblo de montaña, como en otros muchos en los que hay poca población, existe una unión muy grande entre el hombre y la naturaleza. Tanto uno como otra se cuidan entre sí, el hombre es respetuoso con todo lo que le rodea, preservando tanto la vida animal como los recursos forestales, y a cambio, la naturaleza le da todos los elementos necesarios para vivir en este entorno.
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Siempre ha habido y habrá rivalidad entre los pueblos cercanos. Algunas veces se saldaba con una simple discusión, pero otras esa discusión acababa en pelea. Una de las cosas que solía suceder, sobre todo en época de fiestas, era que si los del pueblo de al lado sorteaban un gallo el día de la Patrona, íbamos nosotros la noche anterior y lo robábamos. Si nosotros sorteábamos un cordero, venían ellos a intentar quitárnoslo. Teníamos que elegir con mucho cuidado donde escondíamos los animales del sorteo. Pero al final siempre se quedaba en una anécdota, aunque algún cordero que no era nuestro nos hemos comido.
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La vida de verdad era dura para nuestros padres. Uno de las muchas labores que hacían se basaba en ganarle terreno al monte. Era una tarea atroz. Consistía en desbrozar, quitar zarzas, espinos, arbustos, malas hierbas y piedras, con el fin de limpiar dichos espacios para obtener terrenos donde, en un cierto tiempo, brotaría la hierba que en esos años y en zonas montañosas era tan valiosa para alimentar al ganado.
Pero con el avance de los años se produce el abandono de numerosos prados por falta de animales a los que dar de comer y por conseguir la hierba de sitios más cómodos. Llegándose a la actualidad, en la que se ha revertido la situación y se han vuelto a convertir esos espacios ganados a la montaña en zarzas, espinos, malas hierbas, en conclusión, en sitios abruptos y nuevamente cerrados.
Hace poco tiempo, estando conversando con un paisano en la tertulia del bar, me dijo una frase que resume esta situación:
– «Del monte era y al monte vuelve». Y de verdad, así es.
Pero mientras nuestros padres realizaban estas y otras labores igual o más duras, para nosotros, la mayor preocupación era, si es que había alguna, llegado el día de hacer la primera comunión, saber si el traje que nos iba a tocar nos gustaba y nos quedaba bien. Estábamos en una época de estrecheces en la que no había dinero para grandes gastos y lo que se hacía era ir pasando los trajes de unos a otros.
Así, unas veces te quedaba largo y tenía arreglo, sin embargo el problema surgía cuando te quedaba corto, ahí no existía remedio posible.
Pero bueno, era un mal que se nos olvidaba pronto, teníamos siete años y lo que menos nos importaba era la moda y la largura de los trajes. Lo importante era el día de fiesta que pasábamos con la familia y los amigos.
¡Ah, se me olvidaba! Lo mejor no era esto, sino que siempre caía algún regalito que en esos tiempos era algo totalmente extraordinario por la situación económica que existía.
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Unos años antes, hubo un invierno especialmente crudo, con gran cantidad de nieve. Ya en noviembre los picos se cubrieron y a partir de ahí las nevadas fueron muy numerosas y copiosas durante los siguientes meses.
Con tal abundancia de nieve y durante tanto tiempo, apareció un problema añadido: el gran número de lobos que bajaban de la montaña hasta las mismas casas a buscar comida.
En el pueblo y en los de alrededor se tuvieron que realizar batidas, que aunque no estaban reguladas, se organizaban según la costumbre y tradición.
El daño que ocasionaba este depredador, que es un animal salvaje y recorre grandes distancias, se debía a que su ataque era letal. Si localizaban un rebaño de ovejas, mataban un montón para comerse una o dos.
Cuando se notaba la presencia de algún lobo por los parajes o praderías de la zona, se tocaban las campanas de la iglesia llamando a Concejo. Dicho Concejo era la reunión de las gentes del pueblo para debatir y decidir sobre la forma de actuar en temas referentes a los problemas que surgían.
Ese toque de campanas tenía un sonido especial cuando era para avisar de la presencia de este animal. Después de determinar la manera de proceder, los vecinos se reunían con escopetas, palos, instrumentos para hacer ruido, etc.
Se organizaba la cacería situando a los cazadores en los lugares de paso de los lobos. Después con los ruidos y las voces de los ojeadores ahuyentaban a las alimañas hasta los puestos donde les estaban esperando con las armas cargadas.
Otro método que se utilizaba para cazarlos era la técnica del lazo. No es que se tirara un lazo para intentar coger al animal, sino que, con un cable de acero se hacía un nudo corredizo, se ataba y cruzaba entre dos árboles oculto entre la vegetación en los sitios por donde solían pasar los lobos, de manera que al chocar con ellos se enredaban y cuanto más tiraban más aprisionados quedaban, incluso llegaban a estrangularse.
Ese invierno se cazaron seis lobas, una de ellas por mi padre a lazo. Se decía que era más importante matar una loba que cinco lobos.
La caza de estos animales era recompensada por las autoridades, ya que era una acción beneficiosa para todo el pueblo porque evitaba los estragos que entre el ganado producían. Era básico por lo que suponía para los vecinos la muerte de varias reses, al ser su fuente principal de ingresos.
CAPÍTULO 4
En el verano de 1969 ocurrió un hito mundial, y aunque estuviéramos en un pueblo perdido en la montaña y con poca información de lo que ocurría no solo en el mundo, sino también en España, de algo nos enterábamos.
Ese día en concreto nos encontrábamos casi todos reunidos alrededor de la televisión Werner del bar, esperando unos con entusiasmo, otros con incredulidad y otros diciendo:
– ¡Venga hombre, eso es imposible! Si nos cuesta un montón ir a León, mucho más a Valladolid y a Madrid ni te cuento, imagínate llegar ahí.
– ¡Que sí, que los americanos son unos adelantados!
Y efectivamente, nos quedamos tanto unos como otros sin palabras al ver pisar al hombre, en concreto a Neil Armstrong, por primera vez la luna. Sí, esa que en las noches claras se ve allí arriba en el cielo rodeada de estrellas para iluminarla aún más.
– ¡Esto es un montaje! -decía el del bar.
– ¡Eso está grabado en un estudio! -decía Roberto.
– ¡Es un decorado! -dijo alguien al otro lado de la puerta.
– Si hombre, si fuera mentira, ¿tú crees que lo iban a echar por televisión para que lo viera todo el mundo? -comentaba otro.
Cierto o no, en ese momento en el pueblo, me imagino que como en el resto del planeta, la gente se olvidó de sus problemas y disfrutó de algo, que pensándolo bien, era imposible que sucediera.
El verano siguió avanzando pero la visita del hombre a la luna dio mucho juego en infinidad de tertulias entre vasos de vino y algunas aceitunas, hasta que poco a poco fue ganando la teoría de que, efectivamente, los americanos eran muy listos y lo habían logrado.
El curso se había acabado, era el último que nos daba don Segismundo, el cura, porque le llegó el momento de jubilarse y retirarse a vivir placidamente -como si hasta ahora no hubiese sido así- a un pueblo no muy lejos de aquí, a unos treinta kilómetros.
La mayoría de los chavales estábamos contentos porque no íbamos a recibir más castigos, ni golpes tan injustamente, según nuestro criterio, como nos había estado dando durante años.
Por otro lado pensábamos en quien podía venir, porque lo que estaba claro es que el curso siguiente íbamos a tener clases. Todos comentábamos:
– ¡Peor no puede ser! ¡Seguro que será más tolerante!
Pero la duda nos persiguió todo el verano, aunque poco a poco se nos fue olvidando, pensando más en las vacaciones, en las fiestas y en los amigos que año tras año aparecían por el pueblo.
Llegó a mediados de septiembre. Se llamaba don Justo Ibáñez y también era cura: tenía 55 años, parecía majete y muy simpático, era alto y excesivamente delgado, todo lo contrario que don Segismundo, que era chaparro y orondo. Algunos incluso al verle por primera vez comentaron: «Ese ha tenido que pasar mucha hambre en el seminario». Sus manos huesudas y de largos dedos impresionaron a la gente. La cara, demasiado marcada por los pómulos, le daba un aspecto algo enfermizo. Su figura al verle caminar inspiraba un poco de miedo, tan alto, tan delgado y con la sotana que le cubría hasta los pies parecía de lejos la sombra de un ciprés movido por el viento.
Lo primero que hizo al llegar, después de presentarse, fue organizar un partido de fútbol con todos los chavales en el patio de la escuela para ganarse su confianza.
Le saludamos todos y nos estuvo explicando el porqué de estudiar y adquirir conocimientos. A alguno nos llegó a convencer.
– «Quizá algún día uno de vosotros llegue a realizar la misma hazaña que Armstrong, o mejor aún, descubrir nuevos mundos en el espacio, o cosas más importantes, como crear una vacuna nueva y poder curar enfermedades, construir puentes, edificios o simplemente tener conocimientos de economía o de política para poder defenderos fuera del pueblo».
– ¡Menudo tío! -dijo Tito-. Este yo creo que nos va a castigar menos. ¿Verdad, Raúl?
– Yo pienso que va a ser igual, nos va a castigar lo mismo o más, tiene sotana como don Segismundo.
– ¡No seas exagerado! -volvió a decir Tito.
Otro de los cambios de ese verano fue «la vieja casona de Juanón». Estaba en lo alto del pueblo y llevaba vacía desde antes de que yo naciera, pero al fin la compró un matrimonio francés -al que le faltaban pocos años para jubilarse- junto con las tierras, prados y cuadras. Habían pasado por aquí los últimos tres años y al gustarles tanto el entorno como la forma de vida e intentando huir del bullicio de la ciudad, se habían decidido a comprarla y asentarse en el pueblo durante los años que les quedaran de vida. Estuvieron casi dos meses de obras.
Parecían buena gente. Dieron una fiesta para todo el pueblo, con orquesta y baile como en las fiestas patronales, con el fin de ganarse el cariño de todos los vecinos. Y yo creo que lo consiguieron.
CAPÍTULO 5
Pasaron cuatro años. El último trajo un largo invierno con mucha nieve y poco sol. Hasta metro y medio se llegó a acumular en algunas zonas del pueblo. Pero bueno, lo raro era que no cayeran buenas nevadas que nos dejaran algunos días incomunicados.
Los franceses, que así seguíamos llamando al matrimonio, ayudaban, como los que más, a limpiar las calles a los vecinos ancianos, a quitar la nieve de los tejados de las casas y hasta se quedaban con los niños más pequeños cuando sus padres se tenían que ir al monte a buscar alguna vaca preñada. Eran siempre los primeros en echar una mano, algo que habían demostrado hacia poco cuando se produjo un incendio en un pueblo cercano.
Él, Pierre Dupont, era un parisino de 64 años, encorvado y asiduamente vestido con traje de pana, unas veces marrón claro, otras marrón oscuro, otra vez marrón claro y así sucesivamente. Siempre con la colilla del puro apagada entre los labios como si se la hubiesen cosido en la comisura de la boca. El pelo lacio y negro con alguna cana y de aspecto grasiento, rematado en un flequillo que casi le tapaba el ojo derecho y que de lejos daba la impresión de llevar un parche. Tenía un bigote muy fino que más bien parecía que se hubiera bebido una taza de chocolate y no se hubiese limpiado el hilillo que queda encima del labio superior. Andaba siempre apoyado en un viejo bastón, ya que padecía una cojera producida por el atropello de un coche.
Un buen día, en el mes de mayo, oímos a varios chavales un par de años mayores –Andrés mi mejor amigo y yo ya teníamos dieciséis- que iban a ir por la noche a pescar truchas a un tramo del río que estaba a unos tres kilómetros del pueblo, pero que tenían que ir con mucho cuidado porque los guardas estaban un poco mosqueados con los furtivos, que a partir de esta época del año abundaban.
Nacho, Pedro y Paco, al que llamábamos el Jilguero, que eran a quienes habíamos escuchado, no querían que Andrés y yo fuéramos con ellos.
– ¡Ni hablar! ¡Estáis locos! Esto es muy peligroso y cuanto más seamos mayor riesgo corremos de que nos localicen -gritaron los tres.
– ¡Y que no se entere nadie! ¿Entendido? –dijo Nacho.
Pero Andrés y yo no les hicimos caso y les esperamos escondidos a la salida del pueblo. Antes tuvimos que convencer a nuestros padres de que íbamos a dormir a casa de Pancho, que estaba solo porque los suyos se habían ido a ver a un familiar ingresado en el hospital de Valladolid y tardarían unos días en volver.
– Como averigüen que es mentira no vamos a tener pueblo para correr -dijo Andrés.
Pero era más fuerte la idea de ir a pescar truchas que el castigo que casi seguro íbamos a recibir, porque teníamos claro que se iban a enterar. Pero bueno, nos arriesgamos.
Eran las once de la noche cuando aparecieron por diferentes caminos los tres. Les seguimos sin que se enteraran, pensando nosotros:
– «Si no se dan cuenta de que les seguimos, ¿cómo se van a dar cuenta si les siguen los guardas? ».
Sobre las doce estábamos ya cerca del río, en un tramo que es muy abrupto y en el que hay varias pozas grandes, en donde el Jilguero decía que había visto buenas truchas el día anterior.
Pero observamos que, antes de llegar, los tres se desviaron hacia una cuadra en la que parecía que había luces de linternas o algo así.
– ¡Cuidado, puede que allí estén los guardas! ¡Igual nos han oído también como esos dos! -dijo Pedro.
– ¡Joder con los forestales, están en todos los sitios!
– ¡Vámonos! ¡Vámonos! -propuso en voz baja el Jilguero.
– Esperar, aquí detrás se oye algo.
– Somos Andrés y yo.
– ¿Pero que hacéis aquí? ¡Estáis locos! ¡No os dijimos que os olvidarais tanto de nosotros como de lo que oísteis!
– Sí, pero es que también queremos pescar, nadie se va a enterar -dije yo.
– ¡Vámonos! ¡Vámonos!, que nos van a ver y la vamos a cagar -volvió a susurrar el Jilguero.
– ¡Esperad! Me voy a acercar por detrás de la cuadra que no tiene ventanuco y así no me verán. Puede que no sean forestales.
– Ya, ¿y quién va a ser, Pedro?, alguien echando una partida de cartas a estas horas, ¿o qué? -preguntó el Jilguero.
Pedro bordeó el prado que había delante de la cuadra y fue por detrás. En la pared del fondo no había ventanuco pero existía una ranura por la que pudo ver no a los guardas, sino a cuatro personas con linternas y lámparas de carburo reunidos alrededor de un gran tronco de madera a modo de mesa y cubierto por una especie de bandera, que no acabo de distinguir bien de que se trataba. Era de color rojo, con un dibujo en el medio, como con rayas. Hablaban muy acaloradamente. Dos de los cuatro individuos le resultaron conocidos pero la luz era muy tenue y no logró identificarlos.
Volvió a reunirse con nosotros y a contarnos lo que había visto. Vino un poco pálido y con la cara desencajada. Algo temía.
– No son guardas. Son cuatro personas. No las pude reconocer aunque dos me parecieron familiares, pero no parecen de la zona.
– ¿Pero que hacen aquí a estas horas, ocultas por la noche, a tres kilómetros del pueblo, en una cuadra que pertenecía a Juanón, sin ser vecinos ni gente conocida? -dije yo.
– No lo sé, esto es muy raro.
– Tendremos que contarlo en el pueblo.
– ¡Sí, hombre!, y que nos echen un buen sermón por estar a la luz de la luna intentando pescar furtivamente, que por cierto, es un delito. ¿Tú estás loco? –añadió Pedro.
– Y entonces ¿qué hacemos? Imagina que esta gente esta preparando un robo, o un asesinato, o yo que sé.
– O simplemente son unos tratantes de ganado que no tenían donde pasar la noche y esta cuadra les pillaba de camino -comentó Pedro.
– ¿Y lo de la bandera? ¿Es raro o no?
– Igual no es ninguna bandera sino un mantel que han puesto sobre el madero para cenar.
Andrés y yo callamos, esto se nos escapaba de las manos.
– Pedro insistió: no vamos a decir nada a nadie, como si esto no hubiese pasado. ¿Entendido? ¿Entendido? Pues vámonos y cada mochuelo a su olivo.
Todos asentimos con la cabeza y dimos media vuelta encaminándonos hacia el pueblo.
En una de las curvas del camino volvimos la vista atrás y pudimos ver que las cuatro personas salían de la cuadra y, por la luz de las linternas, que cogían caminos distintos. Las luces se alejaban y se dirigían cada una a un punto cardinal.
– Lo de tratantes de ganado, es difícil que sean, porque lo normal es que fueran en la misma dirección -opinó Nacho.
Recorrimos los tres kilómetros que nos separaban del pueblo callados, nadie dijo nada. Al llegar a la entrada, cuando aparecieron las primeras casas nos despedimos y Pedro volvió a insistir:
– Ya sabéis, no ha pasado nada, no hemos estado juntos y menos en esa cuadra.
Andrés y yo lo teníamos más difícil para regresar a nuestras casas, ya que habíamos dicho a nuestros padres que íbamos a dormir a la de Pancho. Así que tuvimos que pasar la noche en un pajar para no descubrirnos.
El día amaneció. Los cinco seguimos nuestro ritmo cotidiano como si lo de la noche anterior no hubiese sucedido.
¿Quiénes serían aquellas personas que Pedro parecía haber reconocido en la cuadra? Esta pregunta nos la estuvimos haciendo bastante tiempo.
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Llegó el verano y con él las vacaciones. Todos los chavales del pueblo estaban especialmente contentos. El profesor, el nuevo cura, parecía más tolerante pero continuaba castigando igual que el anterior según nos comentaban los chavalillos, por lo que llegué a la conclusión de que no eran los profesores sino los alumnos que seguían siendo unos piezas, como lo éramos nosotros.
Don Justo, además de ser muy amable, era un magnifico jugador de bolos y no había partida que se perdiese. También alternaba con los mozos tomando vinos y alguna que otra copa. En las fiestas de los pueblos era el primero en sacar a alguna chica a bailar.
Era muy conocido ya en todos los alrededores como una persona afable, simpática, algo juerguista y, sobre todo, siempre dispuesta a hacer cualquier favor a la gente que se lo pidiera.
El primer día de las fiestas en el pueblo se hace por la noche una hoguera y cuando las llamas están bajas los jóvenes la saltan. Para hacer esta hoguera lo mejor son las ramas de fresno y de roble que los vecinos podan de los árboles. Las de fresno las utilizan para dar de comer a las vacas y las de roble para que coman las ovejas. Después, cuando ya se han comido las hojas, los palos se utilizan para encender y atizar las cocinas de las casas.
Con estas ramas después de podarse se hacen unos paquetes, llamados zamazos por esta zona, y se guardan en los pajares para ir utilizándolas según se necesiten. Los vecinos daban algunos que les habían sobrado del año anterior y que ya no se podían usar para alimentar al ganado al estar demasiado secas las hojas, para la hoguera. Pero a los chavales siempre nos parecían pocos y para hacer más espectacular y aumentar la duración de las llamas íbamos por los pajares de las cuadras intentando obtener la mayor cantidad posible, pero sin que se enteraran los dueños, porque los de este año sí los utilizaban para los animales, aunque lo sabían de sobra.
Nos repartimos las cuadras del pueblo por grupos y asaltamos todos los pajares.
A Andrés y a mí nos tocaron los de la parte alta. Recorrimos varios y no conseguimos nada más que un par de ellos.
Pero al llegar al pajar de la cuadra de Juanón, ahora de los franceses, nos quedamos impresionados.
– Madre mía que cantidad de zamazos, Andrés.
– Cogeremos unos cuantos y no se darán ni cuenta.
Al mover varios para tirarlos por el ventanuco vimos algo raro. Era una especie de manta vieja y roja, medio rota, como si fuera muy antigua.
– ¿Qué es esto? -dijo Andrés.
– No sé, vamos a sacarla con cuidado de entre esas ramas.
Al extraerla y extenderla nos quedamos pálidos. Un escalofrío recorrió nuestros cuerpos dejándonos inmóviles y en silencio durante un buen rato.
– ¡Es una bandera nazi! -dije yo al cabo de unos minutos.
– ¡No jodas!
– ¿Qué hará aquí? -nos preguntamos.
Volvió a nuestra mente, a los dos a la vez casi telepáticamente, la imagen que había descrito Pedro aquella noche en la cuadra cuando fuimos a pescar. ¿Sería la bandera nazi lo que vio que parecía un mantel en la reunión de la cual no volvimos a hablar nunca?
Como si hubiéramos visto un fantasma dejamos los zamazos y la bandera como estaban y salimos tan rápido del pajar que parecía que nos perseguía el mismo diablo.
No dijimos nada. Nos fuimos, escondimos los que ya teníamos y nos dirigimos a nuestras casas.
No volvimos a vernos hasta la tarde del día siguiente.
– Tenemos que contarle a los demás lo que hemos visto -dije yo.
– Vamos a buscarlos.
Pedro, Nacho y Paco, el Jilguero, estaban en la bolera esperando a que se formara una partida para pasar la tarde. Cuando nos vieron llegar con las caras de preocupación que traíamos se acercaron hasta nosotros.
– ¿Qué os pasa que traéis esas caras de susto? -comentó Pedro.
– Díselo tú, Andrés.
– Ayer cuando estábamos buscando zamazos por los pajares entramos en el de Juanón y entre ellos ¿sabéis lo que encontramos?: una bandera ¡nazi! ¿Será la que tu viste en la cuadra aquella noche, Pedro?
– ¿Era roja?
– Si, con la cruz gamada en el centro -dije yo.
– ¡Joder!, ¡Joder!, esto no me gusta -apostilló el Jilguero.
– Tenemos que contárselo a alguien. Puede que no tenga importancia y estemos sacando las cosas de quicio por los nervios de la noche de pesca, pero no vaya a ser que sí la tenga y estemos ocultando algo –propuso Nacho.
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